
Llega a las pantallas un nuevo proyecto de Spider-Man y el comentario parece ser unánime: es una porquería.
No entendí muy bien cuál es el motivo por el que se tiene que reinventar a un superhéroe que se ha reinventado hace sólo 10 años (además de los motivos económicos). Esta semana en The New Yorker, Anthony Lane lo destroza. Critica desde la falta de sentido del humor de los personajes (y los diálogos estúpidos de Parker) hasta la escasez de imaginación del director. Esta apuesta por el dinero fijo y el mal cine, sólo revuelve alrededor de la capacidad de los efectos especiales por llegar más arriba y hacer el mayor ruido posible. (Como ese otro bodrio llamado Transformers )
Hace unas semanas leí una serie de comentarios devastadores sobre The Avengers en una página dedicada a los comics. Los fanáticos descargaban bilis acerca de la infidelidad de la película hacia el «espíritu» de Los Vengadores. Sin embargo, a mi me había encantado el tono sarcástico con que el que se autorretratan en aquella película los superpoderes, las superflaquezas y la relación de estos engendros disfrazados con la ciencia y con los humanos. Está muy en la línea de lo que hizo Alan Moore con Watchmen.
The Avengers, con la gran capacidad para burlarse de ellos mismos, me parece no una falta de respeto, sino una puerta de acceso (tal vez la única) para quienes quieran seguir trabajando con la reinvención filomográfica de héroes que no necesitan de «reinvención».
Recordemos que aquella capacidad de los dioses y semidioses de reirse de sus propios poderes y debilidades –enmedio de la inevitabilidad de su tragedia– es una de las grandes cualidades de las obras de –entre otros– Sófocles y Homero. Con menos humor y nada de transgresión, la saga de este hombre con poderes de araña sólo tiene futuro en la taquilla de las siguientes semanas.
Después vendrá el olvido y se la tragará.
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