Foto del abuelo Ulises García y de sus amigos galleros, en Jaquí, Arequipa, alrededor de 1930.

«Continuando hacia el sur, después de pasar grandes zonas de grama e islotes con lobos marinos y aves guaneras está el balneario de Silaca. Este, es poblado en verano, ancestralmente, por una familia de Jaqui (25 kilómetros tierra adentro).
El balneario de Silaca tiene el aspecto de un pueblo serrano en medio de ruinas y andenería. Allí las pozas tienen nombres como: Los Hombres, Las Sirenas, Las Viejas,Desembarcadero, de Piero, Los Curcos o Jorobados, de La Cruz, Los Compadres, Brujillos, Vladimir y Los Pajaritos. Entre Los Compadres y Brujillos está la punta guanera de Puerto Viejo, el Islote de Lobería, la quebrada e islote de Santa Rosa y la ensenada de Ocopa.»

A mi abuelo también le picaba la bola de carne que le creció en la frente. De repente miró el cielo y, escuchando el eco en las piedras del monte, murmuró: Se murió el compadre.

A veces se acercaba de noche hasta el final del corral, se sentaba a fumar un cigarrillo sobre una piedra enorme, y veía a su padre vestido de blanco bajo las ramas del granado.

A mi abuelo no le gustaba ver a los muertos, así se tratase de sus antepasados, así que regresaba hacia su habitación y se echaba a esperar el sueño leyendo el último número de su suscripción de Selecciones.

A mi abuela le diagnosticaron un tumor maligno en el cerebro que no le permitía ni siquiera levantarse de la cama. Su hijo viajó hasta la casa de un curandero en las montañas de Huancayo, para que el curandero–que trabajaba asociado con el espíritu de un médico famoso– le preguntara el nombre de mi abuela y le dijera que vaya tranquilo porque ella ya se había sanado

(Miles de kilómetros hacia el sur-oeste, en Anqui, la hacienda de mis abuelos en Arequipa, mi abuela se levantó de su cama después de varios meses, como si nada hubiera pasado, y volvió a la rutina de administrar la casa-hacienda.)

A mi tía abuela, la que se murió antes de los cuarenta años, la vieron sentarse en un pozo de Silaca, a conversar con las sirenas. Una de ellas le regaló un anillo mágico que desapareció misteriosamente.

Mi madre subió un día a la azotea de su casa en el pueblo de Jaquí, a más de 20 kilómetros del Oceáno Pacífico, y vio al pueblo navegando enmedio del mar.

Yo vi a mi abuela nombrar a las cosas desde el baño mientras lentamente amarraba el cabello gris con su peineta. Yo vi a mi abuelo tomando sol bajo las buganvillas del parque de Jaquí y a mis primos castigados por comerse un fabuloso pedazo de carne, sujetado por un gancho al techo del patio.

Vi mujeres calatas en blanco y negro y a oscuras, arrodillado frente a una vieja revista escondida debajo de un colchón del cuarto, al lado del fogón de la casa.

Leí una historia parecida a la de mi familia bajo el tronco de un olivo mientras los peones robaban todo lo que podían.

Besé a una prima de labios gruesos entre la ropa tendida en la casa de Silaca.

Acompañé a mi abuela a tomar baños de a sopapos, sentada en el agua brevísima del pozo de las viejas. Saqué muchas lisas y borrachos con mi hermano, lanzando un cordel con baterías de carro como plomada y anzuelo para tiburones, desde la piedra más alta del Desembarcadero.

Me lancé al mar de cabeza desde lo alto de La Lobería y nadé entre los lobos de mar alrededor de las piedras donde mi tía abuela recibió el anillo de las sirenas.

Escuché las historias de las caravanas de mulas, cargadas de vino y de alimentos, sobre las que mis abuelos cruzaban los cerros, durante largas jornadas, emborrachándose para ir a veranear.

Recuerdo aún la casa de portones desvencijados y descascarados muros de adobe, donde entró la diligencia que llevaba a la Guerra del Pacífico al coronel Márquez, con un cargamento de dinamita desde Lima, que nunca llegaría a tiempo para la batalla de Arica porque las abuelas lo obligaron a quedarse para la hora del té.

Yo vi a la tía abuela Adela, entre los restos de la casona colonial, entre los fierros retorcidos y los desperdicios regados, en un patio donde sus sirvientes y ella salían a cagar.