
Toco una tecla de la computadora y siento el dolor de cabeza instalándose. Como si una idea quisiera acampar allí, como si existiera un sueño al que le provocara quedarse en ella.
Nevó hace una semana, muy inusual. Desde entonces ha mejorado el clima pero aún quedan restos de nieve. He empezado un nuevo año de vida, vi esta mañana una rendija más en mi frente: una arruga. Descubro que los anteojos de sol cubren las patas de gallo y los ojos cansados. No sé por qué se me ocurre ahora que siempre he tomado mis mejores fotografías con la luz del día. Una asociación entre mi vida y mis fotografías. Las fotografías hablan de mí, eso lo sabemos todos. Y hablan de lo que no me gusta mostrar. Creo disponer de cierto talento para elegir lo que debería salir de la foto. Y ese es el mejor secreto de toda buena composición.
Volvamos a Onetti. He leído «El pozo». En un tren a Princeton después de aburrirme de «Los adioses». Descubro allí una oscuridad que se supone que puede descomponerse. Camino conversando sobre Onetti. Mi intelocutor me dice todas las cosas que un escritor puede aprender de él. «Tal vez él lo haya conocido», pienso yo. Tal vez en la misma ciudad de Santa María: en ese pequeño infierno. Casi como un Jaquí más grande. ¿Les conté? Casi les dije todo en la novela, pero sospecho que solo en mi cabeza tienen sentido las imágenes de esa mujer abandonándonos a los dos con el polvo, caminando hacia la pampa o hacia la bodega, calle arriba, sílaba por sílaba, haciendo las pausas para que no se nos pierda nada: «Donde hubo fuego, cenizas quedan». ¿Qué habrá pensado ella, mi ex? Desde entonces no hemos hablado. Por medio de terceras personas sé que está bien, que tuvo tantos hijos (¿Ven? ya lo he olvidado. No puedo recordar ni cuántos) Y al fin y al cabo en este cuento, en esta crónica, en esta memoria, en esta mezcla de géneros no sé ni siquiera si tenga sentido decirles que así era Jaquí: como esos días en que me iba detrás de la loca de la tía que tenía en su casa fotonovelas porno. Las escondía debajo del colchón, pero siempre nos dejaba un pedacito de la esquina visible, para que sepamos, sin que nos los diga, que había una revista nueva. Se iba con algún pretexto y nos dejaba a solas a mí y a su hija, libres para inspeccionar su cuarto, levantar el colchón y leer un par de veces sus revistas. Después volvía y nos hablaba de Dios y de la iglesia. De lo mucho que la necesitaban los curas porque ella vivía en olor de santidad. Me pregunto si será cierto que la iglesia–el terreno y la construcción–fueron donaciones de mi abuelo. Les dio una catedral y un cementerio, para que los jaquinos vivamos en paz con los dormitorios eternos de arriba y de abajo. Con el bien y con el mal.
Leí «El Pozo» y me impactó. Me llenó de ganas de ser un buen escritor, de inventar recursos como los que crea Onetti mientras recita una historia cruda y sencilla como cualquier otra que hemos escuchado en la calle polvorienta del pueblo o en los periódicos amarillentos. Una mujer casi violada. Un hombre a quien le perturba la idea de que tal vez en ese momento, lo mejor para ella era que lo hubiera hecho. Que esa mujer rechazada jamás se lo iba a perdonar. Reconstruir esos momentos toma toda la vida. Tal vez uno empieza a querer repararlos ni bien los ha destrozado. Tal vez es como la escena de «Solo para fumadores» en la que apenas si se ha deshecho de los cigarrillos y ya Ribeyro siente que debe lanzarse por la ventana a recogerlos. Tal vez las imágenes desesperadas sean por las que yo me mataré toda mi vida.
(Un poema ¿por qué ya no escribo poemas?)
Es cierto que fui yo quien me asomé detrás de ella. Es cierto que fui yo quien empecé a tocarla. Pero también es verdad que era un niño y que ella era una niña y que después de besarme fue ella la que se me entregó. ¿Esa imagen me torturará? No siempre. Hay veces en que cierro los ojos y me provoca una sonrisa, ensueños en los que yo soy un personaje y ella guía mi mano y después–mucho después–me arrincona contra una pared, me besa con rabia y me pregunta ¿por qué ya no me buscas? Y si la hubiera buscado ¿Dónde estaría yo ahora? Estaría como el Príncipe Orsini en esa película que he visto hoy: «Mal día para pescar»; estaría fumando un cigarrillo en una calla de Santa María e imaginándome todo lo que pudo pasar, las cosas que pude haber hecho con mi vida.
Pude. Jamás lo hice. Tendré que darme crédito por haber tomado algunas buenas decisiones, por no haberme dejado embaucar en torpezas lamentables, como por ejemplo: las de tener un hijo con ella. Ella, que me suplicaba que no me pusiera nada, que la hiciera suya.
Otros errores: haberme largado con ella, o haberme quedado en el pueblo a pescar, a ser uno más. Otros errores posibles: malacostumbrarme a sufrir. Si me hubieras visto llorando al regresar de su casa o sentado en esa silla donde imaginaba que me tocaba morir hubieras entendido de lo que hablo. Pero no me viste. Solo me vi yo y me vio mi hermano. Y mi hermano me hizo alguna broma, me hizo pensar en lo estúpidas que pueden volverse las cosas cuando uno tiene diecinueve años y cree estar enamorado.
Otro error: no haber llegado más temprano y más tarde, un par de veces que me quedé dormido, como aquella en que ella era rubia y me miraba y nos estábamos pudriendo de la risa. O esa otra en que dirigí mi mano debajo de su pantalón y no seguí. O aquella en que me rehusé a besarla cuando ella se me puso de frente, en la oscuridad; y levantó su camiseta. Errores de ignorancia, pero quién sabe. Tal vez es cierto y nunca hubo nadie tan triste como ella.
Salud con Onetti.
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