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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

noviembre 2013

Lima es un trapo

Lima

No suceden milagros en Lima ( a pesar de las apariencias). La ciudad (y sus mujeres) son como esos magos bien aprendidos que en algún momento sacarán conejos del sombrero, pañuelos de las orejas, palomas de un bastón sin cabeza.

He tenido la virtud de vivir en ella. Cegado por mis orígenes, siendo niño interpreté que la capital era la versión más grande de los pueblos del interior de la patria. De adolescente me deformaron el gusto unas canciones y poetas malditos que enloquecieron entre sus solares de neblina: llegué a gustarla, a disfrutar la arena y el polvo y hasta les eché mi mirada de añoranza, desde una noche ebria o enamorada, a los balcones coloniales sobre los que algunos fundan su orgullo.

He mirado al cielo en busca de una metáfora apropiada. Debí mirar la superficie: Lima no es sino trapos cosidos. Entre esos trapos, tan distintos, están los que representan al pasado: los balcones, los paseos al mar, los puentes sobre los ríos, los callejones empedrados. A esos se malcosieron durante el siglo los pedazos que llegaron de otras estéticas. Desde mi calle, nunca podría entender la calle de Rosario, cuyos padres vinieron de los Estados Unidos. Desde mi barrio no puedo interpretar el de Deidamia, que vino de un paisaje más verde y azul, con mucha más agua.

Somos trapos cosidos. Una tela de pelos donde todavía se sigue trabajando. Las costuras son endebles, a veces costras de hilos superpuestos. Miramos al cielo, pedimos un milagro. El milagro está debajo de nosotros.

Salir de viaje

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A esa aventura llegó como siempre había llegado en las mañanas al colegio: su madre, encargada de conducir a la familia cuando los tiempos eran estrechos y se imponía una misión imposible en Lima, puso dos llantas del auto sobre una vereda e improvisó un atajo frente a un atolladero de triciclos cerca de la Avenida Iquitos.

Los portones de la compañía de autobuses ya se estaban abriendo–con amontonamiento de fruteros ambulantes, vendedoras de cigarrillos al detalle y pasajeros de último minuto: esos que esperaban que el autobús volteara la esquina para ocupar a mitad de precio los asientos vacíos. Su padre se paró frente al autobús e hizo aspavientos para que el chofer le abriera la puerta a su hijo (su madre gritaba desde el auto: ¡Gordo, que no se vayan!)  y el hijo de 21 años sacó de la maletera un mochilón, se lo montó sobre la espalda, subió al bus y se sentó en el asiento reservado al lado de una amiga que lo miraba sin mucha sorpresa: conocía a esa familia y sabía que llegaba siempre tarde pero llegaba.

En aquel viaje cruzaron el desierto de Atacama, tomaron el tren al sur y tiraron dedo hasta Ancud en Chiloé, bailaron Lobo hombre en París en la discoteca más austral del mundo (la misma madrugada en que casi son arrollados por un caballo), cruzaron los Andes conversando con quienes los llevaron, presenciaron una granizada comiendo pizza y durmieron sobre un colchón de hippies con el dolor de una conjuntivitis en las afueras de una ciudad extraña. Entonces, una mañana, pusieron los pies en Buenos Aires.

Las fechas de salida de nuestra vida deberían de perdurar en la memoria. Salir de viaje tendría que ser siempre un día memorable.

Nada puede superar–aún–la mañana en que el muchacho llegó con anticipación al terminal (que en Brasil tiene el magnífico nombre de rodoviaria) y decidió su destino apuntando con el dedo a unas letras que formaban el bello nombre: Río de Janeiro. Desde entonces, en cada partida, él pretende repetir la experiencia y simular que sale hacia una gran aventura: la que alcance un lugar desconocido donde su vida, de manera inesperada, cambiará de rumbo.

Vampiros y Nueva York

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Vi Cronos en Nueva York, la ciudad donde los vampiros salen de dia. Me gustó. Si bien jamás entendí si la acción sucedía en una callejuela de Buenos Aires o en un barrio viejo y feo del DF. Más difícil que comprender la trama de Cronos, es entender esta obsesión antigua de los humanos con los chupadores de sangre: estos condes eternos, odiadores de ajos, durmientes de ataúd.

La mejor actuación del filme, además de la de Federico Luppi (a quien recordaré para siempre con el sonido interminable de las maquinitas del reloj), es la de la niña Aurora (Tamara Shanath): la nieta que permanece siempre al lado del abuelo que cree que ha rejuvenecido, que acompaña en todas sus aventuras a este venerable vendedor de antigüedades que tiene la dignidad de tocarle la puerta al hijo de puta que le ha mandado destrozar el negocio.

¿Qué habrá sido de Tamara?¿Permanecerá en algún lugar de su memoria ese viejo actor al que se le caía la cara en una escena y en otra se metía a dormir en un féretro? ¿Recordará a la cucaracha que tuvo que aplastar para que Guillermo del Toro siguiera rodando?

Los vampiros han aparecido con cierta regularidad en mi vida. La primera vez yo tenía 7 años, y a mi hermano y a mí nos prohibieron ver el estreno de Drácula en Panamericana, en el horario de medianoche. Nos agenciamos un televisor Imaco en blanco y negro, y vimos la película hasta la primera escena en la que Drácula le mete los dientes filudos a alguien, mientras sus ojos se le irritan y la piel se le blanquea. Desenchufamos el aparato de un tirón, lo devolvimos a su encierro en el cuarto de las visitas –donde la empleada del hogar veía con nosotros Los ricos también lloran– y nos echamos asustados a dormir.

Después conocí a una vampiresa que me dejaba escucharla mientras tocaba el piano, y a otra que tocaba muy bien la guitarra. Por fin, ya en Nueva York, me tropecé con una vampiresa judía, estudiante de NYU, que tenía cierta perversión por el oboe.

Así es: asocio el deseo de sangre con los aparatos musicales. No puedo explicar por qué. Jamás he tenido oído para ningún instrumento y esa podría ser –sospecho, quizás– la razón por la que aquellas vampiresas pasaron por mi vida sin dejarme otra marca que su esfumoso recuerdo.

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