¿Irse o no irse del país? Hubo una época, no muchos años atrás, en la que los abuelos amanecían y miraban la pobreza de la chacra que cosechaban, la humildad de la pequeña casa en la que pasaban sus días y se preguntaban: ¿Me voy a Lima? O el jovencito estaba ya en la edad, terminaba el colegio y las cosechas eran buenas. La pregunta entonces era: ¿Lo mando a Lima? De uno u otro modo, toda o parte de la familia terminaba en la capital. Y de allí nadie regresaba. Algunas veces la idea de emigrar empezaba como una aventura y al cabo de algunos años ya no se podía agarrar una maleta que pesaba demasiado y regresar. Pero Lima se volvió grande e inmanejable. De ser interesante se convirtió en peligrosa y las oportunidades se convertían en batallas desiguales. Irse del país siempre fue una última opción ¿Para qué? Sobre todo si no sabías dónde encontrar gente cariñosa esperándote al aterrizar. ¿Para qué? fue la primera pregunta que se hizo Queso en el avión, antes de aterrizar en Lisboa. Su vida en la oficina era insoportable. Tenía que cruzarse con la abogada al menos dos o tres veces a la semana. Además, si iba a la gerencia general y la secretaria le decía que no podían atenderlo «porque la abogada estaba reunida con el gerente de la compañía»,  Queso desarrollaba en su mente las escenas del porno más crudo mientras miraba la puerta de gerencia. Su trabajo se convertía en diez largas horas de agonía.

Uno de aquellos días, mientras mataba sus minutos de ocio al lado de la ventana de su oficina, observando el nuevo Peugeot que adquirió después de meses de contingencias y mentiras y fotocopias con préstamos de terceros­–porque su sueldo al parecer no era decente y sus facturas en garajes convertidos en cebicherías eran demasiadas–; abrió el parte. Supo lo que estaba dentro del sobre ni bien lo vio. Habían dos, ambos iguales. Uno para la familia. El otro estaba especialmente diseñado para él, de La Gringa. Ella que se había despedido de Queso en el aeropuerto del Cuzco, con la sensación de que tenía un nuevo amigo. Ella había seguido las instrucciones del Queso: el único ser humano en el planeta que no había entendido que la relación entre la Gringa y el Yuyo tenía que ser así: tormentosa, ridícula, tenía que ser un fracaso tras fracaso con explosiones. Una relación en la que jamás había que inmiscuirse, sino alejarse, cuidándose de aquellas chispas capaz de provocar grandes incendios. Diez años después, en el taxi que lo llevaba a Barranco, la Gringa ni se acordaba del breve discurso del Queso debajo de la bóveda de estrellas del Cuzco, sobre las escaleritas de su habitación, frente a patio de piedras. Un discursito ridículo, más bien. Que le había servido al Queso, todos estos años, para vivir con la convicción más o menos estúpida de que Yuyo y la Gringa habían regresado porque él se los había recomendado. La noche antes de tomar el avión a Lima, Queso le dijo a la Gringa que superen las infidelidades, y que ambos se declaren, oficialmente, el uno para el otro.

Así que esos sobres que el cartero lanzó por debajo de la puerta era su oficialización. Metió ambos en el bolsillo y no abrió el suyo hasta llegar a su oficina, después de haber pasado por gerencia, ya con el germen en la cabeza de una idea que se le ocurrió mientras conducía hacia el trabajo. Pasó por gerencia también para comprobar la situación de su abogada. “Están en reunión”, le dijo la secretaria, sentada delante de la puerta, como si no lo supiera. Queso pensó, mientras la miraba, en la vida de esa secretaria, haciendo como que no veía nada, sonriendo, negando la disponibilidad de su jefe. Diciéndole su mensaje casualmente, para que él no se diera cuenta que sospechaba. Si bien Queso sabía que la secretaria sabía.  Queso pensó en todo eso mientras ella le sonreía y le decía que el gerente general de la compañía estaba reunido con la abogada. Tal vez sabiendo, porque las mujeres se cuentan todo y alguien de la oficina le habría contado, no exactamente la abogada –que no conversaba más que con él y con los gerentes–, que ambos habían salido juntos un par de veces, que Queso se moría por ella, que…Entonces Queso siguió de largo, cerró la puerta de su oficina y se sentó a su escritorio mientras miraba por la ventana su nuevo Peugeot, azul como lo había pedido cinco meses atrás, sin sospechar que los papeleos para que le autorizaran el crédito iban a demorarse tanto. Mirándolo, tomó el parte de su bolsillo, lo cogió entre sus manos y lo abrió. Era el certificado de su firme convicción de que el amor lo puede todo. El certificado de su certeza–a pesar de las Olgas y los ingleses, de los pirañitas familiares que se meten donde nadie los ha llamado–de que aquella energía que mueve al mundo los ha llamado «pareja» y nada ni nadie podrá evitar que ellos se junten para siempre. Era también un certificado de la estupidez de Queso. Se imaginó entrando a la iglesia, rodeado de sus primos, de sus tíos, de la madre de la Gringa que lo iba a mirar igual que cuando cargaba aquellas dos fotografías para su hija envueltas en papel Kraft. Todos pensarían que en ese terno impecable parecía un simpático pingüino. Mirarían atrás en el tiempo, no muchos años atrás, ¿dos, tal vez? Y se preguntarían ¿No fue Queso quien les dijo que estaba saliendo con la Gringa? Y algunos de sus primos le dirían después de un par de vasos de whiskey, palmoteándole la espalda, que «por lo menos esa modelito se iba a quedar en la familia» ¿No era ese Queso el mismo que maldijo al Yuyo, borracho, por tratar a su novia, la Gringa, como una cualquiera, por no valorarla? El mismo Queso a quien Yuyo ayudaba a vomitar en sus primeras chupetas, con quien se emborrachaba de corrido desde el 31 de diciembre hasta el 2 de enero– si bien Queso se quedaba dormido en varios puntos de aquella maratón, para volverse a levantar y seguir tomando.  El mismo Queso a quien Yuyo abrazaba una tarde regresando de todos los bares de la ciudad imperial y besaba en el cachete porque pocas veces habían tenido oportunidad de emborracharse tan bien como esa vez.

Queso jamás había pensado en lo que haría de darse esta nueva situación. No estaba prevenido. Tenía que estar con ellos en la iglesia, mirándolos, saludándolos, deseándoles lo mejor. Luego se subiría a su precioso Peugeot azul del año, se iría a casa, dormiría el domingo, el lunes iría a trabajar para tocar la puerta del gerente. La secretaria le sonreiría porque otra vez el gerente ni la abogada lo podían atender. “Están revisando los contratos de las nuevas impresoras” adelantaría la secretaria, como para que se despejaran las dudas y quedara claro que ella estaba al tanto de todas las cosas que sucedían dentro de la compañia. Y Queso–muy decidido– pasaría delante de la secretaria, armado. Si la puerta estaba con seguro, la abriría con una bala y entonces, al ver al gerente general cabalgando las nalgas de la abogada, con los senos apachurrados contra el escritorio, les dispararía y acabaría con su pesadilla.  Sino podía recurrir a este recurso­–porque su carácter le impedía elaborar un poco mejor los detalles de esa solución que Queso llamó en su mente “la extrema”–haría lo que hizo: marcó el teléfono de la agencia de viajes. Pidió un pasaje para Europa. Tenía que ser el mismo día del matrimonio. No sabía nada de Lisboa, solo que podía desde allí coger el tren a París y sabía quién lo iba a recibir en Francia. O en España, o en Irlanda. Para que no existiera la posibilidad de arrepentirse, Queso compró el pasaje por teléfono. Dio su número de tarjeta de crédito, su clave personal. No había cambios ni devoluciones.

Así se embarcó Queso en su viaje al olvido, avergonzado en su propio Padna. Fue gracias a esa mañana, a ese parte con certificado de felicidad incompleta, que se cruzó seis años después en el bosque de Leiría con esa enfermera de Quebec. Aquella enfermera que estaba muy enterada de la pobreza en el Perú, de los problema de epidemias y pandemias, de la falta de educación para prevenir las enfermedades venéreas y que, solo por dos noches se quedaba alojada en el albergue internacional de estudiantes al lado del castillo de Leiría, pero juró que quería conversar un poco más sobre la pobreza en su país y los proyectos que ella llevaba a cabo, y su trabajo social en Portugal con los inmigrantes africanos. “Muchos llegan de Mozambique y de Angola, ya con SIDA. Es imprescindible una campaña educativa.” Karine se llamaba ella. Era de noche y hacía un poco de frío, pero ella vestía unos pantalones cortos reversibles de montañista y una camiseta que decía “pro-inmigrante”. Se iba a un festival de verano en un pueblo, acá muy cerca, cruzando el bosque. ¡Qué casualidad! Yo también. El Queso le contó que un camionero lo había dejado en Leiría en la mañana, que venía de Porto donde trabajaba como diseñador gráfico para esta compañía que creaba libros educativos. Karine había llegado al bosque después de haberle pedido una jalada a un campesino que pasaba en su camioneta. El campesino ofreció llevarla hasta el festival. Pero de modo muy sospechoso, a mitad de camino en la carretera, el campesino le había dicho que primero iba a entrar a su casa a sacar algo, que ella lo iba a acompañar. Que iba a tomar un desvío inesperado. Y Karine dijo que no, casi gritó que la deje allí, enmedio del bosque, que ella iba a caminar. Salió casi corriendo, cayéndose mientras huía de la camioneta del campesino. ¿Es un festival muy famoso no? preguntó ella. «Famosísimo», dijo Queso. Sus compañeros de trabajo en Porto le habían hablado todo el año acerca de ese festival: de las marionetas que representaban a cada pueblo de la zona, de los fuegos artificiales con figuras alegóricas, de las comidas que preparaban los pobladores y ofrecían sin costo a los visitantes. Solo duraba una noche. Siempre la misma noche, llueva o truene, una especie de ofrenda a sus fundadores portugueses.

Queso y Karina caminaron juntos por el bosque, entraron al pueblo y deambularon de grupo en grupo, se juntaron con la masa amontonada frente a carpas y kioskos para ver el espectáculo de las marionetas. Eran pequeñas representaciones de leyendas locales, con los muñecos vestidos a la usanza de la época medieval.  Se repetían con pequeñas variaciones. Y si bien al principio Queso las encontró singulares y divertidas, después de verlas repetirse una y otra vez durante dos horas, terminaron por aburrirlo, y encontró más entretenido observar a los padres con sus hijos jugando en las tómbolas y en los juegos de azar, en los que podías ganar una botella de vino si lanzabas los aros con puntería o un muñeco de peluche si disparabas la escopeta de aire con precisión. Pasada la medianoche empezaron los fuegos artificiales, y Karine le confesó–con una media sonrisa de pavor–que nunca había estado frente a una de estas explosiones de colores y figuras tan conmovedoras. Después de los fuegos artificiales, si bien la feria proseguía y los kioskos de juegos seguían abiertos, la mayor parte de los asistentes empezó a retirarse.  Queso buscó un carro entre los que se marchaban. Un muchacho que viajaba en una camioneta con la esposa y los hijos ofreció llevarlos si no les molestaba viajar en la parte de atrás, al descubierto. Se treparon. Si bien el clima era agradable, el viento a esas horas de la noche era intenso. Queso se quitó su sudadera y la pasó alrededor de los hombros de Karine. La abrazó mientras se tapaban la cara porque la camioneta estaba levantando polvo mientras cruzaba el bosque.  El muchacho los dejó frente a la puerta del edificio donde estaban alojados–una mansión de hacienda que había sido restaurada en su esplendor de riqueza de provincia para transformarla en albergue para mochileros eruropeos–que a esa hora estaba muy oscuro y silencioso, como el resto de la pequeña ciudad de Leiría. Cruzaron la recepción del albergue, en dirección a la zona de las habitaciones, conversando con la voz casi susurrando: “Quiero que me cuentes más de tus proyectos de salud, de prevención de enfermedades. Tal vez yo pueda ayudar con diseño gráfico” dijo Queso. “Sí, sí, me encantaría” “¿Nos podemos encontrar mañana para desayunar?” “Oh sí. Me encantaría” dijo Karine y Queso notó que ella miraba de un modo distinto, con ímpetu, y claro, pensó, si la había encontrado en pantaloncitos y camiseta enmedio de un bosque, yendo a un festival de marionetas.  Se había mandado a caminar enmedio de un bosque, sola, de noche. Cualquier persona que cruzase el océano para ayudar a otros, para dedicar su vida a salvarle la vida a inmigrantes de los cuales jamás había escuchado antes, tenía que ser impetuosa, estar llena de buena energía. Le brillaban las mejillas con un rojo intenso, su rostro casi no tenía ninguna de aquellas marcas que definen la vida. Tenía dos manos muy activas y delicadas, que movía mucho cuando conversaba. El cabello era largo y rubio, lo llevaba amarrado con una liga en colita, unas mechas se salían de la liga y caían sobre el rostro acentuando sus facciones.

Queso acompañó a Karine hasta la puerta de su habitación y se fue a la suya a dormir. Habían pasado seis años desde que salió de Lima. ¿Cómo tomaría Karine su historia? No le importaría. Repasó en su cabeza como habían sucedido las cosas: Él había salido de Leiría, mal orientado, y se había perdido al momento de cruzar el bosque. Karine había conseguido un auto que la llevara y solo ciertas circunstancias la habían obligado a huir y caminar hacia donde Queso marchaba, solo por el bosque. Se habían encontrado al final de dos caminos que partían, uno desde Quebec, con deseo de salvar a los inmigrantes de las pestes y del maltrato europeo; el otro desde su escritorio en Lima con parte matrimonial y su deseo de no hacer el ridículo en una ceremonia religiosa. “Está escrito” pensó Queso, incapaz de conciliar el sueño. Se levantó de su cama, salió al pasillo y fue hacia la habitación de Karine. Al abrir la puerta notó que ella se movía en la cama, pero que no dijo nada. Como si entre las posibilidades para aquella noche hubiera previsto aquél desenlace. Queso se acercó a la cama, Karine le hizo un espacio,  movió la cubrecama  y Queso se echó al lado ella. Se besaron, ambos labios aún estaban fríos. Él deslizó sus manos debajo de la camiseta. Ella movió también las manos, heladas, sobre su cuerpo. Karine se detuvo un instante para palpar algo dentro  del bolsillo de los pijamas de Queso. Preguntó: “¿Qué tienes aquí?” Y Queso le respondió: “Un condón”.