En las mejillas marcaba una tenue sonrosura. Su madre lo estaba esperando con la furia abierta. «Te has pasado de la raya» le dijo tranquilamente mientras el niño empezaba a llorar a causa de la pega. «¿Dónde has estado , malcriado?» decía la madre llorando y el niño respondía con lágrimas y gemidos, que apagaban un tanto el sonido de la golpiza. Como fondo, un noticiero de la televisión, de vez en cuando comerciales. La reprimenda duró un cuarto de hora.

Despúes comieron. La señora había preparado frejolitos verdes con arroz. Los hermanitos miraban el plato en silencio, abrazaban sus cucharitas con toda la boca, intentaban concentrarse en el sonido de su baba reseca y en no prestar atención a los sollozos de su hermano mayor.

El mayor tenía las mejillas coloradas, las orejas calientes, el cabello desordenado sobre el rostro. Solllozaba por el dolor que le carcomía la piel, pero intentaba reconstruír mientras tanto, en su cabeza, los hechos de aquél magnífico día.

Como siempre me he levantado a las cinco y media de la mañana. No había nadie en la calle y todo estaba silencioso cuando he agarrado mis bolsas y me he ido caminando por el borde de la pista hasta la colectora de basura. Había un perro de lengua larga y pelo amarillo, con una cicatriz mal curada debajo de la jeta, que conocía de siempre. El y los otros niños que simpre recogían desperdicios por la madrugada sabían que era el del ciego.

-¿Cómo estás Mandrake? El perro sacó la lengua, bostezó enorme. Y le dijo:

-Tengo que enseñarte algo.

La mesita era inestable y de vez en cuando, si se movían mucho en las sillas, temblaba la mesa. El foco desnudo colgaba sobre sus cabezas. Sólo se escuchaban ellos mismos. Cuatro hermanos. El mayor, el menor y las gemelas.

-¿Qué has estado haciendo todo el día hasta esta hora? Preguntó su madre, que sorbía despacio los frejoles verdes pero hacía menos ruido que todos al comer.

«¿Qué le digo?» pensé. «No puedo decirle que me fui con Mandrake, que visité la tumba del pobre ciego, que me arañaron las calaveras de las pesadillas que lo protegen, que adelanté mi vida en sesenta y cinco años, que la vi muerta y vi la muerte mía y de mis hermanos. Que sé que en pocos meses a esta zona de La Lavandería se la comerá el fuego, pero que yo entonces, ya no estaré aquí. ¿Qué le digo?»

-Me encontré con unos amigos y nos fuimos a jugar fútbol. Hablaba sollozando, todavía le dolía. Sus hermanos se concentraban más que nunca en los frejolitos verdes, en cada granito de arroz, en la blancura de su platito de plástico, en los filos de la cuchara semi oxidada.

-No te creo. ¿Donde fuiste?

-Sígueme, dijo Mandrake. Y el perro empezó a caminar dando tumbos por el borde de la carretera. Dio unos pasos y volteó para asegurarse que el mayor lo seguía.

No pude responderle nada. Siempre le hablaba a Mandrake: Mandrakito para aquí, Mandrakito para allá. A veces encontraba algunas frutas podridas y se las lanzaba. Al principio (y eso se debe acordar Mandrake) también le tiró piedras. Le acerté una vez en la cabeza. Mandrake huyó dando gemiditos. El perro venía temprano con el ciego. El ciego estaba más temprano que todos los niños y se iba al rato que yo venía, cojeando, con su perro. Mandrake siempre regresaba, una media hora después, solo, y se quedaba mirándonos. No ladraba, husmeaba como todos entre la basura, comía una cosita por aquí, otra por allá. Pero al comienzo a los niños nos gustaba apedrearlo, le tirabamos rocones que casi siempre Mandrake esquivaba. Pero una vez le di con una piedra en la cabeza. Y de eso, Mandrake se debe acordar.

-Sígueme, volvió a repetir Mandrake. Con un tono de autoridad que el mayor reconoció. Estaba tan acostumbrado a temer a su padre. Hablaba siempre con el tonito de mando de Mandrake. No sabía que un perro podía imitar tan bien la voz de su padre. Se sorprendió pensando en todo el tiempo que había pasado desde que este se había marchado. Eran casi siete años que no lo veía y todavía se acordaba del tonito mandón de su voz.

El iba detrás del perro, por el borde de la carretera. Caminaron hasta la puerta abierta de la casa del ciego. Había algo en la estufa que olía muy bien, como a cerdo. Chicharrones tal vez. Entraron a la casa

-Siéntate y sírvete-,dijo Mandrake. Así que tomé asiento en una mesa pequeñita, con dos sillas. En un rincón había una cama tendida y al lado de la cama había un anaquel. Sobre el anquel, dos libros gruesos encuadernados en cuero. Sobre la mesa, confirmando la predicción de mi olfato, un enorme sandwich de chicharrón de chancho. No me atreví a comer. Entonces se apareció el ciego, me tocó la espalda y tomó asiento en la otra silla, frente a mí.

Era la primera vez que se me congelaba la sangre. El ciego me hizo una mueca divertida y me volvió a invitar a comer. Era la primera vez en mi vida que estaba tan cerca de él y, cosa curiosa, lo primero que me impresionó es que el ciego mañoso veía. Pasé por alto el hecho que me habría causado más pánico: Mi madre y yo habíamos ido al entierro del ciego.

-¿Qué hiciste todo el día?

-Jugué fútbol mamá. Y fui al centro.

-¿Al centro?¿Y a qué fuiste al centro? Ella tampoco estaba mirándolo a los ojos, sino al plato de frejolitos verdes. El mayor esperó por un momento, esperaba que los frejolitos verdes le contestaran. Sus hermanos estaban estáticos. El menor había dejado de comer. Lo miró.

Yo nunca he ido al centro. Debe ser interesante el centro, a veces he escuchado de él en los noticieros. Creo que cuando tenga tiempo voy a ir con mi hermano mayor al centro. Iremos los dos.

Y el hermano menor se sintió por primera vez en su vida, orgulloso de su hermano mayor. Y curioso: ¿Qué podría haber hecho el mayor en el centro? Tiene que haber hecho algo más interesante que ir al centro. El menor estaba esperando la respuesta mientras le daba vueltas a los frejolitos dentro de su boca.

-A pasear. Fui al centro a pasear

-¿Y con qué plata eh? ¿Qué plata tenías tú para ir al centro?

Y ahí tenía la respuesta perfecta. La única que me podía salvar de todos los problemas y de las otras preguntas y de contar mi verdadero viaje, mi extraña incursión en el mundo de los ciegos, de las pesadillas, de los fantasmas, de los perros que hablan.

-Me fui caminando.

Hasta donde me alcanzaba la memoria, era la primera vez que escuchaba de alguien que se fuera de La Lavandería hasta el Centro caminando. Eso me convertia en un pionero y en un viajero. Me sentí orgulloso de mi respuesta y recordé por primera vez las palabras del ciego que me acompañarían para siempre en mis futuros viajes: «Siempre quedan mundos por descubrir». (Continuará)