¿Yo?Melibeo só, y a Melibea adoro, y en Melibea creo, y a Melibea amo
La Celestina, Primer Acto
Entrar en La Celestina es penetrar en uno de los más disputados enigmas sin resolver de la literatura. Sólo se han escrito más palabras sobre las peregrinaciones de Don Quijote por los paisajes áridos de Iberia, que acerca de esta Tragicomedia en 21 actos que perpetúa para siempre, no tanto a los protagonistas enamorados: Calisto y Melibea, sino a los personajes que giran alrededor de ambos, que tejen esta historia de engaños y picardía.
¿Quién imaginó la venenosa lengua de Pármeno, previniedo a su amo que cuando Celestina cruza frente a las piedras «una piedra topa con otra, luego suena ¡vieja puta!»?¿O la de Sempronio, tocando a la puerta y haciendo «tah, tha, tha», inventando la onamotopeya en esa España recién reconquistada de finales de los 1400?
Los personajes de este libro se mueven por las páginas despertando el cariño del lector, pintando una historia que parecería no ser la criatura de un oscuro Bachiller del que se sabe muy poco ( y que jamás escribió nada más)–Fernando de Rojas–sino de un literato no tan sólo con vasta experiencia en la representación teatral, sino también con extraordinarias capacidades para interpretar el corazón humano. Si se quiere, para soltar un nombre (del que creemos conocer un poco más): un William Shakespeare, un siglo antes, y en español.
Apropiada por los académicos, que siempre buscan más que los lectores, el nombre de Rojas ya ha sido borrado de alguna edición reciente. Hay suficientes evidencias de la incapacidad de Rojas para producir los mejores pasajes de este libro con su nombre. Las tesis abundan, sin embargo, parece lógico inclinarse por quienes creen que él apenas habría sido culpable de encontrar pedazos de un texto muy bueno y acabarlo bastante mal.
Me gusta mucho más la suposición de la existencia de un grupo de autores. Esa breve hermandad de mentes agudas y disipadas, de reconocido ingenio, que en toda literatura nacional siempre aparece. Esas personalidades literarias circunspectas, obligadas a guardar en público el decoro, que escriben en privado por el mero gusto de despertar el ingenio y para divertirse. Se me ocurre tal vez a Juan de Mena, a Diego de SanPedro, o a cualquier otro autor que ya se había ganado la voluntad y el cariño de la corte –merced a las venias interminables y a la lealtad televisada–, sentados en una mesa, compartiendo el vino, aburridos de hablar de libros, imaginando las descabelladas, frescas y subversivas frases que componen los actos de la Comedia en La Celestina.
Acabar la obra–el acto final de la Comedia, interpolaciones en el texto y actos añadidos de la Tragicomedia– puede haber sido fruto de la paciencia del Bachiller Fernando De Rojas. Sin embargo, para que nos hablen como hablan los personajes de La Celestina, se necesitaba la magia de quien ha conocido bien el mundo: una mente que no creyera en la mentira de que el arte tenía que ser un panfleto sobre la virtud. Ya lo sabía Cervantes cuando se burlaba de la seriedad de los caballeros andantes: el mundo más brillante no es el de los circunspectos y los rectos, sino de quienes saben que la vida es otra cosa.
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