Uno de los sellos cilíndricos en la Morgan Library al lado de la copia en formato plano.
Algunos financistas dilapidan su dinero en empresas absurdas. Otros se apasionan con tener una biblioteca valiosa, piezas de arte únicas y una colección de más un millar de pequeños sellos y tabletas con escritura cuneiforme de la antigua Mesopotamia. Pierpont Morgan, uno de los financistas más poderosos del mundo a fines del siglo XIX y comienzos del XX, gastó una fortuna en coleccionar arte, libros y restos arqueológicos que le apasionaban, como aquellos encontrados en las excavaciones de la mitológica ciudad de Nínive.
Lo más fascinante del museo han sido estos sellos cilíndricos (parecen corchos de botella), con diminutos grabados de gran detalle referentes a historias de la vida, los mitos y las leyendas de los habitantes de aquella región. Estos sellos pertenecen a una civilización que floreció 2000 años antes de Cristo. Fue tan brutal–y tan perdida en la noche del tiempo–la desaparición de la espléndida ciudad de Nínive, que cuando Herodoto escribió sus Historias, en el año 400 antes de Cristo, no la menciona. Sin embargo, en las tablillas encontradas en las excavaciones, emerge la historia de una civilización muy avanzada. Entre sus símbolos cuneiformes, se han encontrado evidencias de epopeyas que han llegado hasta nosotros por otros medios, como la de un hombre bueno al que los dioses encargaron rescatar un ejemplar de cada especie animal, subiéndolo a bordo de una gran barcaza, porque la Tierra iba a ser inundada. Estas tablillas originales-que se encuentran en exhibición, acompañadas de traducciones al inglés- cuentan también la historia de reyes avaros asesinados por sus parientes; y la de un rey muy noble que se vestía de obrero para moldear el primer ladrillo de un templo, enseñando a su pueblo que los reyes tenían que ser humildes para ser respetados por sus deidades.
Otras cosas que me impresionaron en este museo: La Biblia de Gutemberg, una de las tres que adquirió Morgan; y el primer globo terráqueo (data de 1532) en bronce dorado, donde se dibuja la costa de Norteamérica que el cartógrafo ya había bautizado con su nombre: Verrazana; una partitura original de Mozart, obsequiada al rey de Bavaria y que se encuentra en una cajita acolchada con terciopelo; el retrato Cobbe de Shakespeare, que este año salió por primera vez de Gran Bretaña para llegar a la Morgan (junto con la pintura del Earl de Southhampton, protector del bardo); un par de hojas manuscritas del diario de Walt Whitman visitando a los heridos de la Guerra Civil y de Toureau cuando vivía en su famosa cabaña; una carta de John Adams cuando ya tenía más de 80 años, con la letra tembleque; la máscara que un escultor le hiciera en vida a George Washington; y por último: todos esos lomos de libros únicos que Morgan coleccionó–algunos de ellos protegidos de cualquier desgracia dentro de una bóveda de acero impenetrable–entre los que se cuentan primeras ediciones de los más grandes escritores en lengua inglesa: Dickens, Wilde, Johnson, Swift, Shakespeare; pero también de Balzac y de Goethe, en francés y en alemán. Algo que me llamó la atención: las varias copias que tenía Morgan, alrededor de salones y anaqueles de su vasta biblioteca, de un libro en particular: Las aventuras de Robinson Crusoe.
La abogada empezó a cruzarse menos en su camino en la oficina. Queso había dado por concluído ese tema. Había empezado a tener otro tipo de sueños: la Gringa. ¿Sabía acaso la familia que Yuyo ya no estaba con ella? No podía preguntar así de un día para otro. Tenía que esperar un momento que no le pareciera sospechoso a nadie, buscar el tono para decirlo sin que atrajera más atención de la necesaria. Caminó con la Gringa por el malecón, regresando del bar de las camisas bien puestas y los bluejeans ajustados. La Gringa se asomó a la barandilla, observó al mar. ¿Qué es la muerte, Queso? ¿Por qué estamos tan obsesionados con detenerla? ¿No sería mejor que cada uno se enfrentara a ella con sus propias convicciones? ¿O que dado el caso la invitara a venir? Ella había pasado todas las tardes por aquel camino, regresando del laboratorio. Tras estar inclinada por horas de horas en un cuarto oscuro, revelando aquellas fotos que le servían para olvidarse de que la vida no tenía sentido. Se olvidaba del mundo y luego caminaba al lado de la baranda y miraba el mar. Parecía tan sencillo subir sobre ella y arrojarse.
El gerente de la compañía ha tenido un hijo. Le regaló un habano. Así que, pensó Queso, ya que voy a ver a la Gringa esta noche, su primera cita, tal vez quería acompañarlo a fumárselo. Estuvieron en una banca del parque Salazar jugando con los fósforos. ¿Sabes que van a cerrar el parque la próxima semana? Van a construir un centro comercial. Restaurantes, cines, bares con vista al mar. Ya era hora. Queso trató de descubrir lo que pensaba la Gringa de todo aquello, pero ella estaba concentrada en encender el habano. No dejaba que la mire a los ojos. Todo está cambiando, Queso. La ciudad que conocimos los dos, no la vamos a reconocer cuando seamos adultos. Esta banca es probable que ya no exista. Escuché que le quieren poner una cúpula al puente para que la gente no salte. Entonces ya nadie va a poder asomarse a la barandilla y mirar. Si tengo hijos, jamás podré enseñarles lo mucho que significaba para mí apoyarme sobre este fierro y dejar que la brisa me toque, que el viento de las olas llegara hasta donde yo estaba parada; creyéndome tan libre como para imaginar que podía lanzarme. ¿Ves ese camino entre la hierba detrás del murito donde termina el parque? La Gringa opina que entre aquella hierba debe haber nidos de ratas. El Queso cuenta que una noche, él y sus hermanos bajaron por aquél camino, siguiendo la huella entre la grama. Dice que llegaron hasta un rinconcito sobre las columnas que sostienen al puente. Dice que se sentaron a tomar un six pack de cervezas que habían comprado y podían sentir la vibración de los autos cuando pasaban encima. Nunca vio una rata. La Gringa le dijo que en Londres, durante su primer año viviendo allí, jamás vio una rata en el subterráneo. Hasta que una amiga le explicó que allí estaban siempre y que el problema era que ella no se había fijado bien. La amiga se la llevó hasta el borde de uno de los andenes de la estación y le enseñó una rata pasando por debajo de los rieles, comiéndos los restos de una manzana. Después de ese día, la Gringa empezó a ver ratas por todos lados. Una pasó frente a la banca donde estaba sentada. Gritó y un muchacho negro que pasaba encaró a la rata y la pateó hacia los rieles. La rata blanca giró en el aire, dio una vuelta olímpica perfecta y cayó sobre sus cuatro patas para seguir corriendo y merodeando entre los rieles. La Gringa no se había percatado hasta ese momento, de que posible vivir sin enterarse de nada de lo que sucedía alrededor. Se podía seguir viviendo sin ver cosas tan evidentes como las traiciones o las mentiras. Solo bastaba no prestarles suficiente atención, concentrarse en otras tareas, llenar la cabeza de preocupaciones diferentes. Fue en esos años en que La Gringa empezó a desarrollar una cierta sensibilidad para sentirse culpable por las cosas evidentes en las que nunca se había fijado antes y de las cuales empezaba a darse cuenta. Acostada en la cama de su cuarto en Camden, pasó noches completas con los ojos abiertos y empezó a ver cosas de su familia, de sus relaciones personales, de sus parejas, y de Yuyo; que jamás había visto viviendo en Lima. Y comenzó a sentirse culpable por ellas, por nunca haberles prestado atención y por haberlas evadido. Todavía ignoraba muchas cosas. Pero si la Gringa se daba cuenta que había ignorado algo, entonces se le desarrollaba un sentimiento de culpa que la atormentaba por dentro, que la privaba del sueño, que la perseguía durante el día y no la abandonaba durante un largo período de tiempo.
Aquella fue la primera vez en que la Gringa le habló de los planes de irse a vivir al Cuzco con Yuyo. “Tal vez lo haremos, así ya no estemos” dijo la Gringa. Aquél debió haber sido el primer aviso serio para el Queso. La Gringa no iba a volver con él, pero vivir allá era un tema que habían conversado tanto y planificado tanto tiempo atrás que les parecía imposible no realizar. Rentarían una casita antigua con espacio para un taller y para un laboratorio fotográfico, ella se matricularía a estudiar pintura en Bellas Artes y conseguiría trabajo de investigación en un instituto de la imagen. Trabajarían diseñando y pintando los muros de restaurantes y de pubs del Cuzco o venderían sus cuadros a los turistas. Yuyo ya tenía elaborada una serie de más de cien temas para los cuales solo necesitaba un poco más de tiempo libre y la energía de esa ciudad. Organizarían a los pintores, fotógrafos y otros artistas gráficos cuzqueños y celebrarían festivales. Vivirían 100% del arte. Así no fueran ya más pareja, así otros sueños como los de casarse o tener hijos se tuvieran que dejar de lado. La Gringa extrañaría sus trabajitos de modelo en Lima, que le daban un buen ingreso, pero que la hacían sentir tan mal cuando pensaba en la cantidad de horas que estaba desperdiciando sin hacer las cosas artísticas que a ella le gustaban, sin tomar fotos, sin entrar al cuarto oscuro. Es decir, aquella vida en el Cuzco era la promesa que se tenía que cumplir, antes de claudicar todos los sueños por la manía de ser adultos, de volverse uno más. ¿Acaso Queso no había renunciado a su trabajo anterior porque también quería dedicarse a tiempo completo a dibujar, a terminar sus historietas, a publicar esa revistita que tuvo mucha circulación entre los kioskos de la Avenida Brasil? Un año entero lo iban a dedicar a intentar ser artistas.
Como supo pronto que de su arte él no podía vivir, se dedicó a viajar. Aprovechar bien doce meses, recorrer la montaña en autobús, a pie. Despertó a media noche al lado del mar en Máncora–después de celebrar la llegada del año nuevo, el final de sus doce meses de experimentación–y empezó a caminar hacia unas luces que se podían ver desde la playa, una casa de adobes donde él había estado hasta que lo agarró el cansancio y se fue a buscar su bolsa de dormir sobre la arerna. Al lado de la casa, conversaban dos de sus mejores amigos, sentados sobre cajas de cerveza, debajo de las ramas de un algarrobo. Un árbol que tenía más de cien años, un vecino más al que nadie se atrevía a molestar. Conversaban de los viajes que iban a realizar, de proyectos de ir a Europa, de comprarse un terreno cerca de Las Pocitas, de incrementos de sueldo. Queso escuchó, esos futuros que llegaban a sus oídos junto con el silbido del viento, vio madurar frente a él lo que aquellos muchachos llamaban un año próspero. Él también quería ir a Europa, comprarse un terrenito frente al mar, tal vez no tan lejos, cerca de Lima. Queso iba a recordar para siempre aquél algarrobo, donde la luz del sol del nuevo año parecía tener un color diferente, un color naranaja salpicado de rojo que se reflejaba en los rostros del grupo sentado al lado del tronco, bajo la copa del árbol. Lo iba a recordar porque esa mañana decidió dedicar el nuevo año a buscar un trabajo donde pudiera ahorrar, juntar lo necesario para un pasaje de avión que lo llevara a Europa, tener la plata que le permitiera ir de ciudad en ciudad subido en un tren y ver las callecitas empedradas de Roma, trepar hasta la cima de la torre Eiffel, y contemplar toda la tarde el río Arno desde el puente viejo de Florencia. Queso consiguió ese nuevo año el nuevo empleo, perfecto para la ocasión, para los ahorros, para los sueños. Ni bien entrado a la oficina le presentaron a la abogada y ella hizo un tema del mes escoger el restaurante donde Queso decidió invitarla a comer así tuviera que gastarse más de la mitad del dinero que había recibido. Así tuviera que aceptar que fuera ella la que condujera porque ofreció ir en transporte público y ella le dijo que “jamás, óyelo bien Queso, jamás me subiré a una combi” Entonces Queso empezó a jugar a eso y la abogada parecía comprender bien sus instintos artísticos, no le disgustaba incluir conversaciones sobre tal o cual director de cine que ella consideraba aborrecible porque no tenía ninguna sensibilidad europea, encargándose de dejar en claro que conversaba solo para no hacerlo sentir mal, porque le agradaba su compañía. ¿Cuánto le agradaba? preguntó Queso, esa noche que los dos partían un bisteck que le costaría a Queso otra tajada del cheque. Valió la pena porque la abogada le estaba contando que su padre era diplomático, su madre era diplomática y los tres viajaban por todo el mundo, cambiaban de casa cada dos años. Pero no en el Perú donde ya estaba viviendo más de diez y quería quedarse. Un portón eléctrico con vigilante en la puerta, un vigilante que seguía el auto a paso rápido cuando la puerta ya se había cerrado y le abría la puerta a la abogada y saludaba a su amigo. Una casa donde todo tenía que suceder en silencio. Ella bajaba la voz y hasta los pasos se amortiguaban con el grosor de las alfombras. Entonces la abogada sacó una botella de vino, le sirvió un vaso de Pinot Grigio helado, le confesó que le agradaba mucho salir con él–ante la insistencia de Queso. Le dijo que se había convertido en su mejor amigo y que, por lo tanto, tenía que empezar a contarle de sus salidas furtivas con el dueño de la compañía donde trabajaban, que él era casado, pero la invitaba a la oficina con cualquier pretexto para besarse y le dijo que al comienzo ella se había resistido y había pedido renunciar pero que él se había comportado como todo un caballero.
Tres días después de aquella confesión, Queso estaba parado en una galería de arte, con una copa de vino helado en la mano, cuando la Gringa apareció para sacarlo de la duda. En el nuevo universo, la Gringa también tenía sus sueños de artista y estos no sucedían en Lima ni en Europa. En ese universo, Queso trabajaba diez, doce horas al día y juntaba dinero para un viaje de un mes de vacaciones recorriendo Europa, mientras la Gringa vivía con Yuyo, el ex enamorado, su sueño de vivir en el Cuzco dedicada a su arte. Esos dos universos eran imposibles de juntar. Si bien cabía la posibilidad que marchasen uno al lado del otro ¿no es cierto? Si no, cómo puedes explicar Gringa que estemos otra vez aquí, diez años después, olvidando de lo que pasó, de que nada resultó como tú lo habías querido, que yo me largué no solo de esta ciudad sino del destino que no me ofrecía lo que yo quería tener. Porque parecía que algo se iba a reventar dentro mío, tal vez solo una esperanza es verdad, pero yo había vivido hasta entonces como el más tonto de los esperanzados y tal vez Heráclito y Bellow tenían razón y mi futuro era mi carácter, y mi carácter Gringa, es así.
Y Queso no tuvo más que decir, no quiso decir más porque sentía que si alguna vez había triunfado la amistad fue esa noche. Ni antes ni después. Y que todo lo que tuvo que decirle antes de largarse del Cuzco, aquella mañana después de la sesión de San Pedro a donde los llevó la Mami, estuvo bien. Fue acertado abrirle su corazón y decirle a La Gringa que ella tenía que intentar otra vez con Yuyo, ser paciente, tratar de quererlo otra vez, seguir sus sueños. Antes de marcharse al aeropuerto se lo repitió, para que la Gringa no creyera que después de lo que pasó esa noche él se había olvidado. Le repitió las mismas palabras que parecían dictadas por esas estrellas que llenaban la noche sobre el patio de la casita taller: ella y el Yuyo habían decidido anclar para dedicarse a soñar. En Lima solo lo esperaba esa oficina, diez horas al día de trabajo. Si bien ya no se cruzaba tan seguido con la abogada y ella al final había perdido la costumbre de dejarle mensajitos idiotas en el celular. ¿Fue un buen consejo?
Miraron el mar, mientras que el mesero del restaurante les decía, bajando los ojos como disculpándose por querer irse temprano a su casa: “Solo les puedo servir un último trago a los señores porque estamos cerrando” Se fijaron en la bahía de Miraflores. Aprendieron que aquella era la mejor hora para venir a este lugar. Era, tal vez, la única hora del día en la cual podían escoger esa mesa–la mejor del restaurante–la única desde donde se podía ver las luces de Chorrillos y Barranco, los barcos adormecidos reflejando la luna, anclados al lado del Regatas. Y a esa hora, sin sentirse culpable de nada, ni por estar quitándole a nadie la mejor vista, con el mar a la espalda. Esa muchacha le sonreía mientras él le recordaba alguna frase que intercambiaron cuando caminaron la primera vez por el malecón. Queso pidió un chilcano de pisco y ella otra cerveza. La amistad había vencido, pensó Queso. ¿De qué otro modo se podía explicar que él estuviera otra vez al lado de ella, conversando de toda la vida como si no hubiera pasado nada? Sin ningún deseo de besarla, apreciando las dificultades de la Gringa; mientras ella escuchaba las insignificancias de una vida que era bastante feliz. “Nunca dudé que ibas a conseguir una muchacha linda” Fue una noche con bastantes silencios. El Queso sintió que cada silencio era como una fachada sostenida por toneladas de voces que llegaban del pasado, de recuerdos que se expresaban como mejor podían. La Gringa lo miró mientras sorbía el primer trago de su cerveza. Así nomás, dijo ella, mirándolo a los ojos con una sonrisa desde atrás del pico de su botellita, dejando que el mesero se alejara de su mesa con pasos torpes y con la cabeza baja, como disculpándose porque la Gringa no usaba el vaso mal lavado que le había dejado al lado, o tal vez por las luces que se habían bajado de intensidad porque el restaurante ya estaba cerrando, porque era casi la una de la madrugada y a ellos dos se le estaban acabando las opciones. Una amiga que estaba sufriendo, pensó Queso. Mucho más que lo que él sufrió cuando le llegó ese sobre con los detalles bordados y vio ese pedazo de cartulina blanca en la que sus tíos y los padres de la Gringa los invitaban al matrimonio de sus queridos hijos Yuyo y la Gringa. Sírvase pasar a los salones después de la ceremonia. Mucho más tristeza, con seguridad–pensó Queso–que aquél minuto luego de abrir el sobre, en la oficina, cuando tras echarle una mirada a su saldo en el banco llamó a la agencia de viajes y compró un pasaje para Europa. “Ese día, tiene que ser para ese día. ¿No hay vuelos para París?¿Para donde entonces? Está bien. Un pasaje para Lisboa, a las diez de la mañana. Escala en Nueva York, claro, muy bien”. Ahora ella le podía hablar de sus hijas, del dolor que le significaba el abandono de su padre. Le podía decir que ellas se estaban olvidando, que ya no preguntaban tanto por él. La Gringa le podía contar con detalles cómo la más pequeña, la que más se parece a Yuyo está yendo a clases de ballet, y le gusta. Y que la menorcita dibujaba muy bien. ¿Y ella? Ella estaba viviendo nomás. Siempre tenía que hablar con voz de tragedia ¿no?¡Dramaqueen! Así la llamaban los otros miembros de la familia ¿Y las fotos? ¿Estás haciendo fotografía? La Gringa le podía contar que estaba en este proyecto con un artista inglés, que había venido dos veces a Lima para verla.
Podía escucharla sin sentir remordimiento. Es más, muy convencido de que la decisión de irse a vivir a Europa sin mucho dinero no fue tonta, ni apresurada. Que aquel viaje apresurado contribuyó a que se solucionaran ciertos temas. El matrimonio de Yuyo y la Gringa fue la mejor solución. ¿Se acordaba ella de lo que le dijo Queso antes de partir del Cuzco, la última vez? No, no se acordaba. Y Queso se sorprendió de que incluso aquello no le afectara. Que lo que él consideraba su diálogo perfecto en la despedida, a lo Casablanca, ella lo hubiera confundido en diez años de problemas. Porque tú no eres Humprey Bogart, Queso. Ella no era la mujer con la que tenías que saltar agarrado de la mano desde el puente, y tampoco existió jamás un mar perfecto al cual desbarrancarse gritando un poema de Keats.
La brisa, casi con ternura, complementaba el paisaje de la madrugada. ¿Quieres probar? Ella se acercó a probar un sorbo del chilcano de pisco. Dos vidas no tienen que estar condenadas al sufrimiento. Aquello es lo que hubiera sucedido. Queso se hubiera metido en sus proyectos, ella se hubiera inmiscuido en los proyectos del Queso (que eran: viajar, vivir pobre, sufir hambre, casi morir atropellado, despertar a media noche pensando en regresar, viajar en trenes con temor a ser atrapado y deportado, fumar todo tipo de porquerías en España, encontrar a una muchacha en un bosque de Leiría: ¿De dónde eres? ¿Quebec? Siempre he querido ir a Quebec. ¿Trabajas en Portugal? Mucho mejor, yo vivo en Porto. Haciendo libros para la comunidad, un proyecto muy bonito. ¿Tú eres enfermera? Tengo un dolor en el pecho, no sé qué tomar. Jamás hubiera encontrado a esa muchacha en Leiría, en ese bosque a la medianoche, si no recibía ese parte de matrimonio y decidía viajar.
Terminó su chilcano y la Gringa se acabó la botella de cerveza. ¿Dónde vamos? Aún hay lugares abiertos en Barranco y un taxi está casi esperándolos. El taxista abre la puerta. Ese no, dice la Gringa, como si supiera que aquél no era el auto donde el destino los estaba esperando, cruzando esa calle, ese barrio, ese semáforo en rojo. Esos son muy caros. «Mira, tomemos uno en la calle, ese que viene». ¿Tico? No quiero un Tico. Súbete nomás. Y ella al subir al taxi le coge con suavidad el poto y Queso piensa que solo los buenos amigos se pueden coger el poto de aquella manera tan suave y sin doble intención. Se sube al taxi y arrancan hacia Barranco.
The Denial of Saint Peter by Caravaggio (Met Museum, NY)
–Hasta la mitad del pasillo, doble a la izquierda y suba las escaleras.
Plap-plap-plap brum. Tanta gente que habla Did you come in January too. Moooom. Shuuut up. Las voces de los miles de visitantes hacen eco en los pasillos de las escaleras mientras subimos al segundo piso. Puertas de vidrio, dos guardianes, un hombre y una mujer bien enternados. ¿Guachimanes?¿Cuánto le pagarán a estos vigilantes del Met? Tal vez es requisito que te guste el arte. Algunos se ven un poco aburridos. Pisos bien encerados. Parecen no darse cuenta pero si te acercas mucho a los cuadros allí aparecen, te señalan la maleta: On the side or in the front, not in the back. Te imaginas a un distraído cualquiera volteando de improviso para buscar un pasillo por donde se ha perdido alguien y de repente. PumCrssshhh. ¿Era eso un Rodin?
Sudor. Hace unos minutos Marcelo se ajustaba la chalina en la 86 caminando hacia Central Park, sosteniéndose el sobretodo con una mano porque se le han caído todos los botones, con el gorrito de alpaca que se le sale la peluza y deja ver la frentaza. Voces del pasado: su madre exprimiendo limones para que el cabello se quede pegado hacia atrás. Que se vea bien la frente. Sino se calza la frente. Pero huele a limón. Un niño sentado en la carpeta con el cabello oliéndole a limón. La señorita Zoila poniéndolo en una fila de a dos, hora de educación física. Esa chiquita morenita con dos trenzas a un lado pidiéndole que la cubra para ponerse el short azul. Su primera amiga. Mami, tengo un amiguito con olor a limón. Y ahora todo el calor de golpe. Buscando la puerta, la gente, allá está. Un grupo grande con pinta de turistas.
La señora que parece ser la guía. Fíjate en el membrete colgándole del cuello y la cinta azul: Met_opoli_an Mus__n. Debe ser. Alguna experiencia tendré después de haber venido tantas veces. El color de las paredes, limpio, dejando que los cuadros sean los personajes…the half face here. You would say she is the main character. I would say he is, because we know his name..rich family from Florence. Everything belonged to him, the landscape in the back, even she belonged to him... Vestida de rojo, porque rojo era un color caro por la receta secreta de los bichitos españoles, el segundo más caro en Florencia después del lapizlázuli. Y el vestido diseñado para que los ojos de todos se fijen si la chica estaba en Bolivia. Allí estaba el heredero. The king is dead. Long live the king ¿A quién se le ocurrirá esa jerga? Jeringa. Y cuando caminaba por la calle debe haber sido como en Lima, cuando lo dejaban en el auto parado frente al Banco Hipotecario de la esquina de Larco con Benavides, frente a un edificio donde había una galería en el segundo piso. Y durante una hora, mirando a la gente pasar por allí, a los vendedores ambulantes, a las mujeres, a los hombres con anteojos. ¿Por qué se acordará de un hombre con anteojos de luna un poco gruesa y marco de carey, vestido con una chompa color café claro? Avenida Larco y los pasos de los limeños, las limeñas. Sintiéndose un voyeur, entendiendo que se puede pasar el tiempo mirando a la gente, alguien que voltea a mirarle el poto una señorita bonita. En esa época no se usaban aún los jeans al cuete. ¿Quién les habrá puesto «al cuete»? ¿El mismo que inventó lo de «en Bolivia»? Mucha gente que no lee en el país y sin embargo todos esos juegos de palabras. Cuando estaba de moda el modelo Trinitron, a este muchacho con una cabeza prominente le llamaban trimitrón. Y ese otro chiste: los muchachos pegados a la reja de la casa gritádole a su amigo «Cabezónnnnnn, cabezóooooon». La mamá sale furiosa y les da una reprimenda a los muchachos acerca de sus modales. Y por fin ellos cabizbajos le preguntan si su hijito está en casa, ella dice un momentito y grita hacia la casa
–¡Cabezóoon, te buscan tus amigos!
Las palabras son para jugar. En algún lugar leyó Marcelo que no se puede tomar en serio la literatura. Como ese muchacho que pide que le pongan la foto tal, una foto muy posada y tal y que la foto vaya con leyenda y nombre del fotógrafo y que todo sea escrito en inglés. «¿Es tu amigo? ¡Qué hincha las pelotas que es el tipo ese!»
La guía sigue hablando sobre la pintura en Florencia. Muchos detalles, describe como se pintaba en esos años con la yema del huevo y el pigmento que venía en unos bloques que el pintor debía transformar en polvo. Pero los colores se mantienen a lo largo de los siglos. El óleo en cambio se oscurece. Recuerda su entrada por las escaleras mecánicas hacia la Capilla Sixtina, mientras por los altavoces se les daba instrucciones en todos los idiomas. Los frescos habían sido recién pintados. Los colores eran brillantes, tal y cual habían sido cuando Michelangelo pintaba allí de espaldas sobre los andamios, tal vez pensando en sus deudas, sin imaginarse que esos dos deditos que se tocaban alguna vez iban a estar fotocopiados en una historia en tono burlesco en un periodiquito del colegio Recoleta. Ja. Mariátegui dice al final de La casa de cartón, que si hubieran sido otros tiempos a Mr. Benavides lo hubieran matriculado en la Recoleta. Pero como esos tiempos ya eran otros tiempos, fue matriculado en el colegio alemán y pum, leyó buena literatura en vez de tanto bodrio de la edad de oro española, se volvió agnóstico y le salió una novela brillante. Y eso que era un vago. Igual terminó sus días en Larco Herrera. Es un arte para locos. Los ensayos de Luis Loayza Sobre el 900 están llenos de esa gente, exalumnos recoletanos. García Calderón, Riva Aguüero; en los salones de Francia llenos de pompa. Pompa fúnebre. Esos son los white dead man de la literatura peruana. Ya nadie los lee ¿Con razón? Su francés les daba para meterse en los salones y lucir sus trajes comprados con el dinero que producían sus haciendas. Mi francés apenas si me alcanzó. Pero te alcanzó Marcelo. De qué te quejas. La mamá de ella preguntó si hablaba francés y Marcelo repitió su veintiúnica frase con correcto acento Madame Madicló-Madame Fransuás. Y la mamá cachetona complacida empezó a delirar en francés explicándole toda la lista de quesos de la región dispuesta en fila sobre la mesa. Para qué te quejas, Marcelo, para qué te quejas. El papá era medio autista, pero muy simpático fueron a comprar langosta en el Renault y descubrió que los pescadores franceses tenían bolsas impresas con el nombre de su negocio y eran empresarios respetables, con cuotas y leyes que protegían al gremio.
If there are no more questions, please follow me. Nunca tengo preguntas. Todo es nuevo. Escucho lo que me dicen y lo asimilo, luego lo olvido. Por eso tiene sentido escribirlo un día después o tal vez no tenga sentido. Como dijo Maltés “si al menos lo escribieras en inglés” pero claro que en inglés no se siente la misma soltura. Pero por eso mismo. Para que practiques. Dah. Comodidad. Esa es la palabra. El mínimo esfuerzo. Un esfuercito. Umm. Yatá.
Si fuera un texto 100% joyceano, acá deberíamos mencionar que los dos llegaron tarde–corriendo escaleras arriba en busca de la guía–porque se demoraron en el baño, porque se agacharon con disimulo detrás de cada estatua para ver si el escultor había hecho el trabajo completo. También tendríamos que mencionar a su Catita. Catita por el lado peruano, muy Adán; y su Molly por el lado inglés, muy Dedalus. Ja. Más en edad de Bloom. Su Catita y su Molly. Su Molly mataría a sus pretendientes agarrada de su almohadón pensando en sus cupones del domingo. Su Catita Adán vagaría por el malecón, volviéndolo loco. Basta. Ahí hay un libro. Qué libro va a haber. Sigue a la dama. Se olvida de las cosas, agarra viada y luego se para en seco. ¿Primeros síntomas del Alzheimer?
Llegan hasta un tríptico. Patinir. Un holandés. Se abre en tres cuadros bellísimos con fondo de paisaje bucólico, río, árboles, campo, largo y profundo campo en perspectiva, mientras al frrente se flagela San Jerónimo por haber traducido mal la biblia del griego al latín y haberle puesto cuernos a Moisés: el cornuuudo. Acá todo encaja: Moisés el cornudo y Bloom el cornudo, paseando por el Met. Si hubiera estado bailando al costado de la fogata allá en su dulce Silaca de junco y barquillos los muchachos se le hubieran prendido y lo hubieran rodeado mientras bailaba gritándole: y que no me digan en la esquina, el venao, el venao. Behind there is a painting. Sin embargo nunca se asomaron a verle el behind. Con las tres plaquitas de esta versión holandesa del retablo ayacuchano pero 2-D (lo que prueba de que estaban adelantadas en algo aquellas civilizaciones del período quechua tardío ¿o era horizonte tardío?) se acaba la explicación y el grupo se mueve hacia otros maestros holandeses que ya ha visto. Yala, yala. Nada nuevo. Y acá llega. Tatáaan: Caravaggio. El bravucón, rebelde, peleador, muchachada del karamanduka; todo junto, un artista con p de patria, embravecido, no se metan conmigo, ¡En mi caravaggio no! Una puñalada de más y se nos fue exiliado hasta Malta y después a Nápoles. Allí pinta esta obra maestra: La negación de San Pedro. Ojitos por donde andarán. Cariño bonito. Y sus ojitos me quieren mirar pero si Caravaggio no los deja, ni siquiera parpadear. Sin compasión, el guardián entre sus senos, a Holden Caulfield también le gustaba el Met. Señalándolo todos al culpable, ignorante San Pedro porque esto fue antes de su epifanía. Ajá. Todo conecta ¿no? El viejo mundo, el nuevo mundo y eso que decía el bendito ciego sobre que todos tenemos de hebreos y de griegos. Mil años después alguien dirá todos tenemos de peruanos. Qué va. Deliras de nacionalismo Mr. Leopoldo Bloom. Y tú también Dedalus, sin embargo mira lo que hiciste con Dublín. Tengo que ir, pasearme. Sé que hay temporadas en que los pasajes bajan de precio. No te cuestan un ojo de la Caravashio. Como argentino. Borges. Un pasaje sobre la pampa en el libro de Pynchon. Criaturitas de Dios decía Inodoro Pereyra. No te vayas por la tangente. Caravaggio: bien pintado.
Habían pasado por la sala de artistas contemporáneos y ella le dijo que el arte es importante solo si significa algo para ti. No importa nada más. Si te dice algo. Las demás cosas alrededor del arte tienen que ver con una serie de factores que siempre escapan de las manos del artista adolescente. Casi lo mismo sucede con la literatura, dijo Marcelo. Una obra de arte hecha de palabras. No hay que buscar una historia sino sensaciones. Sensaciones negras sobre pantalla blanca. Mirando esas abstracciones, círculos, goma sobre óleo, ojos sin vida como los de Modigliani, ahorro de material como los de Giacometti. Marcelo recuerda el día que una obra de arte le dijo algo espectacular. Una pintura de Boticelli en la Galleria de los oficios. Esa sensación es tuya. Nadie va poder sentir lo que tú has sentido. Los críticos de arte están arruinados para experimentarlo porque han perdido esa inocencia con la que una persona se detiene frente a un cuadro y se deslumbra. Así pasó otra vez ese sábado en esa sala. Eran tres figuras en una tela: un Caravaggio. Seguro que ella era una prostituta, él era un ladrón tal vez. Hombre de poca fe, acércate y niégame antes de que cante el gallo. Por favor.
El mar me ilusiona. Recuerdo haber estado caminando por Madrid, observando un punto «donde tenía que estar el mar». Al no encontrarlo sentí que la geografía había fallado. No me parecía posible vivir bien en una ciudad lejos del océano. En Ubatuba una argentina me dijo que conocía Lima. Su avión se quedó una noche de más y la mandaron a dormir a un hotel en el mugroso centro de los años 80s. Le pregunté si se había asomado por la Costa Verde, si había camnado por los malecones de Miraflores y Barranco. Me respondió que no sabía que Lima estaba al lado del mar. Casi le digo «¿cómo se te ocurre?».
En el invierno, mi hermano y yo íbamos a bogar en La Punta. Usualmente los ejercicios sucedían en un pedazo de mar calmo y estancado detrás de los rompeolas. Lo más riesgoso era darse la vuelta, mojarse y perder los remos en la maraña de plantas bajo el agua. Pero un sábado con sol nos lanzaron a competir en las regatas a mar abierto. Tenía 9 años y fue la primera vez que sentí con intensidad la fuerza del océano.
Tenía tal vez 15 cuando seguí a mis primos y salté desde una peña enorme que miraba hacia el mar abierto. Desde allí arriba parecía sencillo nadar en esa inmensidad y regresar. Sin embargo, allí adentro, demasiado consciente de que solo contaba con mis brazos para volver hasta las peñas, nunca me abandonó la idea de morir ahogado.
Alfonso Reyes tiene un buen ensayo en que escribe sobre los griegos y el mar. Se llama «Un dios del camino» y está incluído en una bella antología de sus estudios helénicos, editado por Fondo de Cultura: Junta de sombras. Allí Reyes desmitifica la imagen del griego que se trepa apenas puede a su barquichuelo y se va a navegar en busca de aventuras. «A ser dable, se prefería rodear los golfos y radas, mejor que cruzarlos», dice Reyes.
Estando en camino a Puerto Montt conocí un ferry. Es un crucero breve pero rodeado de automóviles y familias ruidosas. En Nueva York, el ferry gratuito que cruza hasta Staten Island es una experiencia que siempre recomiendo.
En Lima manejaba de más solo para poder encaramarme con mi refrigerio–un taco, un sánguche–sobre esas rocas al lado del Salto del Fraile, observando el mar. Cuando llego a una ciudad me llama el agua. Ese mundo líquido me promete en silencio, me lleva a otros mundos sin que yo me haya movido.
De joven nunca tuve problemas escogiendo dónde me gustaría pasar el verano. Mi familia tiene acceso, desde hace más de un siglo, a una playa casi privada. Las familias de los veraneantes vienen del mismo pueblo, y todos ellos están emparentados de uno u otro modo.
La playa se llama Silaca y queda a poco más de 590 kilómetros de Lima.
De Silaca guardo muchas memorias. Casi todas maravillosas. Muchas de ellas están condensadas en este cuentito llamado «Visitando la playa» que he revisado y reescrito varias veces desde el año 2005. Es un cuento escrito en un estilo muy clásico, sin más pretensiones que rendirle un homenaje a un paisaje y a la familia de mi madre, que siempre me recibió con los brazos abiertos, que me alimentó, que me cuidó y que aguantó los errores que cometía este limeñito sin conocimiento de los códigos del pueblo, que llegaba allí para alimentar sus fantasías de escritor. Hoy, este cuento ha sido publicado por el generoso equipo editorial de la revista española online Frontera D, que reviso regularmente desde que hace ya algún tiempo me llegara un cuento publicado en ella por Edmundo Paz Soldán.
El epígrafe de mi cuento es de Hamlet: el drama de un joven privilegiado lleno de dudas y de inseguridades. Así es el personaje principal de Visitando la playa y así me veo yo en ese tiempo, cuando visitaba esa playa, olvidándome de la Lima donde la mayor parte de mis amigos pasaban otro tipo de vacaciones; sintiéndome privilegiado por acceder a ese universo donde podía experimentar otras sensaciones; amar y desear de un modo distinto que en la ciudad.
Ahora, ya publicado, estoy seguro de que no lo volveré a revisar. Esta versión en FronteraD es la definitiva. Ojalá les guste. El cuento viene con una preciosa ilustración de Raúl.
Se llamaba Mami. Vivía en un caserón virreinal, bello pero endeble. Luego de tantos terremotos uno se preguntaba por qué jamás se había venido abajo. La mami era adinerada, decían, pero vivía con medios bastante discretos en aquella mansión desde donde daba consejos. Se la entregó en consignación un cusqueño millonario que la conoció en Lima. Al poco tiempo de vivir en ella, la Mami convirtió a esa casona en un refugio: allí llegaban muchachos que iban al Cuzco buscando la energía mística de la ciudad imperial. Mami los recibía en su habitación, apoyada contra las almohadillas, sobre una cama de metal dorado sobre la cual se amontonaban una capa sobre otra de sábanas y edredones de seda; telas de colores–tesoros familiares que ella heredó de sus antepasados franceses–que a Queso le evocaron dormitorios de realezas europeas.
La primera vez que fueron a verla–casi antes de la medianoche–, Yuyo entró a su habitación, mientras Queso y la Gringa esperaban sentados en dos sillitas de una antecámara. La Gringa intentaba resolver un problema de hilos enredados de la chompa que tenía puesta, mientras Queso observaba con ansiedad los desperfectos del piso de madera negra y de los rincones donde se juntaban las paredes con los techos altos.
Queso no se había recuperado aún del todo de su excursión de la tarde a las chicherías de la ciudad. Tenía el estómago descompuesto, y hubiera preferido echarse a dormir, pero ya estaba hecha la cita con la Mami, y tanto la Gringa como Yuyo querían que la conozca.
Se escuchó una carcajada en la recámara y unos pasos lentos y graves que se acercaban a la puerta. Esta se abrió con una fuerza medida. La Mami tenía un ímpetu atemperado, demostraba interés y franqueza sin dejar de lado una cuota de misterio, que le serviría de recurso–pensó Queso–cuando le tocara dar consejos sin haber comprendido el problema del todo. Tenía ojos muy grandes y azules. Su ropa parecía la continuación de su cama: trozos de telas vaporosas, combinaciones de colores superpuestos según el ánimo de su espíritu. Su edad era bastante indefinida. Podía tener 60 como 40 y tantos. Su piel delataba muchos cuidados, sin embargo cuando sonreía–después de cada breve frase, de cada consejo rápido–saltaban todas las arrugas alrededor de su boca y de sus ojos. La piel de sus manos era la de una anciana. Sus dedos se veían frágiles: volaban en gestos cuando ella hablaba, daban la sensación de abandonarse al destino.
Salió de su habitación para darle un abrazo redondo a la Gringa, sin decir palabras; y otro en triángulo al Queso, bendiciéndolo y dándole la bienvenida al Cuzco
–¿Quieren cerveza? dijo después de saludarlos.
Sin esperar la respuesta, avanzó hasta el umbral que daba al patio y dijo un nombre. Apenas terminaba de resonar su voz, cuando chirriaron los goznes de una de las tantas puertas que rodeaban el patio. Desde ella apareció un muchacho de aspecto bellísimo: cabello largo, rizado y muy claro, con anteojos de borde negro; que se acercó corriendo para saludarla. Le dijo a la Mami que ya se había acabado la cerveza, que solo quedaban unas botellas de whisky y de vodka. La mami volvió al cuarto. Desde donde estaban parados la vieron abrir uno de los cajones de su mesa de noche y regresar con un billete. Despachó al muchacho con instrucciones para un six pack de cerveza: «Cusqueña por favor, y trata de que te la den helada. Nunca tienen cerveza helada en estas tiendas». Después los hizo pasar a su cuarto. El Queso y la Gringa se acomodaron al lado de las esquinas de la cama y Yuyo se dejó caer de espaldas sobre el colchón, muy cerca de la Mami. Ella le acariciaba el cabello, y él parecía gozar del cariño de sus dedos largos:
–A veces–dijo la Mami–uno se va al mercado en busca de un mandado. Un tomate, digamos. Salgo en busca de un tomate, así y asá, un tomate perfecto para preparar una ensalada, digamos. Entonces uno se va hacia el mercado, cruzando la plaza de lado a lado, pensando en el tomate. No se fija en el cielo azul, bellísimo después de toda la temporada de lluvias. Tampoco se fija en la Catedral, en la complejidad de su piedras talladas que arrojan unas sombras preciosas bajo el sol. Uno se va a buscar el tomate perfecto, y en el camino al mercado no ve ni las piedras incaicas, ni las flores que parecen abrirse para él, ni la señorita de ojos grandes y dulces que lo mira pasar, que hace un gesto de acercarse, pero que lo ve pasar tan rápido en busca de su tomate que se detiene y ya no lo saluda. Entonces uno llega al mercado y se va al puesto de los tomates, y no se fija ni en las lechugas, ni en los rábanos, ni en las hogazas de pan recién hecho, ni en las frutas deliciosas que esperan ser cogidas, mordidas y entregarle a tu boca toda su dulzura. No. Digamos que uno estira la mano y coge su tomate y se regresa feliz a la casa, apurado sin mirar a ningún lado, a nada, a nadie. Así es nuestra vida a veces. Está llena de cosas interesantes, de descubrimientos, de aventuras excitantes, que no vemos, que ignoramos, que desperdiciamos por tener un solo objetivo en la cabeza. Es una vida pobre. No porque tenga que ser así, sino porque nosotros lo decidimos así, cuando nos negamos a fijarnos en nada más que en lo que queremos.
Lllegó el six pack de Cusqueña y la Mami destapó cervezas para todos, incluso para el joven de anteojos de borde negro que se acomodó con las piernas cruzadas sobre la alfombra del dormitorio.
–Así era la vida de Sandro–dijo la Mami, señalando a ese muchacho. En Buenos Aires, recibido de doctor en energía nuclear, listo para ser un genio de la ciencia a los 21 años. Entonces se dio cuenta que todo lo que había hecho en la vida era estudiar. Que era un extraño en su familia, que sus hermanos no sabían cómo tratar con él, que para las muchachas parecía un idiota que sólo sabía de ciencia y de números. Se dio cuenta de que tenía todo lo que había deseado y que eso no lo hacía sentirse mejor. ¿Entonces qué hiciste, Sandro?
–Mami, tuviste que decir además que yo pesaba 250 kilos–dijo Sandro.
–No tiene mayor importancia.
–Para mí sí, Mami. Era una pelota de playa. Me había empezado a fijar más en mi cuerpo y lo odiaba. La noche en que me recibí de ingeniero entré en una gran crisis. Me encerré en el baño, me deshice del diploma mientras cagaba, lo partí en pedacitos y lo pasé por el water. Luego me corté las venas. Entonces Sandro les enseñó las dos muñecas con el rastro apenas visible de los dos tajos.
–Y cuando despertó en el hospital dos días después, sus objetivos eran otros–dijo Mami.
–Quería vivir. Me fui de mi casa, encontré amigos–no los mejores, es la verdad. Empecé a hacer cocaína. Perdí muchísimo peso, me fui a vivir con una muchacha adicta, al norte de Argentina. Nueve meses después de mi primer intento de suicidio me internaron otra vez en un hospital donde estuve en coma por una semana. Al salir de allí, tenía pocas esperanzas. Entonces vi a una enfermera, una muchachita trigueña y muy delgada, quien me observaba desde detrás del mostrador del hospital, cuando yo estaba saliendo. Ella me miraba como si me estuviera estudiando. Era una mirada de una compasión aterradora. Yo no me había visto en un espejo en mucho tiempo y no podía juzgar mi apariencia. Sin embargo ya entonces mi peso estaba por los 90 kilos y mi ropa era la que había empacado cuando salí de Baires y pesaba 250. Pero la cocaína me había arrasado el rostro, le había quitado la vida a mis ojos. Estaba listo, otra vez, para matarme. Entonces me detuve a mirar a la enfermera. La tengo que haber mirado con infinita devoción, porque ella se acercó y me dio un número de teléfono. “Si lo llamas, él te va a ayudar. Tu vida al fin tendrá sentido”, me dijo ella. Pensé que me estaba dando el número de una iglesia, de algún cura. Recuerdo haber metido el papelito con el teléfono en el bolsillo de mis jeans pensando que me iba a decepcionar otra vez. Sin embargo no tenía grandes opciones. Estaba esperando el autobús. Me iba a buscar a la muchacha adicta que lo primero que iba a hacer sería enseñarme de dónde robarnos el dinero para comprar la coca. Yo sabía que no podría hacer aquello por más tiempo. Que después de hacerlo tal vez una vez o dos veces más, agarraría el valor para cortarme las venas o para lanzarme frente a las llantas de un camión. Así que me moví del paradero y me fui hasta un teléfono público en la puerta del hospital. De allí llamé. No era el teléfono de un cura, sino de un chamán.
Sandro miró alrededor. Sabía que su pequeña audiencia estaba intentando imaginarse cómo ese ingeniero nuclear con las muñecas tajadas y 250 kilos llegó a convertirse en lo que era ahora.
–El chamán me dijo que estaba esperando mi llamada. No solo eso. Me dijo que mis padres habían muerto en un accidente. Que no debía regresar a Buenos Aires porque mis hermanos estaban trancados en una batalla de mala sangre por el dinero de la herencia y las propiedades. Dijo que iba a recogerme, que lo esperara en dos horas en la gasolinera de la carretera 9. Lo fui a esperar. No solo por lo que sabía de mí–creo que en otro momento de mi vida aquella información me habría hecho huir–; sino porque me dio confianza su voz y porque, como ya dije, mis opciones eran mínimas. En ese momento me chocó percatarme de lo poco que me interesaba mi familia. Palabras como «padres» o «hermanos», que para muchos tienen un contendido sentimental muy fuerte, para mí eran solo sílabas unidas entre sí. Entendí que lo que necesitaba era llenar mi vida de sentido y que ese chamán me iba a indicar el camino.
Él llegó puntual, en una camioneta amarilla y un poco oxidada; una pick up Ford de una cabina. Se llamaba Julián. Además de ser trigueño (extraño color para nosotros los porteños, pero que era tan normal en aquella región alrededor de Jujuy), Julián era alto y con contextura de ropero. Tenía una barba semigris y cuidada, el cabello completamente blanco, muy largo y amarrado en una colita. Lo primero que hizo fue darme un abrazo. Entonces empecé a llorar. Por un rato largo, consciente y muy avergonzado de estar mojándole el hombro con mis lágrimas, pero incapaz de contenerlas. Julián me dijo que allí se acababa una vida y empezaba otra. Me preguntó si no me importaba dejar las propiedas y el dinero–al menos por ahora, dijo–mientras me concentraba en un objetivo más trascendente. Si no me molestaba vivir entre las montañas, lejos de la gente. Le dije que quería cambiar, que no me importaba nada, que quería vivir, pero de otra manera. Me dio un beso en la frente y me subí a su camioneta. Vivía solo. Yo iba a ser su asistente. Meses después le pregunté por qué me había escogido a mí y no a otro. Me contestó que yo era su misión. Cada cierto tiempo tenía misiones como la mía, que se las mandaba la madre naturaleza. Era energía descompuesta que tenía que ser reparada y puesta en marcha otra vez. Julián me enseñó a leer el cielo, a escuchar a las montañas, a ver ciertas cosas en los ojos de la gente. Estudiábamos al aire y a la tierra. Julián tenía una colección enorme de rock de los 70s y no era raro que nos quedemos por la noche escuchando a Led Zepellin y tomando cerveza. Una noche de esas, me contó cómo se convirtió en chamán. Tuvo una esposa y una niña, pero los perdió por culpa del licor. Entonces vivía en Córdoba. Conoció a una turista norteamericana que viajaba hacia el Perú. Después de pasar una noche juntos, ella lo invitó a acompañarla. Cruzaron Bolivia en un par de semanas, se alojaron unos días en una isla en el Titicaca y al final llegaron al Cuzco. Julián dijo que para entonces ya no eran pareja. Él había vuelto a tomar, dormían en el mismo cuarto pero en camas distintas, y Julián se emborrachaba tanto que ni distinguía a los hombres que se acostaban con la mujer. En un pueblo del valle del Urubamba, un indio lo encontró tumbado a la salida de un bar y se lo llevó cargado. Julián me dijo que despertó de la borrachera en casa de este hombre y pensó en huir. El indio sólo hablaba quechua pero de una manera tan clara que Julián entendió todo. Ese día parecía que iba a granizar y las siembras de su gente estaban a punto de ser cosechadas, el hielo las iba a arruinar. El indio lo estaba invitando a que sea su ayudante y lo acompañara. Julian aceptó. Le dijo que iría con él pero que después se largaría. Así que ambos subieron a un monte cercano donde el indio preparó una infusión con mezclas de hierbas y hojas de coca. Julian me contó que se arrodillaron y el indio empezó a rezar. El indio besó la tierra y abrió el pequeño morral que cargaba cruzado sobre el pecho. Sacó una vara. Se levantó con lentitud y alzando la vara hacia el cielo, hizo un movimiento brusco de un lado a otro: las nubes que tapaban el cielo se movieron, se disolvieron y brilló el sol. Julián se quedó helado. Atribuyó el milagro a su resaca, a las hojas de coca, a las hierbas de la infusión. Sin embargo al regresar, la sala de la humilde casa del indio estaba repleta de las ofrendas: sacos de todo tipo de grano; tamales y otras comidas; gallinas y cuyes amarrados a las patas de las sillas; y porongos repletos de chicha. Julián le dijo al indio que quería aprender. Éste le señaló un cuero de llama tirado sobre la tierra del suelo: su cama . Julián se quedó allí, durante algunos años, como aprendiz.
–Por eso es que cuando yo pude salir; después de aprender, de vivir con Julián durante casi tres años, después de olvidarme de aquella pesadilla que fue mi vida, listo para regresar a Buenos Aires y recomenzar–de cero, sin carga–lo primero que quise hacer, antes de volver, fue venir al Cuzco. Y acá, encontré a la Mami.
–¿Y has buscado al chamán que le enseñó a Julián?–preguntó la Gringa
–Se murió hace varios años. Julián ya me lo había dicho porque al parecer conversan de vez en cuando. Sin embargo fui a su tumba y dejé un regalo.
–Chicos: mañana vamos a ir al valle porque es noche de luna llena–dijo la Mami. Vamos a hacer una sesión de San Pedro ¿Quieren ir?
El piloto de la camioneta les ofreció un cigarrillo como si les ofreciera un bote salvavidas. Los había encontrado a ambos, Renato y María, tirando dedo al borde de la carretera que cruzaba la pampa rumbo a la ciudad. Eran las 8 de la tarde. Renato y María se habían detenido a pocos pasos de un grifo, luego de caminar un par de kilómetros desde San Luis. Llevaban casi todo el día en los bordes de la autopista, pues venían cruzando la montaña, con la idea de llegar al otro lado del continente antes del día siguiente.
Renato y María aceptaron el cigarro, subieron sus maletas a la vieja camioneta pick up, y se fueron con él. No les prometió llevarlos hasta la siguiente ciudad–porque el siguiente pueblo estaba a más de dos horas de camino–pero sí les ofreció alojarlos en su casa. El hombre se llamaba Vicente, su esposa se llamaba Sofía, y sus tres hijas pequeñas se llamaban Rina, Elena y Catalina.
Vicente y Sofía, a los 22 años, habían recorrido la Argentina a bordo de aquella camioneta. Hacía mucho calor en las madrugadas del verano, así que cargaban con ellos un colchón dos plazas, al que llamaban El Muerto. Tiraban el colchón sobre la tolva y dormían al aire libre. De norte a sur, de este a oeste del país. Fueron sus años hippies. Después Vicente intentó hacer empresa en la capital, llegó a tener un chalet de clase media en Ituzaingó, un pueblo a una hora de tren desde la estación de Constitución; pero se aburrió de eso y de la vida sedentaria y se movió para San Luis. Con esa camioneta repartía las galletas que su hermano, dueño de una fábrica en Buenos Aires, le enviaba todas las semanas. Era un trabajo que le daba lo necesario para comer, para educar a sus hijas y para no deberle nada a nadie.
De la carretera se abría una pequeña trocha, y desde allí el carro entraba hasta su casa de campo: terraza de troncos cubierta de vides, árboles frutales, un huerto de hortalizas y legumbres. Vicente tenía una barba larga y canosa, el jean gastado, la camiseta descolorida y una frente amplia. Su esposa era más bien menuda, muy delgada y enfundada en unos blue jeans desgastados pero muy ajustados que dejaba ver unas piernas bien conservadas. Llevaba el pelo negro lacio y largo. Tenía una sonrisa traviesa y unos ojos pequeños que se le achinaban al enseñar los dientes.
Entraron en la casa y empezó una lluvia torrencial. Renato y María cruzaron una mirada, pensando qué hubiera sido de su viaje por la carretera si Vicente no los hubiera recogido. Se imaginaron corriendo a buscar guarida debajo del techo de la estación de servicio. Vicente les ofreció sentarse, conversar, más cigarros y cervezas. Ese fue el comienzo de una seguidilla de ofrecimientos a lo largo de la noche, porque a ambos anfitriones les encantaba hablar con gente que viajaba, les encantaba volver a hablar de su travesía desde los Andes hasta la Patagonia; les encantaba decir que estaban felices en esa pequeña casa en medio de la nada y que la vida de la ciudad nunca podía compararse con el esplendor de una buena parrillada bajo el sol de San Luis.
Además─dijo Vicente─ lo habían hecho pensando en las niñas, que crecían mucho más tranquilas en ese ambiente campestre que en el violento y despersonalizado centro de la capital. «Cuando terminen la escuela secundaria, las tres tendrán la posibilidad de escoger–ya maduras, ya formadas–si se van de casa, si se quedan a cosechar, a sembrar, a hacer vida de campo o se largan para la capital.»
Vicente invitó a sus hijas a salir a hacer unas compras. Ellas se subieron a la camioneta y partieron enmedio del aguacero, rumbo a la ciudad. De lo que se trataba era de comprar una pizza casera tamaño familiar, mucho más vino, cerveza, cigarrillos y comida. Porque si bien María y Renato explicaron que no querían ser una molestia─con haber conseguido una cama ya eran muy felices─, los anfitriones insistieron.
Vicente y sus niñas regresaron con muchas bolsas y más cuentos de su vida en la ciudad de San Luis. Al llegar a la casa empezaron los truenos. Renato y María volvieron a mirarse; y agradecieron por haberlos salvado de aquella pesadilla eléctrica. El granizo comenzó a destrozarlo todo. Fue como una avalancha encima de la casa. El granizo rebotaba por todos lados. Renato y María contaron asombrados que era su primera experiencia con los trozos de hielo y Vicente dijo que iba a abrir un poquito la puerta y por una hendidura sacó una varita de madera y arrastró un trozo de hielo enorme, como una de esas rocas que las madres usaban en la cocina para chancar ajos. Cerró la puerta apoyándose con todo su cuerpo, un poco preocupado porque la tormenta era más fuerte de lo que acostumbraba ser. Se sentaron alrededor de la mesa y empezaron a hablar bajo el sonido del hielo. Su esposa preparaba la pizza en el horno, pero salía a cada minuto de la cocina para seguir la conversación, reirse y preguntarles qué es lo que los había llevado hasta San Luis.
Renato les contó que él había planeado un viaje al norte aquel verano. Lo más al norte que se pudiera, tal vez cruzando el Canal. Pero María quería ir hacia el sur, asistir a un concierto de los Rolling Stones en Santiago; y después recorrer toda la zona de los lagos e intentar llegar hasta el Atlántico, y luego lo más al sur que se lo permitiera el tiempo y el dinero. Renato dijo que ya estaban a punto de irse por dos caminos distintos, cuando comenzó la guerra con el país del norte. María lo llamó por teléfono apenas escuchó las noticias y a Renato no le quedó otra que acompañarla porque ese verano de verdad quería viajar. Y si bien quería conocer Ecuador, Colombia y Venezuela, tampoco le disgustaba la idea de ver el sur de Chile y a los Rolling Stones. Así que estuvieron primero recorriendo de norte a sur. Tomaron un tren que los llevó hasta Valdivia y después durmieron en posadas baratas hasta Puerto Montt donde el frio parecía ya provenir del Polo Sur. Después tuvieron que regresar a Santiago para el concierto y, cuando se dieron cuenta, se habían gastado casi la totalidad de su dinero entre posadas, comidas, y uno que otro gasto extra: como aquella noche que dijeron «a la mierda» y se fueron a bailar a la discoteca más austral del mundo y caminaron con el mar de la Antártida al costado y el frío polar encima. A la mañana siguiente a Renato casi lo atropella el caballo de una carroza que apareció de la nada cuando caminaban de regreso hacia su posada, medio congelados pero agradecidos por la noche y aún con la voz del vocalista de La Unión cantando Lobo Hombre en París en los oídos.
Un camión los cruzó de un país a otro. Luego los llevaron carros, una furgoneta, una camioneta de aquellas con grúa articulada de la compañía telefónica, camiones y vehículos particulares. María le contó a Vicente y a su esposa como había pescado una bacteria cuando se lavó con el agua de una pileta, en Mendoza. Una conjuntivitis que le transformó uno de sus ojos en una pelota de tenis.
María enseñó su ojo todavía no completamente deshinchado, aunque mucho mejor que aquella mañana en que tuvo que gastarse una parte importante de su poco dinero en comprar una crema carísima para la conjuntivitis. Entonces estaban pensando seguir así a la mañana siguiente, esperando llegar al mar antes de la noche porque ya no les quedaban muchos días: María necesitaba matricularse en la universidad y Renato tenía que volver a su trabajo. La pizza estuvo lista. Vicente invitó cerveza y las niñas se fueron a dormir antes de la sobremesa, que fue donde la tormenta se puso más fuerte y se fue la luz y Sofía les informó que se había cortado el teléfono.
Prendieron las velas y siguieron conversando acerca de los diferentes insultos en los distintos países. Hablaron de Brasil y de Argentina, de Perú, de Lima y de Buenos Aires y de un lado a otro; de caminos que les faltaban por recorrer pero que ellos ya habían seguido; y de la política, la cerveza, el vino y la pizza. Fue la mejor velada de la historia.
Duró hasta que se hizo tan tarde que Vicente sacó al Muerto: el histórico colchón que sobrevivía echado sobre el ropero del dormitorio y que podía ser ofrecido a dos viajeros como Renato y María, sin remordimientos, porque El Muerto se ha hecho no para la casa sino para la aventura, y en este caso eran dos muchachos que bien podrían ser ellos, en una casa caliente pero en medio de la nada. El Muerto estaría satisfecho.
Amaneció en San Luis y el sol ya estaba otra vez sobre la casa y todos estaban despiertos menos Renato. Vicente ofreció preparar un asado en el patio, al que ni María ni Renato podían decir que no. El tiempo para llegar hasta Buenos Aires y regresar hasta Lima se ponía escaso, pero la barriga de los viajeros decía que no se desperdicia un pedazo de buena carne de la pampa cuando has estado varios días al borde de mendigar comida. Así que aceptaron la carne, el vino, la cerveza y los cigarrillos otra vez; y comprobaron que la tormenta había barrido con todas las parras y todas las uvas para ese año. Era un desastre. Sin embargo Vicente dijo estar seguro –lo repitió–de que nada era grave en el campo. A diferencia de la ciudad donde la violencia, la delincuencia, el ritmo de vida, etcétera…
Esa mañana Renato y María conocieron a los perros: cinco pastores alemanes hermosos, de orejas atentas, gordos pero ágiles que oyeron ladrar enmedio de la tormenta. Los perros estaban dando vueltas por el patio de la casa, mientras Vicente calentaba la parrilla y sacaba la carne y ofrecía cientos de historias a los jóvenes hippies. Renato y María sabían que tenían que marcharse, que si no seguían su camino aquella tarde iba a ser difícil que les alcanzara el tiempo para visitar Buenos Aires y hacer el camino de regreso. Dijeron que partían después del almuerzo. Vicente y Sofía insistieron en que tenían que ir a dar una vuelta por los alrededores para enseñarles un par de sitios preciosos a los que tenían que regresar cuando tuvieran más tiempo y estuvieran de vuelta. Tenía que ser rápido porque ya regresaban las niñas de la escuela y había que recibirlas.
Regresando del paseo sucedió la desgracia: Vicente dijo que iba a sacar la camioneta del garaje para llevarlos al camino, que las niñas ya estaban por llegar.
La camioneta estaba metida en un garaje techado, a un lado de la casa. Alrededor saltaban los perros. A uno de ellos le gustaba echarse detrás de la llanta. Renato lo vio, vio lo que iba a pasar, pero no pudo hacer nada. Fue demasiado rápido. La llanta patinó en la cabeza del perro, la sangre salpicó hacia todos lados mientras el animal se sacudía antes de morir. Vicente bajó del carro con la cara descompuesta por el horror. Todos los demás se habían quedado paralizados. Secándose el sudor de la frente le pidió a Renato que le ayudara con una lampa a hacer un hoyo en el patio. Tenía que ser muy rápido porque las niñas estaban por llegar. Echaron el cuerpo, un paquete de huesos que sólo unas horas antes había sido uno de los perros más alegres y vivaces sobre la tierra. Los perros acompañaron de cerca el pequeño entierro, sin entender lo que estaba pasando.
¿Entenderían? Soló unos minutos después de la última palada de tierra, aparecieron las niñas tras la verja de una casa contigua. Traían regalos para Renato y María: una pirámide de cuarzo y un llavero de mármol con la forma de la provincia de San Luis. Aunque el clima era tenso y el silencio no disimulaba nada, las niñas parecían no haberse dado cuenta. El viaje hasta la carretera fue como la bienvenida: muy alegre. A pesar de que la garganta de Vicente aún no articulaba bien, Vicente hizo algunas bromas sobre el camino y volvió a invitarlos a quedarse si es que nadie los recogía aquella tarde. Vicente encendió un último cigarrillo con Renato, y le dijo que un día iba a viajar de nuevo hacia el norte, queria visitar Lima y comprobar si ésta había cambiado desde la última vez que llegó manejando, allá por los años 70.
Con el puchito final se abrazaron y se despidieron. El último regalo fue una bolsa gigante de galletas para el camino y un beso en la frente. Siguieron haciendo hola y dando vueltas por allí durante la hora que les tomó encontrar un auto que los llevara. A Renato no le disgustaba mucho quedarse otra noche entre aquella familia, pero María–que era la voz de la razón cuando se trataba de viajr contra el tiempo–lo obligó a considerar que ya no podían quedarse más, ni abusar de una hospitalidad exagerada como aquella.
Así que se subieron al primer camión destartalado que se detuvo. María hizo como que no vio que el chofer tenía los bigotes sucios y manejaba sin camisa y tenía cicatrices y tatuajes. Que apestaba a alcohol y que cargaba una botella de plástico con trago en una mano y un cigarrillo en la otra mientras conducía. La familia de San Luis volvió a pasar unas horas más tarde y ya no los encontró. Entonces se alejaron en su camioneta levantando el polvo de esa trocha en medio de la nada. Mientras tanto, el camión que llevaba a María y a Renato se abrió paso entre la bruma y el calor, lento, despacio, por esa autopista que iba directo hacia un mar de plata.
Una maleta más que entra en la sala, la puerta a la Quinta Avenida, el cortaviento empapado. Breve caminata desde la 35. Son solo 31 minutos desde Kingsbridge Road. A la sombra del Empire State. Y antes cogía el 4 pero el D es mejor, mucho mejor. Siempre hay asiento, hoy he venido bien sentado leyendo a Ellmann y a Gilbert. Una chica miraba la portada del libro bien agarrada a su cartera.
Epstein se arrastra desde su oficina en estos pasillos del cuarto piso del Graduate Center con diseño dedicado a Borges. 4432 en la pared, doblar a la derecha, puerta abierta. Uno siempre se pierde. Felizmente hay una pintura que señala con un dedo. Pasamos el dedo. Allí están todas las cabezas de siempre, preparadas para la entrada de Hamlet, las teorías de Stephen. Comenzamos:»La escena es la oscuridad» dice Epstein. Su teoría del espacio oscuro: fantasmagoria. Este es el segundo capítulo en un interior oscuro. No sé por qué recuerdo una casa en las afueras de Chaclacayo. Te asomabas a la oscuridad y los murciélagos empezaban a volar, como esas imágenes de Gravity’s Rainbow: Rocketman entrando a la ciudad destruída, a un sótano donde se ve la caca de los murciélagos sobre el piso de madera y El hombre cohete se pasea entre los sobrevivientes…
Epstein y la luz. Parece no incomodarle el andador, la semana pasada lo vi entrar al baño sin dificultad. La semana pasada les dije a mis estudiantes un chiste tonto y uno de ellos sabía el acertijo de la esfinge. Epstein empieza a describir al portero de la Biblioteca Nacional de Dublín. Un cuáquero. Es amable pero quiere demostrar que ha leído tal o cual libro, darse aires frente a los literatos que se reúnen a conversar sobre Hamlet: el tema del día. Todo el capítulo 9 del libro alrededor de la teoría del artista adolescente peleando con sus argumentos contra las seis cabezas de Escila, los naturalistas, los platónicos, a los que Stephen opone Aristóteles y su visión del mundo real: más importante que el espiritual. «¿Cómo te atreves a hablar de lo espiritual si no has entendido la realidad?»
La biblioteca está igual que cuando Bloom y Dedalus llegaron allí; Bloom venía del museo, después de cerciorarse si las esculturas de las diosas desnudas tenían o no un agujero en el ano. «No se habla mucho de esto, dice Epstein, pero Joyce tenía una gran idea del estilo de composición de Beethoven» (¿exagera Epstein?). Todo el libro está escrito siguiendo el método que utilizó Beethoven para componer su Novena Sinfonía. Ayer leyendo Gravity’s Rainbow: la gente ya no va a los conciertos porque ahí va una sarta de ignorantes que prefieren una sencilla melodía de Rossini que algo más elaborado de Beethoven. La música debe llegar al alma no solo al oído, la buena música tiene que tocarte el corazón. Y recuerden que en Shakespeare todos los personajes buenos tienen un gusto musical. Claro que Joyce consideraba a Ibsen mejor dramaturgo que a Shakespeare.
A Epstein le encanta interrumpir la clase para recitarnos: tal o cual verso libre de la época en que Joyce escribía, canciones populares, rimas con doble sentido. Mi mujer es descendiente de este personaje, apunta esa página: un crítico literario dublinés que leyó lo primero que publicó Joyce y todo ese grupo retratado en las salas de la biblioteca. Esos naturalistas contra los que Stephen desenvaina su espada, tratando de probar que Shakespeare ha sido engañado, que su esposa le ha sacado la vuelta con sus propios hermanos: de allí viene la decisión de ponerle a sus villanos los nombres de sus hermanos de sangre. (Nada en su teoría disparatada que Dedalus sea capaz de probar, pero suficientes argumentos como para establecerse una reputación en los círculos intelectuales de la ciudad). El fantasma del rey estaba en el purgatorio (los protestantes no creen en el purgatorio, por eso el 90% de los ingleses que vio el primer montaje de Hamlet creía que el fantasma del rey era el Diablo. Tenía que ser él, de otor modo no se explicaba que andara vagando por Dinamarca). Pero la única manera de que el rey, muerto mientras dormía, supiera que lo habían envenenado era porque alguien se lo dijo después.
La rabia de Shakespeare, el artista, alimenta sus primeras obras, esas obras sobre la rabia que siente, alimentan la obra escrita acerca de la obra con rabia y esta nueva obra rabiosa sobre sus obras creadas con rabia genera una rabiosa obra de rabia sobre rabia. Todo un torbellino de Caribdis donde Stephen podría ahogarse solo, tratando de esquivar a Escila–sus propios fantasmas–que lo persigue desde el lecho de su madre moribunda. Ganar por ganar, argumentar por el placer de argumentar. «Tiene que haber conocido el Tractatus Coislinianus–dice Epstein–, lo debe haber leído cuando estaba en París. Solo así se explica que Joyce utilice el diminutivo de Sócrates (Socratididion) para generar una risa, el placer más directo e instantáneo, según el estudio perdido sobre la comedia de Aristóteles. Mucho antes que Umberto Eco hablara de ese manuscrito perdido en El nombre de la rosa. Y allí está también en las páginas la figura del hombre oscuro, el arreglista, poniendo frases, cambiando estilos, para que las cabezas que hablan contra Stephen tengan voces de los tiempos isabelinos».
La luz insuficiente del cuarto de reuniones, varios vasos de café sobre la mesa, las ediciones de Gabler siendo interrogadas, subrayadas. Mi reino por una canción de Epstein sacada de los tiempos de Joyce. James era un buen tipo, que puso a sus enemigos en fila y con nombre propio en el capítulo 9 de su novela. Allí empezó el verano de su alegría. Los comentarios breves–algunos muy acertados– y algunas risas, las perlas que son sus ojos clavados en el texto, en esa letras negras sobre papel blanco (bueno, crema paliducho); como ese paseito de Stephen por la playa Sandymount Strand, en un día jueves que escribo estas líneas, porque tiene que ser un jueves, 16 de junio de 1904, cuando sucede todo.
Porque ese poema de Vallejo–quien ya había pasado su midway on our life’s journey– no es sino un enorme homenaje a Stephen Dedalus, imaginando versos en Sandymount Strand, colocando piedras negras sobre piedras blancas, letras negras sobre un pedazo de papel arrancado de una carta, solo al lado del mar, decidiendo su destino, como una imparable corriente que fluye–como la orina sobre la playa–desde su subconsciente, una marea que abarca ese momento, todas sus dudas sobre Dios y la inmortalidad, la evolución del hombre; y también los fantasmas que lo acosan, que lo obligan a crear cosas, a tener sueños; como lo hacen también con este muchacho dublinés, este poeta que imagina versos en Dublín, mientras piensa y camina con dirección a París.
El país vuelve a la normalidad: Hoy empezamos a bombardear Libia.
A propósito de bombardeos, acá van algunas bombas bonitas sacadas de conversaciones con Borges:
«La idea que tenía Wilde de fine writing era mencionar cosas bonitas, como los modernistas, como Gabriel Miró. El estilo de Stevenson es incomparablemente mejor: frase por frase feliz, con una perfecta economía de medios».
«El expresionismo alemán que para mí contiene ya todo lo esencial de la literatura posterior…Es más serio y refleja toda una serie de preocupaciones profundas: la magia, los sueños, las religiones y las filosofías orientales, el anhelo de hermandad universal».
«Todo lo que yo he hecho está en Poe, Stevenson, Wells, Chesterton».
«A mis amigos de habla inglesa les digo a veces que no vale la pena que se pongan a estudiar otros idiomas porque con saber inglés ya tienen acceso a lo mejor de la literatura».
«En Henry James se puede encontrar a Kafka por entero».
«Si hubiera que reducir Occidente a dos países yo diría Grecia e Israel. No Roma, que es una sucursal de Grecia. Pero todos somos un poco griegos y un poco hebreos».
«Tengo la impresión de que hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la ignorancia».
«Usted ¿no tiene miedo?»
«Toda obra humana es deleznable, pero la ejecución de esta obra es importante».
«Soy vanidoso con cierta astucia»
«Un país civilizado es superior a un país bárbaro, pero puede no ser muy interesante».
Citas sacadas de «Encuentro con Borges» y «Borges, sus días y su tiempo»