Nunca fui fanático de Ribeyro.
Recordaba, con claridad, ciertas imágenes de Por las azoteas, que leí de niño en el colegio; y otras menos claras de La insignia, Silvio en el rosedal y Los gallinazos sin plumas, que releí después de ver la película de Lombardi (Caídos del Cielo) inspirada en el cuento. Pero ninguno de sus cuentos me había impactado como la delirante Muerte de Sevilla en Madrid o Con Jimmy en Paracas de Alfredo Bryce. Así que cuando emigré, mi edición barata de La palabra del mudo se quedó tomando polvo en una repisa de mi pequeño librero en Lima.
La única vez en que algo escrito por Ribeyro me llenó de emoción fue durante un retiro espiritual alcohólico en una playa del sur. Yo tenía 20 años y entre los pocos libros que encontré para matar el tiempo en una casa donde solo se hablaba de alcohol, de sexo y de cigarrillos fue Solo para fumadores. Me impactó, y alguna vez intenté buscarlo para releerlo, sin suerte. Supongo que tampoco le puse tantas ganas. Como les dije: Ribeyro no era lo mío. Si me preguntaban de cuentistas en español yo me limitaba a repetir que El rostro de tu sangre en la nieve y El verano feliz de la señora Forbes eran los dos mejores cuentos que había leído jamás.
Mi percepción de Ribeyro cambió a fines del 2009. Estaba en la librería del Fondo de Cultura en la Feria Internacional del Libro mexicana, buscando un tomo de ensayos de Alfonso Reyes, cuando de casualidad encontré Antología personal, la selección que Ribeyro realizó y prologó muy pocos meses antes de su muerte en 1994. La compré. Tal vez porque ya había escuchado hablar demasiadas cosas buenas de Ribeyro, o tal vez porque estaba más viejo y sabía un poquito más.
Me lei Antología personal de un tirón en el avión que me regresaba de Guadalajara a Nueva York, sin pasarme una sola página de los ensayos, de los cuentos, de las prosas apátridas, de los fragmentos del diario y de las obritas de teatro. Me leí todo y todo me gustó. Ahi estaba la apabullante Solo para fumadores, pero también estaba Silvio en el Rosedal que terminé de leer preguntándme como había podido menospreciar a esta pequeña obra maestra en mi adolescencia.
En agosto me publicaron un cuento en una revista universitaria mexicana y un profesor y destacado crítico español que suele interesarse por mis escritos, tuvo a bien leerlo y decirme como si me lanzara un gran elogio: «Me ha gustado. Me hizo recordar mucho al estilo de Ribeyro».
Por supuesto que me sentí halagado pero su opinión no me pareció del todo correcta. Al fin y al cabo lo único que había leído recientemente de Julio Ramón eran esas pocas páginas de su Antología.
Si hubiese alguna influencia en ese cuento, tendría que ser la del librito de crónicas imaginarias de Juan Villoro llamado Tiempo transcurrido porque después de leerlo, mientras me hamaqueaba frente al sol y el mar de Tanaka, recuerdo haber empezado a jugar con la idea de retratar ese momento épico en que mi padre y el padre de mis vecinos, los Durojeanni, entraron entre los maizales de la entonces casi despoblada Avenida Javier Prado Este, haciéndose camino a machetazos hasta el terreno donde se construiría nuestra urbanización.
Sin embargo unos días después, este profesor que me había sacado en cara la influencia de Ribeyro, me encontró en el pasillo de Lehman College para darme las fotocopias de ese cuento que a él tanto le gustaba y que era el que más le recordaba el estilo de mi cuento Los Duros. El cuento de Ribeyro se llamaba Los eucaliptos.
Me encerré en mi despacho a leerlo.
Y allí estaba: toda la influencia de un cuento que yo no había leído jamás. Un cuento bellísimo, casi un poema escrito en prosa que tocaba el tema de la transformación de la ciudad de Lima, de las calles y de los personajes que se había atragantado la metrópoli mientras crecía de manera vertiginosa. Allí estaba la clase media limeña lidiando con la hora peruana, la informalidad, la diferencia de clases y la amistad al lado de las huacas, del mar y entre los árboles.
Así que cuando hace una semana decidí prepararles a mis estudiantes de español una clase de comprensión de lectura, no solo escogí un cuento de Ribeyro («El banquete»), sino que durante muchas horas me dediqué a recopilar fotos, videos e información sobre Julio Ramón Ribeyro. Leí todo lo que encontré de su obra en Internet, las muchas reseñas de todo tipo; y me encargué a Lima los dos tomos de La palabra del mudo.
En muchas de las fotos que escogí para las diapositivas que presenté ante mis estudiantes en la clase, Ribeyro sale con su amigo el cigarrillo, en otras con su amante: la máquina de escribir. En muchas de las fotos él mira a la cámara como si mirara a otro lado, como ese personaje de Los eucaliptos que observa pensativo la calle de un barrio que se ha transformado para siempre frente a sus ojos.
Y me pregunto si así miraré yo a Lima. Con esos ojos que por más que quisieran no podrían olvidar.
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