¿Alguna vez dejará de asombrarme la cantidad de joyas que contiene el edificio del Met?
Es en lo primero que pienso cuando abandono el edificio. Cuantas obras maestras, cuantas piezas únicas que simbolizan los devaneos y los caprichos del arte universal.

Esta vez el clima ha sido pudoroso y nos ha permitido caminar entre los árboles del Parque Central hasta el lado oeste. Durante el regreso recordaba la voz de acento sureño que describía le primer cuadro de Manet rechazado por el Gran Salón de París: En la floreciente capital francesa, los curadores no dudaron en estamparle la R (Refused) en la parte posterior del lienzo. Monet y Renoir corrieron la misma suerte.

Debe haber sido difícil de digerir para Manet que un pintor de la misma época se llame Monet. Supongo que tendía a confusiones. Tal vez por eso no quería que lo llamen impresionista. No sé si lo ha logrado, no sé si le sirva de consuelo que el guía lo llame una y otra vez: el «Padre del impresionismo».

¿Y se imaginan a Van Gogh, paseando en el salón «alternativo» de los impresionistas y pensando «Caramba, esto es lo que yo quiero hacer»? Alguien debería ofrecerse a convertir en poster el cuadro de las recogedoras de olivos. Cada vez que paso por esa sala me asomo para ver si ya, si a alguien le interesó el cuadrito. Total, ni siquiera hay tantos cuadros de Van Gogh en el Met. Pero solo tienen posters de la noche estrellada, de los girasoles y de los cipreses que mece el viento.

La semana ha sido tranquila. Terminó el resfrío, después de tres días seguidos de antibióticos. El lunes he vuelto a tomar la raqueta y contra todo pronóstico, con las manos heladas, he vencido una vez más. Me ha llegado mi curso de latín y el libro de gramática. He boceteado una idea para un cómic. En el aeropuerto he abrazado a una vieja amistad. Me he comido un mondonguito buenazo. Me han dado chicha de sobre.

Como para probarme, que uno no se debe quejar mucho del invierno.