En el galeón español regresan de los Estados Unidos los inmigrantes asustados. Se fueron agarrándose a su última esperanza, pero ahora regresan absolutamente desesperanzados a terminar su vejez.

Sin embargo el destino, que va en círculos, les tenía preparada una última sorpresa. Cuando el capitán del galeón, un marsellés de mal carácter, intentaba ganar una atajo para desembarcar la carga en el Perú rapidito y seguir viaje hacia las minas del sur, se le atracaron los mástiles en una maraña de lianas y vegetación salvaje.

Al bajar del barco para comprobar la magnitud de los daños, los marineros se encontraron con una turba de inmigrantes hambrientos y haraposos que habían partido 2 años antes, huyendo de los fantasmas y los gallos de pelea, en busca del camino del mar.

Pero el mar no estaba por ningún lado. Lo único que quedaba de todo el desastre era el velamen del destrozado galeón y un montón de jaulas vacías con las que los maquinistas coreanos, en complicidad con el capitán, querían hacerse un sencillito extra a su regreso a los Estados Unidos, capturando loros en peligro de extinción y monos tití.

Todo lo demás era espacio y silencio, que sería llenado de mineral una vez que el barco anclara en las costas doradas del sur.

Como el marsellés ni los coreanos parecían saber en lo que se habían metido, los dos peruanos, con ayuda de los más forzudos de los haraposos aventureros, se hicieron del dominio del galeón y procedieron al reparto equitativo de los víveres y de las gaseosas.

Cuando no quedó más que repartir, los peruanos y los aventureros– todos hombres honrados de la costa de Barranquilla–(¡ve tu a saber como terminaron los coreanos y el marsellés metiéndo al galeón por el Caribe!) decidieron seguir por una trocha misteriosa entre la ciénaga, donde creyeron que se pudo haber escondido el mar.

A los pocos días llegaron a un terreno que les pareció propicio y uno de los peruanos, que tenía sueño fácil, despertó sudando y gritando que había visto la imagen de un cóndor gigante cargando entre sus garras dos carneros dorados bañados en sangre.

El líder de los barranquilleros, que parecía tener talento para descifrar los sueños y que además parecía haberle cogido afecto a los peruanos, les dijo a los otros «Hasta aquí nomás llegamos. Acá se funda la ciudad».

Sin embargo no aceptó el nombre que, según el peruano, le había gritado el cóndor mientras él dormía: Resinacocha.

El líder de los colombianos ya tenía el nombre pensado desde hace bastante tiempo y hasta parece que había escrito un par de cuentos acerca de una ciudad con ese nombre.

Hincó un huesito de pollo en la ciénaga y allí volvió a fundar Macondo.

(Escrito en Austin, Texas. January 31st, 2007)