Son las cuarenta bocas las que llaman mi atención. La boca que temblaba junto a la mía en una cámara oscura. La boca que juraba amor al lado del pesebre entre la negra soledad de las rocas.

Son los pechos de ella los que tiemblan en el recuerdo. Atrapados en el tiempo y entre mis dedos antiguos. Y su cabello entrenado para caer lentamente a la luz reflejada en el mar, y sus ojos preparados para jurar.

Son las pisadas en la madrugada, pegados al recinto colorado, son los cetros de plata con que mirábamos juntos el universo y despintábamos las cenizas de nuestra pobreza (¡A quién le importaba entonces la pobreza!)

Son las toneladas de cariño batidos entre manos frágiles y besos camino a su cuello. Son las súplicas a la noche, que no concedía más que el silencio y el despertar a solas. Son las miradas llenas de fracaso, los lagrimones impotentes con los que me castigaba la furia del universo de los desentrenados, de quienes no saben caer.

Esas mujeres siempre vuelven, en noches de frío. Todas ellas son las cuarenta bocas, que lejos de aquí, siguen su camino. Mis noches llevan sus marcas. Y algunos de mis días aún tienen el destino transtornado por aquellos labios a los que nunca pude besar.