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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

noviembre 2011

Siempre al borde del mar

Siempre empezaba la marea brava mientras nosotros empaquetábamos nuestras cosas para irnos de la playa. El mar crecía de a pocos, con empujoncitos. De vez en cuando llegaba algún gruñido que era producto del impaciente rebote de las olas contra las peñas. Nosotros seguíamos pescando, fijándonos si teníamos tensa la cuerda, si habíamos dejado los peces lo suficientemente lejos de la marea, si los niños no se estaban metiendo en problemas. Era muy fácil meterse en problemas en aquella playa. Bastaba pisar la piedra incorrecta, resbalar en un instante de descuido y aterrizar aterido y violento sobre las rugosas rocas.

Me gustaba observar el mar. El cielo se iba haciendo rojizo con calma a lo largo de la tarde: lento, sin agitación, espontáneo. Nadie esperaba otra cosa que aquella maravilla y el cielo se sabía seguro de todos sus poderes. El color bañaba el mar de rojo y entonces todo se pintaba de aquellos tonos. Las aves se apuraban en bandadas hacia sus nidos, los lobos suspiraban hacia la roca grande donde se tendían a secarse antes de dormir, nosotros tensábamos el cordel una vez más y por encima del hombro hacíamos el plan mental para nuestra retirada. De repente llegaba la marea con un ronquido amenazante. Alguno de los niños se salvaba de tropezar y empezaba a mirar con miedo a la espuma blanca que los acorralaba. Nos observábamos con una sonrisa satisfecha y empezábamos a envolver en una red de recuerdos nuestro día de pesca.  El regreso hacia la casa era con linternas. Había siempre un aroma a calor salado, a una inteligente combinación de realidad y de sueños.

Pensé que así sería para siempre.

El lugar había sido heredado durante siglos por generaciones de familias que se acostumbraron a disponer de la tierra y el mar circundante a voluntad. Había papeles de los comuneros que promulgaban al pueblo entero como propietario pero –como siempre– eran unos pocos los que habían escogido los mejores solares y levantado techo sobre piedras a prudente distancia del agua. Mi familia había llegado por primera vez detrás de los caballos de un abuelo que era propietario de la mitad del pueblo. Yo nací en una época en que no quedaba nada de aquella historia de opulencia.

El camión de mi padre era demasiado viejo y tenía el casco inferior carcomido por la herrumbre. Las piedras del camino que descendía desde la carretera nos condenaban a los pasajeros a subirnos y bajarnos cada vez que parecía que esta máquina herida por los años y el descuido, se montaba sobre alguna roca y parecía que seguir con nosotros encima equivalía a partirla en dos.

Mi padre tenía una mala manera de mirarnos cuando eso sucedía, como si las incapacidades de su camión se le pudieran adjudicar a su hombría. Su espeso bigote negro era borrado de repente por el brillante rencor que iluminaba sus pupilas. Temblábamos con los insultos dirigidos hacia mi madre y a sus hijos. Él retrocedía, levantando más polvareda de la necesaria, y atacaba el camino con el motor generando un grito de guerra truculento, casi afónico.

En las últimas curvas, la bajada le daba velocidad y mi padre podía fingir una entrada exitosa al verano. Durante la temporada estábamos prohibidos de subirnos al camión. No podíamos dejar la playa. Los pocos viajes que él hacía eran para cuidar sus chacras y los realizaba solo. Nadie en el pueblo sospechó que si nos íbamos últimos, bien comenzado marzo, era porque a mi padre le asqueaba la idea de que su camión se quedase inútil, frente a otra gente, atollado en las curvas del camino de regreso.

Ese camión nos bastó para ir a la playa mientras no fue alcalde. Cuando lo eligieron, después de una campaña en que parecía estar aspirando a una versión de la sonrisa eterna,  lo primero que hizo, además de cerrar la boca–le quedaba mal y él lo sabía–fue tirarse el dinero para los arreglos de la carretera y encargarse a Lima un camión nuevo. Creo que sabía que todos lo sabían. También estoy seguro de que la opinión del pueblo le importaba una mierda.

Sobre los cuentos de DeLillo

Don DeLillo y su primera recopilación de cuentos

Me han  recomendado el último libro de Don DeLillo, una colección de nueve cuentos. En la reseña que le dedican en el New Yorker, Martin Amis  anota que todos los autores que admiramos siempre tienen obras que sobran, libros que nadie, solo los especialistas, releerían por placer. A Jane Austen le sobrarían tres libros: Sense and Sensibilty, Mansfeld Park y Persuasion; de George Eliot solo nos quedaría Middlemarch; de Milton Paradise Lost; y, si pudiéramos, nos desharíamos de las comedias de Shakespeare y de algunos dramas históricos.  No estoy de acuerdo con Amis en que –a pesar de la trascendencia de Ulysses–se deshaga de la primera novela de Joyce. Yo podría, perfectamente, soplarme con placer, una y otra vez el Retrato del artista adolescente. El mismo caso sucedería con Vargas Llosa: Hay que leer Conversación en La Catedral ¿Pero debemos negarnos el placer de leer La ciudad y los perros?

Amis se refiere a una frase de John Dryden: la buena literatura trata de darnos «placer y enseñanza». Si bien la enseñanza no siempre nos da placer, el placer siempre nos enseña algo. Dryden ya nos escueleaba en el  siglo 17, machacándonos que lo más importante en los textos–siempre– es la claridad. (Por eso–además de sus inspirados prólogos y epílogos a las obras de Shakespeare–los escritores siempre deberían cargar las obras completas de Dryden).

Además del New Yorker de la semana, donde encontré un breve texto contra quienes ascienden en la Academia burlándose de la veracidad de enseñanzas liberales como el «sagrado» Canon o  la evolución de las especies (Who wrote Shakespeare? de Eric Idle); empecé a leer The Book of Evidence de John Banville. Ése es el primero de un pequeño cargamento de libros que me ha llegado desde Amazon.com, donde hay dos de W.G. Sebald (Austerlitz y Los Emigrantes), Istambul de Pamuk,  Les particles elementaires (Atomised) de Michael Houellebecq, y Estrella distante de Roberto Bolaño. Con eso, espero estar bien preparado para las vacaciones largas del Día de acción de gracias y para el receso de verano.

Regresando al artículo sobre DeLillo: Amis lo recomienda. Es más, confiesa estar enamorado de los nueve cuentos de The Angel Esmeralda: Nine Stories. Claro que yo tal vez debería releer White Noise o meterme con alguna de sus novelas antes de enredarme entre sus cuentos.

Volví a ver El Inconquistable, el video de Beto Ortiz sobre Vargas Llosa que acompaña la edición de Estruendomudo. Me parece que éste tiene imágenes adicionales del que había visto antes (2010) en Internet. De todos modos, lo importante es que está muy bien hecho, con el amor con el que se hace algo para los ídolos (y no me refiero a Beto, ídolo de Beto). Es un excelente ejemplo de un perfil periodístico escrito con cámaras.

También me ha gustado el video Villoro sobre Villoro, que acompaña al libro Materia dispuesta, Juan Villoro entre los críticos, de editorial Candaya. Al opinar sobre la caótica configuración del DF, Villoro menciona que la capital mexicana es la prueba «escrita en piedra» de que para los millones de personas que emigraron hacia esa ciudad, existían lugares mucho peores.

Los insoportables peruanos

Esta es la entrada publicada el 17 de noviembre en la bitácora Newyópolis de FronteraD

Somos una peste cuando empezamos a hablar de nuestro país. Lo reconozco. Se nos va la lengua mientras enumeramos mentalmente las callecitas orinadas de las ciudades serranas, las piedras desordenadas y casi siempre abandonadas; y los paisajes infinitos que hemos conocido –la mayoría de nosotros en tediosas y complicadas mini-aventuras de viajes de promoción o de fines de semana largo (muchas veces semi o totalmente alcoholizados)– para confirmarnos, ante el mundo entero, que venimos de una tierra maravillosa.

Cuando nos ponemos a hablar del Perú frente a los ignorantes que se arriesgan a indagar sobre nuestro país, se repite aquella escena de las tiras de Mafalda en que ella le pregunta al padre sobre sus años de servicio militar. Si nos jalan la lengua la víctima tiende a ser sumergida, sin compasión, en esa larga lista de exageraciones que conforman las «verdades» de nuestro patriotismo: la capital gastronómica de América; el milagro económico (que nadie sabe a quién adjudicárselo); el auténtico pisco, la reserva biológica de la humanidad, la cuna de la papa…etcétera. Tendemos a indigestar con la violencia de un rocoto relleno arequipeño sobre el estómago poco preparado.

No sé si suceda lo mismo entre otras tribus de Newyópolis. Me ha tocado conversar con españoles a los que es difícil contradecir cuando empiezan a enumerar la calidad de vida en sus pueblos (pre-recesión europea) allá en la península; con colombianos que me han dado clasecitas magistrales sobre la calidad única de su café y la pureza de su castellano; con un turco que comparó a sus playas mediterráneas con el paraíso; y con algún argentino que me repitió en alguna época (también pre-recesión) que Buenos Aires es la Nueva York del sur. Pero repito, ninguna tribu tan capaz de exagerar sin argumentos ni tan insoportable cuando habla de su país como la nuestra: la peruana.

Claro que a veces los otros se la buscan. Nos mencionan algún ají de gallina –que nosotros sabemos mal hecho– como lo mejor que han comido en su vida; o nos dicen–como un amigo brasileño–que su sueño era morirse tocando flauta en las alturas de Machu Picchu. De repente nos sorprenden con su conocimiento de las 8,000 variedades de nuestra papa y nos jalan la lengua comparando un viaje al Perú en la época del terrorismo (mucho peor: en la época en que Alan era presidente y Gorgojo Del Castillo era alcalde de Lima) con su última travesía durante este año donde se empacharon en cuarenta restaurantes distintos y subieron 8 kilos mientras miraban el mar, alucinados por la transformación de Lima.

Me duele reconocerlo, pero los peores peruanistas–es decir los más acérrimos–son los chilenos. Es como si se sintieran culpables de algo. Ni bien reconocen tu peruanidad te dicen de frente que el pisco no lo crearon ellos, que es un hecho evidente que el pisco peruano es más rico que el chileno y que ellos solo han sabido comercializarlo mejor. O les pongo el caso de un poeta mapochino, moderno y antipoeta hasta el tuétano, que con casi 60 años en la brega literaria me soltó en la cara que «Neruda no es nadie si lo comparas con Vallejo».

¿Qué responderle? Si nuestro ego ya está demasiado torcido por nuestra auto complacencia. Si nuestra sangre ya casi corre en chorritos blanquirrojos. ¿Cómo evitar hablarles de nuestro último viaje a la bellísima sierra de La Libertad donde Vallejo creció incubando esa dulce tristeza que impregnaba sus versos? Y si una amiga serbia nos dice al vernos–casi conteniéndose de abrazarnos al saber que somos peruanos–que estuvo en Cuzco y Machu Picchu y que aquella fue la experiencia más impresionante de su vida ¿Cómo no mencionarle las recién descubiertas estructuras de Choquequirao, en un paisaje tan imponente como el que ella acaba de visitar? Y si nos jalan la lengua no nos queda otra cosa que hablarles de las ruinas de Sipán y su museo; de Kuélap, de la momia Juanita en Arequipa, de Caral, la ciudadela más antigua de América; de la Semana Santa ayacuchana, etc.

En fin. Creo que me entendieron. No quiero ser comparado con un rocoto relleno.

Amanecer

Ellas circulan por mis sueños,

Como sirenas

Mojando sus dedos.

¿Debo seguirlas?

«Paciencia» dicen,

Endulzándome con

Sus besos líquidos.

«Tus pasos requieren

Cauces de ríos

Desesperados

Y páginas-biombo que protegan tu cuerpo

Del temor.»

Terminé de soñar que soñé que era yo

Que soñaba con ellas

Cuidando mi cuerpo.

Y desperté con mis brazos extendidos.

 

Por allí viene el invierno

"Dejaré un camino de hojas secas para que me sigas". Foto de Sylvia Rueda. Flicker.

Una vez un viejo sabio, que trabajaba estacionando coches conmigo en un club de golf durante el verano y se iba a pasar el hielo en su casa en la Florida, me detuvo entre dos escalones del estacionamiento y señalándome un espacio entre los árboles pelados y la grama cubierta completamente por hojas amarillas, me dijo: «Fíjate muchacho: por allí viene el invierno».

Yo había llegado de Lima unos meses atrás. Aún me estaba acostumbrando a la idea de pasar las fiestas de fin de año solo, en ese paisaje extraño, entre esas hojas de árboles cuyo nombre no sabía. Miré el dedo sin decir nada y él guardó la mano pronto en los bolsillos de la casaca verde que nos regalaron para que sobreviviéramos en el hielo. Seguimos trabajando.

Además de esa frase, que me viene a la mente cada vez que empieza el espectáculo de las hojas que caen, apenas si recuerdo otra cosa que su nombre: José. Debe estar ya en Florida, gozando de la jubilación ¿Se acordará de mi? ¿Acaso le daría pena saber que como todos los años yo sigo mirando el mismo espacio entre las hojas, imaginándome ese camino natural por donde llega la estación de mierda?

Quienes trabajábamos con él lo envidiábamos y lo detestábamos al mismo tiempo. Mis compañeros y yo acabábamos de aterrizar en Estados Unidos y corríamos casi sin descanso por la ladera del estacionamiento. No nos importaba si los socios del club nos encontraban sudorosos al abrir la puerta del auto, mientras nos dieran las gracias y la propina. Éramos trabajadores, contentos de ganarnos el pan con nuestro poco idioma y nuestras muchas ganas. José no. Decía con orgullo que iba a cumplir 60 años en un par de meses; contaba cómo se había ganado la jubilación durante unos 30 años abriendo la puerta en un edificio en Manhattan; no le importaba detenerse a conversar con las socias más veteranas que lo miraban con extrañeza mientras él gesticulaba como un dandy, explicándoles sus aventuras neoyorquinas y sus proyectos.

Ese mismo invierno, arrejuntados dentro de la caseta con calefacción donde matábamos el tiempo mientras se terminaba alguna fiesta o salían de cenar, José nos miró uno a uno e hizo sus pronósticos. Había un puertorriqueño que siempre venía muy bien vestido y algunas veces drogado. Dijo que él se iba. No volvería otra vez al club, el año lo sorprendería haciendo otra cosa «si es que no te meten a la cárcel». Había un hijo de libaneses que pensaba que se iba a quedar para siempre porque el trabajo le permitía levantarse tarde y salir temprano «Tú te vas» le dijo, con los ojos fijos, de loco –que puso las muy pocas veces en que se transformó en un energúmeno– sin disimular la rabia que le tenía al libanés, que siempre se burlaba del viejo, cuando éste bajaba y subía las escaleras, descansando casi en cada peldaño, con extraordinaria lentitud.

Entonces me miró a mí, que lo observaba un tanto asustado por sus predicciones, y me dijo «Tú te vas a quedar. Estarás aquí al principio de la próxima primavera».

Mal día para pescar

Escena de la película uruguaya Mal día para pescar (2009)

Toco una tecla de la computadora y siento el dolor de cabeza instalándose. Como si una idea quisiera acampar allí, como si existiera un sueño al que le provocara quedarse en ella.

Nevó hace una semana, muy inusual. Desde entonces ha mejorado el clima pero aún quedan restos de nieve. He empezado un nuevo año de vida, vi esta mañana una rendija más en mi frente: una arruga. Descubro que los anteojos de sol cubren las patas de gallo y los ojos cansados. No sé por qué se me ocurre ahora que siempre he tomado mis mejores fotografías con la luz del día. Una asociación entre mi vida y mis fotografías. Las fotografías hablan de mí, eso lo sabemos todos. Y hablan de lo que no me gusta mostrar. Creo disponer de cierto talento para elegir lo que debería salir de la foto. Y ese es el mejor secreto de toda buena composición.

Volvamos a Onetti. He leído «El pozo». En un tren a Princeton después de aburrirme de «Los adioses». Descubro allí una oscuridad que se supone que puede descomponerse. Camino conversando sobre Onetti. Mi intelocutor me dice todas las cosas que un escritor puede aprender de él. «Tal vez él lo haya conocido», pienso yo. Tal vez en la misma ciudad de Santa María: en ese pequeño infierno. Casi como un Jaquí más grande. ¿Les conté? Casi les dije todo en la novela, pero sospecho que solo en mi cabeza tienen sentido las imágenes de esa mujer abandonándonos a los dos con el polvo, caminando hacia la pampa o hacia la bodega, calle arriba, sílaba por sílaba, haciendo las pausas para que no se nos pierda nada: «Donde hubo fuego, cenizas quedan». ¿Qué habrá pensado ella, mi ex? Desde entonces no hemos hablado. Por medio de terceras personas sé que está bien, que tuvo tantos hijos (¿Ven? ya lo he olvidado. No puedo recordar ni cuántos) Y al fin y al cabo en este cuento, en esta crónica, en esta memoria, en esta mezcla de géneros no sé ni siquiera si tenga sentido decirles que así era Jaquí: como esos días en que me iba detrás de la loca de la tía que tenía en su casa fotonovelas porno. Las escondía debajo del colchón, pero siempre nos dejaba un pedacito de la esquina visible, para que sepamos, sin que nos los diga, que había una revista nueva. Se iba con algún pretexto y nos dejaba a solas a mí y a su hija, libres para inspeccionar su cuarto, levantar el colchón y leer un par de veces sus revistas.  Después volvía y nos hablaba de Dios y de la iglesia. De lo mucho que la necesitaban los curas porque ella vivía en olor de santidad. Me pregunto si será cierto que la iglesia–el terreno y la construcción–fueron donaciones de mi abuelo. Les dio una catedral y un cementerio, para que los jaquinos vivamos en paz con los dormitorios eternos de arriba y de abajo. Con el bien y con el mal.

Leí «El Pozo» y me impactó. Me llenó de ganas de ser un buen escritor, de inventar recursos como los que crea Onetti mientras recita una historia cruda y sencilla como cualquier otra que hemos escuchado en la calle polvorienta del pueblo o en los periódicos amarillentos. Una mujer casi violada. Un hombre a quien le perturba la idea de que tal vez en ese momento, lo mejor para ella era que lo hubiera hecho. Que esa mujer rechazada jamás se lo iba a perdonar. Reconstruir esos momentos toma toda la vida. Tal vez uno empieza a querer repararlos ni bien los ha destrozado. Tal vez es como la escena de «Solo para fumadores» en la que apenas si se ha deshecho de los cigarrillos y ya Ribeyro siente que debe lanzarse por la ventana a recogerlos. Tal vez las imágenes desesperadas sean  por las que yo me mataré toda mi vida.

(Un poema ¿por qué ya no escribo poemas?)

Es cierto que fui yo quien me asomé detrás de ella. Es cierto que fui yo quien empecé a tocarla. Pero también es verdad que era un niño y que ella era una niña y que después de besarme fue ella la que se me entregó. ¿Esa imagen me torturará? No siempre. Hay veces en que cierro los ojos y me provoca una sonrisa, ensueños en los que yo soy un personaje y ella guía mi mano y después–mucho después–me arrincona contra una pared, me besa con rabia y me pregunta ¿por qué ya no me buscas? Y si la hubiera buscado ¿Dónde estaría yo ahora? Estaría como el Príncipe Orsini en esa película que he visto hoy: «Mal día para pescar»; estaría fumando un cigarrillo en una calla de Santa María e imaginándome todo lo que pudo pasar, las cosas que pude haber hecho con mi vida.

Pude. Jamás lo hice. Tendré que darme crédito por haber tomado algunas buenas decisiones, por no haberme dejado embaucar en torpezas lamentables, como por ejemplo: las de tener un hijo con ella. Ella, que me suplicaba que no me pusiera nada, que la hiciera suya.

Otros errores: haberme largado con ella, o haberme quedado en el pueblo a pescar, a ser uno más. Otros errores posibles: malacostumbrarme a sufrir. Si me hubieras visto llorando al regresar de su casa o sentado en esa silla donde imaginaba que me tocaba morir hubieras entendido de lo que hablo. Pero no me viste. Solo me vi yo y me vio mi hermano. Y mi hermano me hizo alguna broma, me hizo pensar en lo estúpidas que pueden volverse las cosas cuando uno tiene diecinueve años y cree estar enamorado.

Otro error: no haber llegado más temprano y más tarde, un par de veces que me quedé dormido, como aquella en que ella era rubia y me miraba y nos estábamos pudriendo de la risa. O esa otra en que dirigí mi mano debajo de su pantalón y no seguí. O aquella en que me rehusé a besarla cuando ella se me puso de frente, en la oscuridad;  y levantó su camiseta. Errores de ignorancia, pero quién sabe. Tal vez es cierto y nunca hubo nadie tan triste como ella.

Salud con Onetti.

En aquella feria

En noviembre de 2009 llegué  a la Feria del libro de Guadalajara, esperanzado en encontrar a un agente que me explicara como publicar una novela y un conjunto de cuentos que yo apretaba bajo el sobaco, dentro de un folder de plástico azul, ordenados dentro de pedacitos plásticos, muy organizados con una tarjeta personal llamativa y profesional, descargada a través una página web británica.

Asistí durante tres mañanas a una sala de agentes sin agentes. Ellos estaban por algún lado haciéndose cargo de negocios importantes. Yo dejaba copia de mis cuentos y mis tarjetas, confiadísimo en impresionarlos con mis hojas bond impresas a doble espacio con lo que yo suponía que era «el implacable poder de mis historias».

Dejé todas mis tarjetas y mis cuentos en uno y otro escritorio de agencias latinas, norteamericanas y europeas pero jamás nadie me llamó. En  los salones de espera de la Feria yo me imaginaba cómo sería mi vida si alguna de aquellas criaturas con poder en el mundo editorial me descubría. Llené formularios, solicitudes y dejé notitas manuscritas para que ellos las descubran «después del almuerzo». Sin embargo, como dijo el periodista que acuñó aquella frase cariñosa para los partidos aburridísimos sin goles: «allí no pasó nada».

Sin embargo, afuera del recinto de los agentes literarios, lejos de sus escritorios sin escritores, entre librerías y salas de exhibición de aquella feria con olor a multitud, pasaron muchas cosas.

En una de aquellas salas, presentando su enésima colección de cuentos con la Editorial Páginas de Espuma, Fernando Iwasaki me instó a seguir luchando: «Siempre al lado del cañón» me dijo, con la experiencia del que sabe lo que es empeñar la refrigeradora y la cocina de cuatro hornillas para pagarse una primera novela. En otra de aquellas salas, José Emilio Pacheco le puso una figura a mi derrota, en su traducción de un verso de Antíloco: «Sobreviví, es lo importante. Ya compraré otro escudo».

Si bien tanto Iwasaki como Pacheco apaciguaron mi desánimo;  el hombre  que mejor me ayudó a aceptar sin lloriqueos mi situación de latinoamericano con pluma fue Juan Villoro. Él estaba presentando un libro de crónicas sobre los personajes aguayaberados y los paisajes ardientes de la península de Yucatán cuando se le ocurrió comparar a los escritores con los vendedores de iguanas que pululan en los caminos yucatecas: «acuclillados al lado de la pista, ofreciendo un producto raro, esperando que alguien se detenga a comprarlo».

Ése era yo: un hombre ofreciéndole ficciones a un mundo donde la ficción escrita ya había pasado de moda ¿Había una tragedia peor para un escritor que la de escribir un libro que a nadie se le antojaba leer?

Juan Villoro en Nueva York

Hace un par de meses fui a ver a Villoro a la librería McNally Jackson en SoHo. Presentó el libro de Bruno H. Piché, periodista, cronista y director de Newsweek en español: «Robinson ante el abismo». Villoro nos conversó un poco de sus propias islas y de sus robinsones, incluyendo en la conversación a Proust, a Joyce, a Monterroso, a Bolaño o a Ballard,  con ese talento único que él tiene para adornar sus ensayos y sus conferencias «con rarezas para el viajero frecuente y hospitalidad para el recién llegado».

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