Una pelota que cruza el paisaje. Un grupo de gente que observa: la pelota corta los árboles, hace un tajo en el cielo. Esa esfera pequeña, ese pedazo de corcho con plástico hace una parábola –practicada durante cientos de horas–, cae sobre la hierba, cerca de un hoyo, y empieza a correr. Una pelota entra en un hoyo: el juego más estúpido del mundo.
Después de golpear, agotado, el hombre avanza hacia la gruta que se abre entre los árboles, por donde una luz colorea las hojas de los pinos, que atiza el sol y que mece la brisa.
Es posible adivinar un enlace entre el ser humano y la naturaleza (ésa recreada, perfeccionada para que un par de suelas caminen por ese campo de golf, para que la bola ruede sin complicaciones hacia el hoyo 19). Sin embargo, por allí camina todo tipo de hombres. Los hay los quienes entienden la vida (o creen que), quienes no entienden nada y quienes creen que la entendieron y están equivocados. Se juntan al borde del camino y durante cuatro o cinco horas, dependiendo de su destreza, consideran que sus deseos están contenidos en cierta cantidad de hectáreas, por esos caminos de hierba ignorantes de la violencia con que suele crecer en otros lugares, la hierba bien alimentada por la lluvia. Cae nieve, quema el sol, llueve (con seguridad) y salen los insectos a bañarse. Una manada de jardineros aparece de madrugada para contener la grama, para entrenar al suelo a mantenerse parejo, similar al día anterior.
Algunos de estos hombres que juegan, experimentaron la guerra. Entonces marchan agradecidos porque tienen amigos que los acompañan, que tienen piernas, brazos, ojos que les permiten jugar al golf. Un juego estúpido, como todos. Un invento para asesinar el tiempo que nos queda.
Es verdad que para algunos de ellos es un reto: un viaje a la mano de un padre que te enseñaba el beneficio de la perseverancia, del temple que debe de tener el hombre que persigue una pasión. Sin embargo para esos otros que beben, que gritan, que marchan como monigotes, con sus ojos atontados, la boca torcida en gesto de pertenencia a la manada, el golf es una pérdida de tiempo. Es un juego que vale sólo para decir que lo han perdido. Ellos no disfrutan del ejercicio, ni del paisaje y ni siquiera escuchan lo que podría decirte ese hombre que los mira, dueño de algunas certidumbres.
Quisiera dejar pasar lo que he sentido hoy: deshacerme de una sensación (si no te importa el juego, no lo juegues). Supongo que lo escribo para que la sensación pase (por un tiempo), para reirme de ella –como deberíamos de hacerlos todos– al ver al hombre jodido frente a una pelota, al mono idiota, al imbécil que cree estar jugando al golf y no sabe que él es el juguete.
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