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Alguna vez dibujé una historieta de varias páginas en las que el personaje principal era Alberto Fujimori.

Había una orgía en la casa del embajador japonés, a la que él no había asistido porque tenía un plan de última hora. El plan consistía en tirar en el carro con una de sus trampas frente al mar de la Costa Verde. Hasta allí llegó Montesinos (recibiendo la maldición de Fujimori por el coitus interruptus) para anunciarle la toma de la casa del embajador japonés por los comandos dirigidos por Nestor Cerpa Cartolini. Nadie parecía saber cómo solucionar la crisis. Sin embargo Fujimori (asociando la toma con la reciente visita al Perú de la supermodelo Claudia Schiffer) recibió la respuesta, que le fue revelada durante un sueño húmedo: allí, él se imaginaba convertido en la toallita higiénica de la modelo alemana. Entonces, gracias a la visión inspirada por la vagina de la Schiffer, tuvo la brillante idea de cavar un túnel y rescatar a los rehenes.

Dibujar la historieta me había costado un par de semanas de trabajo, entre el dibujo y el entintado. Estaba lista y pensaba publicarla en el siguiente número de la revista Resina. Llevé las páginas sueltas al trabajo. Más o menos a las 10 de la mañana, el vigilante de la empresa llamó a mi oficina. Dijo que tenía que salir a la calle a conversar con unos oficiales que estaban haciendo preguntas sobre mi auto.

Salí a la calle y, a una media cuadra de la empresa, frente al parque Mariscal Castilla en Lince, vi a varios patrulleros, motos y unos 20 oficiales uniformados rodeando mi automóvil estacionado. Me presenté y el que parecía dirigir el operativo, me exigió que abriera la puerta. El oficial tomó del asiento del copiloto las páginas sueltas de mi historieta. Tuve que explicarle el contenido, mientras me observaba con el ceño muy fruncido: que las arengas emerretistas eran lanzadas mientras se interrumpía la orgía en honor al emperador japonés, que la presencia de Fujimori convertido en toalla higiénicharliehebdo2ca era una prueba más de mi pésimo sentido del humor.

Al final, el oficial me miró con una sonrisa socarrona que nunca supe si era apreciativa o de absoluta burla por mi trabajo. Dijo que «tenga cuidado». Los veinte oficiales se treparon a sus patrulleros y a sus motos y desaparecieron.

Nunca supe qué pasó esa mañana. Tal vez fue la culpa de algún vigilante alarmado, que llamó a la policía. Supongo que imaginó que en ese auto estaban las pistas que necesitaba el gobierno para desarticular a los últimos reductos de la subversión. Claro que me gustaría creer que quien me denunció fue un fujimorista que pasaba por allí, desencantado por encontrar a su líder dibujado calato.

No era la primera vez que pasaba por una situación similar. En quinto de secundaria, alguien me denunció con el padre director por dibujar caricaturas y escribir historias satíricas. Alguien me dijo que el denunciante fue un profesor sin sentido del humor. Otros me dijeron que fue un compañero de clase con alma de espía y de sobón. Nunca lo supe. Un día me encontré en el despacho del Reverendo Padre Gastón Garatea Yori, explicándole que la idea de que el gobierno de Alan García estatizara al colegio Recoleta para convertirlo en un mercado popular, tal vez por una tara congénita, me provocaba mucha gracia. El director me explicó que no iba a recibir ningún castigo pero que era aconsejable que me abstuviera de escribir ese tipo de historias dado que otros (profesores) no compartían mi sentido del humor.

Recuerdo esto hoy que un par de fanáticos ingresaron repartiendo tiros a la casa de la revista satírica Charlie Hebdo y mataron a doce humoristas. La risa está con la bandera a media asta.

Doce humoristas asesinados sí es motivo para ponerse serios. Hace muy poco Sony detuvo el estreno de una película porque recibió amenazas de Kim Jong Un. La risa es tan inexplicable como la muerte. Sin embargo, nadie en su sano juicio pondrá en duda cuánto la necesitamos.

El humor amenazado: vaya manera de comenzar el 2015.