En noviembre de 2009 llegué  a la Feria del libro de Guadalajara, esperanzado en encontrar a un agente que me explicara como publicar una novela y un conjunto de cuentos que yo apretaba bajo el sobaco, dentro de un folder de plástico azul, ordenados dentro de pedacitos plásticos, muy organizados con una tarjeta personal llamativa y profesional, descargada a través una página web británica.

Asistí durante tres mañanas a una sala de agentes sin agentes. Ellos estaban por algún lado haciéndose cargo de negocios importantes. Yo dejaba copia de mis cuentos y mis tarjetas, confiadísimo en impresionarlos con mis hojas bond impresas a doble espacio con lo que yo suponía que era «el implacable poder de mis historias».

Dejé todas mis tarjetas y mis cuentos en uno y otro escritorio de agencias latinas, norteamericanas y europeas pero jamás nadie me llamó. En  los salones de espera de la Feria yo me imaginaba cómo sería mi vida si alguna de aquellas criaturas con poder en el mundo editorial me descubría. Llené formularios, solicitudes y dejé notitas manuscritas para que ellos las descubran «después del almuerzo». Sin embargo, como dijo el periodista que acuñó aquella frase cariñosa para los partidos aburridísimos sin goles: «allí no pasó nada».

Sin embargo, afuera del recinto de los agentes literarios, lejos de sus escritorios sin escritores, entre librerías y salas de exhibición de aquella feria con olor a multitud, pasaron muchas cosas.

En una de aquellas salas, presentando su enésima colección de cuentos con la Editorial Páginas de Espuma, Fernando Iwasaki me instó a seguir luchando: «Siempre al lado del cañón» me dijo, con la experiencia del que sabe lo que es empeñar la refrigeradora y la cocina de cuatro hornillas para pagarse una primera novela. En otra de aquellas salas, José Emilio Pacheco le puso una figura a mi derrota, en su traducción de un verso de Antíloco: «Sobreviví, es lo importante. Ya compraré otro escudo».

Si bien tanto Iwasaki como Pacheco apaciguaron mi desánimo;  el hombre  que mejor me ayudó a aceptar sin lloriqueos mi situación de latinoamericano con pluma fue Juan Villoro. Él estaba presentando un libro de crónicas sobre los personajes aguayaberados y los paisajes ardientes de la península de Yucatán cuando se le ocurrió comparar a los escritores con los vendedores de iguanas que pululan en los caminos yucatecas: «acuclillados al lado de la pista, ofreciendo un producto raro, esperando que alguien se detenga a comprarlo».

Ése era yo: un hombre ofreciéndole ficciones a un mundo donde la ficción escrita ya había pasado de moda ¿Había una tragedia peor para un escritor que la de escribir un libro que a nadie se le antojaba leer?