Foto Flicker/Vigilancia

La política peruana es tan mala o peor que el fútbol peruano. Hay que desenmascarar a quienes usan el miedo para impulsarnos a votar por uno de los candidatos. Pero lo mínimo que podemos hacer en esta segunda vuelta es escoger una estrategia de desarrollo social y económico que pueda funcionar. Y no me gusta la estrategia del autogol.

Recuerdo y entiendo a quienes ven indignados la posibilidad de que la hija de Alberto Fujimori vuelva al poder. Cómo olvidar que se fue del gobierno mandándonos un fax desde el Japón y que intentó postular al congreso japonés demostrando que lo único que le interesaba era una tajada de poder. Fujimori sabía que si regresaba al Perú se le iba a someter a un juicio, así que es bastante jalado de los pelos el intento de sus partidarios por querer retratarlo como una víctima. Pero la repugnancia por los chanchullos que sucedieron durante el gobierno dictatorial de Fujimori también me obliga a recordar que antes de él otros políticos prometieron inclusión social cargada de demagogia. Y no quiero que un gobierno de Humala se trate de otro experimento de izquierda como el aprista de 1985. El modelo de crecimiento económico empezado en 1990 y continuado tanto por el presidente Paniagua como por Toledo y García, debe ser mejorado y corregido. Pero no debemos dejar que la economía y la sociedad peruana sean sometidas a otro tipo de experimento, que se aplique una ideología nacionalista trasnochada que ya probó ser ineficaz, contraria al crecimiento económico.

Yo pegué carteles de niño. Con mi primo prepárabamos el engrudo por la tarde y por la noche recorríamos el pueblo empapelando las puertas de las casas con la fotografía del rostro sonrosado del ex presidente Beláunde. ¡Adelante, Perú! decía el poster. En mi inocencia, creía que pertencer a un partido político y querer al Perú eran la misma cosa.

En Lima, otro de mis tíos me sacó de la ignorancia: Belaúnde representaba a los grupos que siempre habían estado en el poder. Si yo quería que mi país cambie, tenía que darle todo mi apoyo al APRA.

Para que mi aprendizaje fuera más didáctico, mi tío me llenó las manos de estrellitas que se podían pegar en las ventanas de mi cuarto y posters para adornar las paredes de mi habitación; además me obsequió un disco de vinilo con canciones en ambos lados. En uno de ellos, la voz grave del cantante me situaba enmedio de una batalla en los alrededores de Trujillo, entre hombres que derramaban su sangre luchando por las ideas de un pensador que se llamaba Victor Raúl. ¡Qué viva el APRA mis compañeros, que viva el pueblo que ha de triunfar! decía la canción y mi imaginación volaba al infinito y más allá. Desde el otro lado del disco, otra voz estentórea entonaba la Marsellesa aprista, que yo ya había escuchado desde el nido en su versión original y por lo tanto me apestaba a copia. Los posters que mi tío me daba decían todos «Armando» y el nuevo slógan para que el Perú sea por fin próspero era: ¡La estrella alumbrará nuestro destino!

Se dieron las elecciones, en las que yo participé como encuestador: a mis ocho años no encontraba nada más divertido en las reuniones de los adultos, que pasear por la sala de la casa entre la gente y pedirle sus intenciones de voto. Los resultados eran bastante parejos, pero en todos ellos ganaba Armando Villanueva, el hombre del partido del pueblo.

Cuál no sería mi decepción cuando escuché mi primer flash electoral y supe que el país le había dado la victoria a un anciano que fue cargado en hombros hasta el patio de Palacio de Gobierno. El APRA perdió por un margen pequeño. Debió contentarse con observar como los partidarios del arquitecto–que parecía ver muy bien hacia el futuro a pesar de sus pobladas cejas blancas–se aliaba con el PPC y establecía un modelo de libre mercado, mientras corregía los excesos anti democráticos de la dictadura de Morales Bermúdez ( a quien solo recuerdo en una pose de dictador bastante alicaído, sobre todo cuando lo comparo con la imagen altanera que tenía del todopoderoso de aquella época, el bigotudo Pinochet).

Aparte del crecimiento de Sendero Luminoso, el gobierno del arquitecto Beláunde fue bastante malo. Él era un buen orador y al parecer un hombre honesto y soñador, pero pronto quedó claro que sus recetas económicas y sociales funcionaban mal. La importación indiscriminada liquidó lo poco que quedaba de la industria nacional, la deuda del país creció a un ritmo vertiginoso y las obras que deberían ser la consecuencia directa de lo préstamos  no se concretaban o seguían invisibles. Hubo pequeñas crisis, como las lluvias del fenómeno del Niño y una escaramuza con Ecuador (el famoso Falso Paquisha) que Belaúnde no supo manejar como los peruanos hubiéramos querido. El tema de fronteras con el Ecuador no se resolvió y–mientras llovía en la costa norte y escaseaban los alimentos en Lima–fue patética la incapacidad del gobierno para reconectar aquella región del país. La burocracia era enorme y el partido Acción Popular no parecía bien preparado para reducirla sino para incrementarla. La migración a Lima se aceleró con los avances del terrorismo en la sierra. El alcalde Orrego–otra victoria en las urnas para AP–parecía todo un caballero, pero tampoco estaba muy preparado para lidiar con la migración, las invasiones ilegales y el caótico comercio ambulatorio.

Algo de orden regresó a Lima con la elección de Alfonso Barrantes Lingán como alcalde, quien con su programa de los Vasos de Leche y su decisión de incorporar a las damas en el recojo de la basura limeña, alivió un poco la impresión de una ciudad que se enfrentaba repentinamente a las cosecuencias de cientos años de centralismo y desorganización.

Así llegaron las elecciones de 1985, y los peruanos como yo –que seguían creyendo en la estrella que alumbraría nuestro destino–enfrentamos el más duro de nuestros reveses. ¡Cómo olvidarnos! Apenas tenía 13 años y me parecía maravilloso escuchar los discursos de ese caballero melenudo, de rostro fresco y sonriente, de verbo cultivado; hipnotizándome con frases como «no al pago de la deuda» «el Perú podrá llegar a ser una potencia económica en tres años». No recuerdo haber asistido a ningún mítin político, pero sí  haber creído, embobado, las promesas de transformación, y de pan con libertad. Creí, ciego de optimismo, que este hombre de solo 35 años podía ser el cambio que el Perú necesitaba: el comienzo del bienestar, de un socialismo con desarrollo económico.

No hay nada que se compare, ni siquiera el mismo Alan de hoy, con la imagen de ese muchacho de voz clara, agitando un pañuelo blanco desde lo alto de un balcón de Palacio de Gobierno en 1985, hipnotizándonos a todos para que en aras de los intereses nacionales desconozcamos los compromisos económicos que habíamos firmado por nuestros préstamos del FMI (préstamos que se esfumaron en los bolsillos de quién sabe quién), para pagar la deuda solo en las cantidades que lo permitían nuestros ingresos (dedicar al pago de la deuda no más del 5% de nuestras exportaciones). Ni Ollanta , ni Keiko, ni PPK, ni Alejandro tienen ese don que tenía el muchacho aprista encantador de serpientes. Esa lengua  hechicera que hizo lo suyo con sus compatriotas de todas las razas y de todas las edades. De un día para otro el nombre Alan se multiplicó en las maternidades de todo el Perú. Recuerdo ver llegar a mi tío a la casa para enseñarme fotos de las paredes en Buenos Aires donde las pancartas socialistas decían algo así como «Patria mía, dame un presidente como Alan García».

Alan: el terrible error. La incapacidad multiplicada por mil. La improvisación multiplicada por un millón. La demagogia representada en un solo hombre. Alan García Perez, un socialista que prometió sacar al Perú de la pobreza con las recetas aprendidas de su maestro y guía Víctor Raúl; aliviar las penas del pobre dándole prioridad a la agricultura y a los campesinos; descentralizando el poder de Lima y dándoselo a las regiones, distribuyendo la riqueza entre los pobres, cuidando a los menos favorecidos con programas de trabajo temporal (PAIT); mientras hacía uso de su carisma y su sonrisa para tratar de conquistar a los inversionistas internacionales, para que vieran las potencialidades de un país como el nuestro, de grandes recursos.

A los dos años en el poder, ya todo se había derrumbado. Los poderes económicos se vieron amenazados por sus bravuconadas el 28 de julio de 1987 y le cortaron el poco respaldo que hasta entonces tenía. Empezaron a desenmascararse las promesas falsas, el manejo irresponsable de los recursos, las pocas posibilidades del Perú como inversión. Sendero Luminoso jamás le dio tregua y Alan García les respondió dando la orden para liquidar a todos los presos ya rendidos tras el motín en la cárcel de la isla El Frontón.

Yo tenía 15 años cuando Alan García intentó estatizar la banca. Joven que hoy tienes 15 años: no sabes lo que fue aquello.

Nuestro dinero no servía para nada. Eran pocos los destinos posibles por carretera en las vacaciones, no solo porque las pistas no existían o eran más huecos que pistas, sino porque la mitad del país vivía en estado de emergencia y entrar en aquellas zonas restringidas era exponerte a ser víctima de las redadas de Sendero o de los abusos del ejército que gobernaba sin control.  Mi memoria más vívida de aquellos años eran las historias de mis primos en el pueblo: todos habían visto a senderistas, todos sospechaban de todos, a mi tío el alcalde lo habían amenazado de muerte. Y los viajes de regreso a Lima eran siempre parecidos, duraban mil horas y había que conducir pegando la cara al parabrisas, esquivando las zanjas y los socavones, atentos a la policía que te detenía en cualquier momento para pedirte la libreta electoral y la militar. Y las noticias no eran nunca esperanzadoras. Todos los días habían nuevos rumores de que Alan García y los militares estaban preparando un autogolpe para poder ser defenestrado con cierta dignidad democrática e irse a otro lugar donde su fracaso no lo persiguiera. El riesgo de una dictadura era siempre inminente.

Había que convivir con la realidad patética de supermercados recién inaugurados donde nunca había ningún alimento,  formándose frente a camiones que aparecían de la nada para repartir bolsas de leche, o haciendo enormes colas frente a las estaciones de gasolina para poder comprar combustible un día antes del incremento recién anunciado. A todo esto, sumémosle el racismo de uno y otro lado, la incoherencia de los planteamientos de la izquierda, los patéticos intentos de la derecha por querer enrostrarle al APRA todos los males como si AP y PPC no hubieran tenido también gran parte de la culpa de ese desastre socioeconómico en el que nos encontrábamos ahogados. Un hombre de 90 años, Luis Alberto Sánchez, recibió la cartera de primer ministro y con sus 70 años de experiencia en la política peruana nadie recuerda que haya podido hacer nada. El pan que desayunábamos en la mañana estaba hecho a base de la nacionalista kiwicha, cada vez más pequeño a pesar de que pagábamos el mismo precio. Ese experimento duró lo que duró su gobierno. Fue un desastre.

Y después vinieron los 90. En 1992 la imagen siniestra de Abimael Guzmán estaba detrás de rejas, Alan García en Europa y los congresistas elegidos por el pueblo atrincherados, vociferando mientras que todo se resolvía por decretos.

Después de la derrota del Frente Democrático–una alianza del Movimiento Libertad con AP, SODE y el PPC que parecía convocar a todos los peruanos brillantes para lavarle la cara al Perú antes de entrar al siglo XXI–empezó mi apatía política. Izquierda y derecha habían intentado aplicar sus planes de gobierno y los resultados habían sido desastrosos. Aún en los peores años del gobierno aprista, mantuve escondido en el fondo del ropero de mi cuarto de adolescente, el poster que me regaló mi tío en la campaña de 1985, con el rostro a colores de Alan García. Me avergonzaba de haberle creído. De cierto modo aún era un incrédulo: no me convencía del todo de que aquél socialismo, ese pan con libertad nacionalista, esa rebeldía en lo que yo había creído con firmeza, que era la receta para el desarrollo del Perú no era nada más que una mentira. Recuerdo las palabras de mi tío cuando escuchábamos el mensaje de nacionalización en las fiestas patrias de 1987 y yo exclamaba con 15 años que aquello no podía estar bien, que Alan estaba precipitándose, que nacionalizar no podía ser una buena opción. «Eso es lo que se merecen esos banqueros de mierda, sobrino. Vas a ver que a partir de ahora todo va a mejorar», me dijo.

En 1989, a los 17 años, muy desilusionado de Alan y su izquierdismo trasnochado, creí que Mario Vargas Llosa era la última oportunidad para que los peruanos estableciéramos planes de gobierno coherentes y enderezáramos ese país en el que nos había tocado vivir.

Jamás voté por Fujimori. El 90 no lo hice porque aún no tenía libreta electoral–y era 100% fredemista– y el 95 porque vicié mi voto, ya que me parecía que el dictador de todos modos iba a ganar y quería, inocentemente, protestar ante la irresponsabilidad de haber asumido todos los poderes y destrozado el sistema democrático.

Pero, a diferencia de los dos anteriores gobiernos, en ese país de los 90, hubo cambios y transformaciones básicas.  Había un clima de tranquilidad y optimismo que jamás conocí en los gobiernos de Belaúnde y de García. Los problemas crónicos del Perú, los que parecía que iban a frenar para siempre las posibilidades de desarrollo, parecían ir resolviéndose como si alguien los estuviera chequeando en una lista de deberes:la reincorporación del Perú en la comunidad financiera internacional;  la firma del tratado de paz con el Ecuador; la reorganización del sistema tributario; la simplificación de los trámites burocráticos; la reducción del papel del Estado en el aparato productivo con la venta de empresas públicas, y el registro y titulación de peruanos con casas y terrenos productos de invasiones ilegales e inmigración. Incluso el problema del narcotráfico, que parecía tan grave como el que vivía Colombia en los 80s, pareció disminuir en los 90s.

Algo más sencillo pero que a mí me tocó mucho: la carretera por la que yo iba a mi pueblo con regularidad, ese pueblo donde empapelaba las paredes a los 8 años con el rostro de Belaúnde, fue reconstruida y por fin supe lo que era tener un sistema de carreteras bien asfaltadas y comunicación rápida entre la capital y los pueblos, algo que ya había visto–y me había causado gran envidia–en un viaje por tierra desde Arica hasta Santiago de Chile en 1987.

Es obvio que mucho del dinero de la venta de empresas se derivó a bolsillos de particulares o del asesor Montesinos. Es obvio que los peruanos vivimos bajo una manipulación constante de la información.

Pero a diferencia de los dos gobiernos anteriores–de los que yo puedo dar mi testimonio–durante esos años en que gobernó Fujimori se vieron avances significativos. Es cierto que los mayores avances en aquél período de gobierno entre 1990-2000 se debieron no al talento innato del dictador Alberto Fujimori, sino a la aplicación de un modelo económico liberal, que hizo al Perú beneficiario de una ola de inversiones extranjeras, la misma ola que había beneficiado y permitido el desarrollo de otra economía de la región,  la chilena,  entre 1982 y 1990.

Por otro lado, la centralización del poder en un solo hombre y su grupo de ayayeros políticos, simplificó el proceso de decisiones y de debates.

No es lo mejor en una democracia.

Esta semana vi otra vez imágenes de los vladivideos. Me dio asco. Y entendí mejor a quienes me han escrito en sus comentarios sobre la Segunda Vuelta, acerca de mantener intacta nuestra capacidad de indignación. Pero la justicia peruana pudo enjuiciar a los responsables y mandarlos a prisión. Espero que sigan allí. Igual que Abimael Guzmán, otro fanático que creyó que experimentando una guerra popular con su ideología trasnochada podía hacerle un bien al país. A él le debo un intento de asesinato a un miembro de mi familia–en el frustrado intento por tomar el pueblo donde mi tío era alcalde– y dos bombas que acercaron la guerra a la espalda de mi casa, destruyendo los vidrios de todas las residencias de nuestro barrio de clase media. Creo que su captura hizo posible cualquier tipo de desarrollo en el país desde 1992 y no me gusta cuando alguien llama a ese fanático asesino «un preso político».