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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

mayo 2013

La literatura es juego

Biblioteca_Frikarte

«Es preciso que todos lo comprendan de una vez: mientras más duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él. Porque en el dominio de la literatura, la violencia es una prueba de amor.»

Mario Vargas Llosa, La literatura es fuego

Es un poco complicado comunicarme con un tipo que cree que Charles Bukowski hizo literatura. Páginas para masturbarse, tal vez. Robert Crumb ¡Él sí! creó situaciones y personajes más perturbadores que  los del viejo Chinaski: Mr. Natural. Eso es literatura. En todo caso la que a mí me gusta. Al fin y al cabo, todo se podría resumir en gustos ¿Por qué negarle la etiqueta literaria a un libro de Harry Potter o a una novela de Tolkien? Pueden convivir en el mundo de la literatura los Onettis y las Allendes, los Bolaños y los Coelhos. Ese escritor que te pone a llorar en el momento en que una puerta se abre y aparece una anciana, después de cien páginas en lo que único que ha pasado son descripciones lindas –estoy hablando de Sebald– tal vez te sorprendería diciéndote que relee cada vez que puede alguna de las historietas de Hergé y que se pone a llorar de risa con las peores comedias en blanco y negro mexicanas.

La literatura alcanzará el final de los tiempos.  «La literatura es un juego en el que un autor se juega todo» dice Javier Cercas. También dice: «Leí a los 15 años a Borges y no me fascinó: me volvió loco». Yo leí a Borges por primera vez en francés, un libro que conseguí en la biblioteca de la Alianza Francesa de Miraflores: Le livre de sable, me acuerdo.  Nadie en mi familia fue capaz de prestarme a Borges en castellano. No existía en la biblioteca del colegio ¿Pueden creerlo? En ese libro de cuentos en francés, Borges pasó ante mí indiferente. Aquél detalle, justificará en el futuro, ante los críticos, estoy convencido, que mis novelas sean menos interesantes que las de Cercas.

La liiteratura es como un círculo de hermanos. A veces una cofradía de vanidades, un frasco lleno de egos. Los escritores, a través de las letras, le comunicamos nuestros sueños a los desconocidos.

Nuestra vida está construída sobre las ficciones que leemos. Sin los grandes personajes de ficción no hubieran existido los discursos que revolucionaron al mundo. Claro que en el fondo, todos los escritores queremos una estatua. Nos duele reconocerlo pero a eso aspiramos, a la pose perfecta en que una fotografía nos eternizará en la contraportada de nuestro libro más leído. Es el caso de Kafka en Praga, de Marai en Budapest, del Goethe sentado en una calle de Vienna, de ese Vallejo, con los zapatos cruzados y sosteniendo el sombrero, en Santiago de Chuco ¿Dónde estará mi monumento? Se tiene que preguntar el hombre o mujer que cree que ha trascendido, el hombre de letras que cree que ha dejado obra.

Hombres y mujeres pretenciosos: la literatura es un juego, combinación que sólo un espíritu noble puede tomar como ejercicio válido. Todo es mentira: juguemos. Hay mejores cosas que hacer que escribir. Hay oceános por cruzar y montañas que faltan escalar.

El mundo de las letras: una bóveda. Oscura y helada, una página que,  para quienes viven mucho y leen poco, no significa nada.

Lincoln era un idiota

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Lluvia que cae contra las escamas del techo, lluvia que corre calle abajo hacia el riachuelo. Agua que se lleva el ayer y promete fruta fresca.

Arranco dos mechones de espárragos de mi jardín. La vanidad de propietario. Heredé unas plantas de espárragos. Se hierven y quedan bien con la ensalada, metidas en el plato, adornadas con quinua.

Abro la última revista The Atlantic: When Lincoln was an Idiot es una crónica escrita por Mark Bowden que deja bien en claro lo que la mayoría de sus contemporáneos pensaban acerca del buen Abraham: incompetente, impresentable, escaso de neuronas, prepotente, idiota…Se murió asesinado y aún su detractores publicaban notas al día siguiente felicitándose por las mejores credenciales de su sucesor. Lincoln perdía la batalla de la opinión pública todos los días de su presidencia.

¿Cuántos de nosotros peleamos la misma batalla día a día? Unidos contra las convenciones y las reglas, haciendo lo que no parece estar bien. En un cerro, me llamaban «mente colonizada». Mientras cruzaba de noche los cultivos empantanados y respiraba el fresco de la madrugada, me preguntaba hasta qué punto la vida es muchas vidas y la que hemos escogido no es la que mejor nos sirve.

La clave es el respeto. Mientras (¿avanzamos?) con las herramientas que hemos conseguido o que nos han puesto en el camino, millones de individuos escarban otros surcos y apuntan a otros horizontes. La religión, que nos fortalece, se ve ridícula analizada con otros ojos que no sean la fe. La fe nos impide recorrer otros caminos.

«En mi mente colonizada yo no podía entender la conexión entre la tierra y los hombres, entre una hoja de coca y la verdad, entre una piedra del camino y la salud, entre una papa y la eternidad». El respeto: camino a la verdad.

Respeto, muchas veces, es también enfrentarse a la tiranía de quienes creen que todo recurso necesita convertirse en monedas. Pienso en ciertos paisajes contaminados camino a la sierra de La Libertad, pienso en una montaña próspera, los ruidos del amanecer, los animales.

Vallejo: Camino a Santiago de Chuco

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Los festivales de nuestros pueblos muchas veces son sinónimos de desorganización. Fiestas folklóricas o literarias y peregrinaciones culturales casi siempre llevan el riesgo implícito de la falta de programación, las carencias arregladas al último minuto, la mala cama y la mala comida con la ira que éstas conllevan, la última hora siempre improvisada.

Sin embargo, a pesar de uno que otro problema, la peregrinación organizada por el grupo «Capulí, Vallejo y su tierra» a la ciudad de Santiago de Chuco, fue una excepción a la regla. Dividiéndose entre sus obligaciones como catedrático de San Marcos, investigador, escritor  y presidente de una organización de santiaguinos que honra a su poeta, Danilo Sánchez pone frente a sus invitados cada año, desde hace 14, un festival cultural que tiene en el centro de las celebraciones al pueblo mismo, quien participa con animada entrega los tres días que dura la fiesta en tierras santiaguinas.

El evento, que se realiza cada mes de mayo, empieza en Lima. Este año, en la Casa de la Literatura Peruana, se reunieron una buena cantidad de estudiosos y admiradores de César Vallejo. El día de la inuguración tuvo un auditorio repleto y una velada que incluía discursos, poesía, música e himnos–de muy buen gusto–a la memoria del poeta. Fue mi primera vez en la vieja estación de Desamparados y me llenaron de orgullo los peruanos que trabajaron para preservarla y mantenerla. También me causó intriga la noticia, difundida meses atrás, de los intentos de algunos burócratas por transformar la casona en oficinas palaciegas. La casa de la literatura peruana es magnífica. Si es que otra vez trataran de tomarla, cuéntenme en la primera fila para defenderla.

Las conferencias del día siguiente no tuvieron tanto público. Sí dejaron claro la variedad de los invitados que llegaron a las celebraciones. Había una pequeña delegación de casi cada uno de los países de nuestro continente americano. Todos ellos tenían una historia de amor con Vallejo que contarnos. Algunos habían pasado del amor a la pasión, y algunos –gajes de estos eventos– con peor gusto y menos preparación que otros.

Lo más interesante no siguió en la breve estadía en Trujillo (a pesar de la pomposa ceremonia organizada por los vallejianos en un edificio imponente y de pésima acústica al lado de la Plaza de Armas); sino en Santiago de Chuco, a donde llegamos el viernes 16 de mayo, después de 6 horas de pintoresco viaje en autobús. El recibimiento, a cargo del comité santiaguino de Capulí, incluyó el fervor de cientos de niños y adultos, cuyo afecto se prolongó en aplausos, vítores y bandas de música, mientras desfilábamos con letreros y pancartas alrededor de las calles del pueblo. Este afecto se prolongó durante los tres días que estuvimos con ellos.

Hubo fiesta. Bailes multicolores de pallo, la danza típica de los Chucos. Declamación, folklore, guitarra, teatro, adoración al sol, globos lanzados al aire, cañonazos al alba, fogatas en las esquinas, serenatas, talleres de lectura, chicha en el camino, ágapes por la noche, tajadas y café entre la multitud de la plaza, risas y sorpresas. El comité organizador se desvivió en sus atenciones.

Santiago de Chuco tiene la forma de una serpiente bicéfala. Sus dos cabezas son visibles desde el cerro Quillahirca, a donde subimos de madrugada para agradecer a la tierra, donarle chicha y celebrar el amanecer. Los Chucos vivieron allí, adorando a sus deidades hasta la llegada de los españoles. El Señorío de los Chucos se convirtió en una pequeña ciudad que fue próspera en el siglo XX, hasta los años de la Reforma Agraria, cuando se dividieron las haciendas y empezó la decadencia y la emigración santiaguina.

Vallejo no fue tan pobre como lo pinta la leyenda. Visitamos la escuela donde recibió las buenas clases del francés que le serviría para conversar en París y enamorar a Georgette. Sus hermanos y sus padres, enterrados en Santiago, fueron burgueses no tan prósperos. Algunos trabajaron de empleados bancarios, holgazanearon en los mismos cerros y vieron los mismos paisajes magníficos que hoy se asoman frente al Mirador, a la salida del pueblo.

A la entrada de Santiago, nos recibió una bellísima estatua dorada del poeta, con fondo de praderas y cielo azul. Cuando nos acercamos, los encargados del monumento pusieron a funcionar una magnífica caída de agua.

La casa del poeta ha sido bien reparada con ayuda de la empresa privada y del INC y en ella un grupo de escolares interpretaron el poema de Trilce donde Vallejo honra a sus hermanos y a su pueblo. En el cementerio, se ha reproducido la tumba de Montparnasse que los familiares no desean que sea trasladada de regreso. Conocí a un descendiente de Vallejo, un joven con las facciones de su tío bisabuelo, quien declama a los peregrinos para que imaginemos cómo era César antes de que la enfermedad mal curada lo abatiera en París.

Hay detalles negativos. Por ejemplo: la mala política del alcalde de Santiago, que en querella con los organizadores de este festival –quienes no lo apoyan en la destrucción de un hospital donado por Cuba luego del terremoto del 70– le puso candado a la Casa Municipal y pagó a las escuelas de bailarines de los pueblos aledaños para que no participaran. Maldita sea la política en estos eventos. También se critica a las bien enternadas autoridades trujillanas, que dejaron en el patio a los poetas e investigadores que llegaron desde otros países sin la indispensable corbata para ingresar a sus salones privados. Les cerraron las puertas a una cena excluyente en honor a Vallejo.

Todo lo demás fue feliz: las conversaciones que iban hasta la medianoche, las botellas de pisco mezcladas con poesía, los chistes de argentinos, de peruanos, de venezolanos, de pastuzos, de santiaguinos. Algunos músicos que han recorrido el Perú, dijeron desde el escenario que ésta es la celebración cultural más importante de nuestro territorio. Debe de serlo.

Antes de marchar hacia Santiago, durante mi primer día en Lima, encontré una edición bien conservada–Populibros– en mi biblioteca: Trilce y Los Heraldos Negros. Releí en las hojas amarillentas, esos versos que me alcanzaron en la adolescencia y que me hicieron amante de su obra. Ha pasado mucho texto y mucha poesía entre aquellas lecturas y mi vida en Nueva York. Es un milagro haber regresado, después de haber viajado por esos caminos. Un milagro que, para algunos, se repite todos los años.

De maestros y de hombres

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«Fíjense en la pizarra. Así se escribe primero de mayo. En todos los paises del mundo, el primero de mayo es el día del trabajo. Excepto en los Estados Unidos porque este país cree que ésa es una celebración comunista. Por eso celebramos, en otra fecha, el Labor’s Day»

Termino de darle el discurso a mis estudiantes y ya sé que debo hablar menos. A ellos no les importa lo que yo pueda decirles. Por último, están más concentrados pensando en qué momento les reparto la prueba sobre el imperfecto, el presente perfecto y el pluscuamperfecto del modo subjuntivo,  que en mis comentarios –tan fuera de lugar– acerca del día internacional del trabajo.

Algunos de mis amigos parecen recordar, con claridad,  frases y comentarios de sus maestros destinados a convertir su vida en un camino ascendente. Yo no.

Escarbando en mis recuerdos, en esas largas horas que pasaba frente a un pizarrón, sólo me llegan las memorias que me hacen sentir mal: esas lágrimas incomprensibles cuando por un error arruiné una prueba completa de ortografía, y la profesora Doris preguntó desde su carpeta por el inapropiado sonido de mi llanto; el día en que insulté a una compañera de la que estaba medio enamorado, llamándola gorda, y la profesora Zoila nos obligó a darnos la mano; la humillación frente a las barras a las que tenía que saltar y avanzar colgándome de dos en dos, y el profesor Atilio castigándome con dos vueltas completas a la cancha alta y a la cancha baja; la reunión, sentados en una banca de madera de color gris –todos mis recuerdos del colegio vienen con ese color– con el profesor Valiente, diciéndome que una de mis compañeras, una soplona, había descubierto mi intento ilegal por ayudar a un compañero a punto de repetir el año, jurándome que podían expulsarme pero que, para ser más justos, habían decidido expulsarlo a él.

Recuerdo también momentos ligeros, bromas como las del profesor Castañeda haciéndonos saber que la mejor manera de combatir una infección era orinando encima de una herida; o del profesor Barrientos, moviendo las orejas al mismo tiempo que sus cejas al grito de «¡Por la patria!» (Saber que lo botaron del colegio por venderle los exámenes a los alumnos, no disminuye mi fascinación por ese panzón que nos mostraba los fondos agujereados de su saco de terno y nos decía, mientras pedía que lo ayudemos a empujar su Escarabajo que no prendía, que también dictaba en dos institutos y daba clases privadas para cubrir sus gastos).

Hace unos meses, de vacaciones en Lima, me tropecé de casualidad en una rampa de estacionamiento con el Padre Gastón Garatea. Doblado y agotado, me miró sin reconocerme. Aproveché para declararle mi simpatía por su pequeña lucha contra el dictador de mal carácter y cuestionable hoja de vida que sujeta hoy las riendas de la iglesia católica en el Perú. No sé si recordaba que frente a su escritorio, él sosteniendo unas fotocopias de caricaturas de alguno de mis profesores más tontos, él me perdonó la vida. En realidad, reforzó mi impresión de que no tenemos que hacer todo lo que nos dicen las autoridades: burlarnos de ellos es la consecuencia de juzgar el mundo en base a otros principios. «Que no se entere», me dijo antes de devolverme los papeles, con un gesto de entendimiento que se complementaba bien con lo que nos enseñaba en sus clases de filosofía, de las cuales–lo confieso– sólo recuerdo un nombre: Hegel.

He escuchado reclamos que lanzan quienes compartieron la escuela conmigo. Muchos profesores me dieron todo lo que sabían y todo lo que eran capaces de dar. Otros abusaron de su autoridad: el libidinoso del chato Mendez, un energúmeno apellidado Martínez.

Los veo a todos, en la memoria, caminando gastados por los pasillos de patio, intentando hacerse de la vista gorda antes quienes no portábamos la insignia o nos olvidábamos –a propósito– de la horrible chompa gris del colegio. Pobre gente. De todo su tiempo frente a nosotros, qué poco recordamos.

Y allí estoy yo. Una tarde del primero de mayo. Parado frente a la clase, con la camisa que me aprieta, el chaleco que me abriga, el tobillo que aún me duele y la cojera que apenas me permite ir de una carpeta a otra, entregándoles la prueba. Intentando inspirarles la pasión por un idioma que llena mi vida. En ese intento, sobrellevando mis propias taras, conflictos, deficiencias e inseguridades, he hecho el ridículo, más de una vez.

Tal vez sea mejor: que no me brinden demasiada atención.

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