palabrotas

No sé por qué me cuesta usar palabras fuertes cuando escribo.

Creo que le debo ese desapego por las lisuras a mi padre, a quien incluso en los peores colerones, las palabrotas se le transformaban en nombres de minas mitológicas como Chuquicamata, sus carajos terminaban convertidos en tímidos carachos, y las mentadas de madre en delgados puñales.

Es verdad que cuando se abusa del lenguaje soez, pierde su impacto. Un caso: si el famoso coronel a quien nadie le escribía no se hubiera mantenido en sacrificado silencio durante toda la novela, la palabra Mierda no hubiese acumulado el titánico poder que aún conserva cuando el personaje de García Márquez la suelta–espléndida e invencible–en la última oración del libro.

No tengo el mismo problema cuando tengo que describir la anatomía humana. Me resulta sencillo hablar de situaciones íntimas, de nalgas y genitales y (evitando ser vulgar) de las diferentes variantes del sexo. Sin embargo, cuando se trata de lisuras (tacos, le llaman los españoles) me sorprendo a mí mismo –si es que los llegué a colocar– eliminándolos después de la primera lectura, casi con la misma diligencia con que me agrada deshacerme de los adverbios.

Pocas veces sucede que los insultos se quedan en la página,  resistiéndose una y otra vez a las revisiones. Aquella es la mejor prueba que necesito para saber que son indispensables. Me convence que  los personajes que he creado necesitan decirlos, que ya no poseen la extraordinaria voluntad de mi padre para cambiarlos en el último segundo.

Entonces salen de los personajes como un vómito y suelo mirarlos satisfecho, complacido.