Manhattan está bañado en neblina. Lo cubre una lluvia que cae a trompicones. El temporal se alarga indefinidamente. No vemos el sol desde el sábado.

En la autopista, un patrullero bloquea la pista y asistimos al espectáculo de un carro triste, cubierto hasta la mitad en un charco de agua. Algunos estacionan su auto a un costado, las llantas clavadas en el fango. Trato de esquivar las patrullas, los bomberos. Nos desvían hacia la autopista. Todo se ve con una luz distinta bajo el charco de esta lluvia.

Anoche se detuvo por un momento. Caminábamos hacia la espalda del edificio agarrados de la mano. Todavía me pregunto qué es lo que me hace reír tanto. No es su risa, no es su mirada. Le digo que por momentos creo estar metido en un sueño. Tanto manejar para volver a quedarnos estancados en el tiempo. Varias tazas de café. La rutina de la pantalla en blanco, la falta de azúcar. Manejando a las siete de la mañana por la autopista a Westchester, enmedio de la lluvia, nos damos cuenta de que el planeta se ha paralizado.

Tienen un aire de pueblito los restaurantes de los suburbios. Hay tanta gente sonriente. Hemos cambiado los tamales peruanos por un par de omelets. Los chicharrones por un par de tostadas. Hace un mes y medio se salió el río y los sótanos de los edificios de las calles de los suburbios quedaron debajo del agua. Por la avenida Mamaroneck, entre los autos estacionados, circulaban los botes rescatando pasajeros. He quedado satisfecho con el jugo de naranja.

El sábado era un breve episodio de primavera. No importaba si el viernes todos reclamaban ¿Qué ha pasado con el invierno? ¿Por qué se ha quedado tanto tiempo? Yo recuerdo que el verano duró hasta mediados de enero, así que no me quejo tanto. Tal vez es mejor recibir la primavera por episodios, en avances. Al final el frío siempre se termina yendo y nos quedamos con los aires acondicionados y el sudor.

En mi primer episodio de primavera estuve leyendo los Versos Satánicos. El famoso episodio del capítulo 2, -que alguien en clase dijo que podíamos pasar por alto-, resulta siendo muy interesante. Es la historia ficcionada del nacimiento del Islam, la guerra entre las tribus que no querían a Mahoma y su religión de un solo Dios. Baal es una especie de rapero, un talentoso Eminem contratado por el jefe del pujante oasis para que dedique sus mejores versos a atacar al mensajero de Alá y a sus cuatro tristes seguidores. He abierto el tomo 3 de la Historia de las Religiones de Mircea Eliade y leo la breve biografía de Muhammed. Coincide con la ficción. Eliade recalca la importancia de Mahoma: es el único creador de alguna de las cuatro religiones modernas de importancia del cual se conserva una biografía casi completa. Su estudio permite estudiar cómo se crea una fe, cómo se establece una religión y cómo esta se esparce por el mundo.

Me imagino que es como el marxismo. Nace de un hombre y una idea poderosa que resuelve un problema de actualidad. El problema con las religiones es que es más difícil de probar si funciona o no funciona. No es como derribar un muro y probar con las estadísticas de cuanto te demorabas antes en instalar una línea telefónica o en hacer la cola para el papel higiénico. A las religiones sólo hay que tenerles mucha fe.

De todos modos la prosa de Salman Rushdie es funcional, la historia es hasta cierto punto ágil y queda la buena impresión de estar siempre aprendiendo algo nuevo. Si bien sea cómo funciona el aparato de las estrellas Bollywoodenses y las relaciones patriarcales en Bombay. Pero lo de Mahoma ha sido suficiente. Me alegra saber que estoy llegando a la página 175, donde tengo que leer hasta mañana martes antes de la clase. No había leído nada mientras avanzaba con la lectura de Middlemarch y con mi propuesta de investigación sobre Amalia Elguera.

A medianoche, tratando de escribir, me acordé otra vez de las risas y de los ojos y volví a la cama para darle un beso. Después me fue más fácil regresar a la computadora, a resumir mi propuesta de investigación. Se refrescó la memoria sobre algunos puntos que había leído entre sus papeles, diarios, capítulos mecanografiados y conferencias manuscritas. Leo entre mis apuntes que Elguera dedica una charla y muchas páginas a estudiar a George Eliot páginas a las cuales claro, ahora me gustaría volver.

Elguera tiene una tragedia sobre los momentos posteriores al duelo entre París y Menelao. El rey y Héctor instan al príncipe a devolver a Helena y este se niega con la misma frialdad con la que algunos ladrones se niegan a devolver el billete que se te ha caído del bolsillo momentos antes. No le importa haberse salvado de morir gracias a la providencia. No le importa que si no entrega a la mujer por la que toda una escuadra de griegos fue mandada a la muerte, la ciudad sea devorada por las llamas. Tampoco le interesa el amor de Helena, sólo su engreimiento justifica su fechoría.

Hay otro ensayo sobre Dante, donde Elguera descalifica a Marx por haber citado mal a Dante en El Capital. No sabía que Marx era fan de la Comedia. Sospecho que tal vez hubiera podido conversar de libros con Borges, entre mordida y mordida, citando al poeta y Borges mirándolo entre la neblina de sus legañas sospechando que si bien el gordo había leído a Dante, lo cierto es que lo había leído muy mal.