Invocar al demonio. Vender el alma. ¿A cuánto? ¿Existe el cielo y el infierno? ¿Dónde quedan?¿Se acabará el mundo?¿Habrá un Juicio Final?

Recuerdo cierta conversación en mi niñez, sentado en una banca entre el patio de primer y segundo grado, sobre el Apocalipsis. Algunos de mis compañeros de colegio lo tenían bien estudiado y podían dar fechas y explicar cómo iba a suceder el fin del mundo con lujo de detalles.

Siempre tuve problemas con ese párrafo en el que se explica que Dios llegará a la habitación el día del Juicio Final, escogerá un hermano y lo salvará y el otro morirá. De niño compartía mi cuarto con mi hermano y si bien estaba seguro que quien se salvaría sería él, no me parecía justo. Esa fue una de las razones por las cuales, al comienzo de la pubertad, decidí que quería tener mi propia habitación y me mudé al cuartito donde la empleada solía mirar sus telenovelas, el que todos en la casa llamábamos «el cuarto de planchar».

En una de mis peores pesadillas de niño una ola gigantesca mezclada con un terremoto empezaba a destruir Lima y los meteoritos empezaban a caer sobre autos y peatones en la Javier Prado. Recuerdo haber sentido por primera vez el peso inmenso de la pregunta: ¿Para qué sirve nuestra vida en la Tierra?

El año 2000 lo recibí con primos y amigos en una playa de Arequipa. Los primos estacionamos los autos a cierta distancia de la orilla, ya que si el Juicio Final sucedía en ese preciso momento el mar estaba supuesto a salirse y las olas tenían que llevarse algunos cuantos carros de encuentro.

Leer sobre el diablo y las consecuencias de vender el alma, siempre me trae a la memoria esas tardes en que escuchaba ansioso los relatos sobre el Apocalipsis, alrededor de aquella banca en un oscuro pasillo entre los patios de primero y segundo grado del colegio Recoleta.