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The New York Street

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Lenguaje

Bienvenidos a San Gregorio

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Queremos que México salga adelante. ¿Díganme cómo? Así laboriosos: haciendo que gire la rueda de la fortuna con pistoleros contratados: muerte: ponte la venda, no mires, te llevamos a un pueblo llamado San Gregorio: te soltamos a bordo de una camioneta BMW para que te encargues de la familia Montaño, de esos muchachos Martina y Candelario, de ese Valente: insolente, que después de laborar, vuelve a su humilde hogar: ambición desmedida: una pizzería para el pueblo de San Gregorio. Mata al prójimo: muéstranos el camino.

Dice Francisco Goldman que el torrente de palabras con que describe a México Daniel Sada, lo tenemos que poner a contraluz de la escasez con que Rulfo describía los inhóspitos desiertos mexicanos. Rulfo tenía toda la intención de hacernos llorar de pena. Sada quiere que nos desternillemos de risa. El humor dramático: risa sanadora, curativa.

Juan Villoro dice que Sada ha plantado exhuberancia en el desierto abandonado. Sus frases son como baldes de agua. Entramos a San Gregorio y un paisano quiera darnos la bienvenida. Nos sienta y nos dice: tómate un vaso de cerveza y ahora te cuento: esto pasa en mi Mágico querido.

Ante Sada no es posible tomarnos todo en serio, es mejor pensar que se ha dedicado a recrear en la sequedad de la arena mexicana aquella escena en la que Leopoldo Bloom le daba vueltas a la estatua desnuda frente a la gran biblioteca, buscando la respuesta a la pregunta que lo torturaba: ¿esculpieron el ano, sí o no? En Sada también se da esta venia al descalabro como motivo de risa y reflexión. Sólo así podemos entender que un padre y un hijo que han sido capos de la droga se droguen durante varios días, se queden duros esperando el futuro en la casa de un narco en los Estados Unidos. Solo así tiene sentido ese Candelario Montaño que quiere ver el mundo. Ese muchacho que deja la pizzería del padre para irse a fumar marihuana con su mejor amigo, para pedirle trabajo al padre en eso que los ha hecho ricos, equivale al “Welcome ¡Oh life!” con que Stephen Dedalus se va a ver el mundo en el final de A Portrait of the Artist as a Young Man”.

Sada ha sido influenciado por los clásicos: por Virgilio, por Homero (Sada siempre quiso ser poeta, hasta que llegó al DF y le dijeron que los poemas ya no eran como en la época del Ciego. Ahora eran abstractos y muy cortos: Sada se cambió a la prosa) y por Joyce. Su preocupación fue instalar un lenguaje moderno en el territorio donde se plantó a contarnos el mundo. Su mundo es el mundo de las culebras que se arrastan bajo el sol del desierto. Yendo de un ambiente a otro, de una cabeza a otra, burlándose de la realidad que les ha tocado vivir a sus compatriotas del campo, así se escribe El lenguaje del juego. Su esposa dice que se encerraba 12 horas a escibir, después del desayuno, y que salía para la cena con una sonrisa satisfecha, encantado de un territorio que creaba frase a frase, mientras inventaba una lengua nueva.

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Las palabras soeces

palabrotas

No sé por qué me cuesta usar palabras fuertes cuando escribo.

Creo que le debo ese desapego por las lisuras a mi padre, a quien incluso en los peores colerones, las palabrotas se le transformaban en nombres de minas mitológicas como Chuquicamata, sus carajos terminaban convertidos en tímidos carachos, y las mentadas de madre en delgados puñales.

Es verdad que cuando se abusa del lenguaje soez, pierde su impacto. Un caso: si el famoso coronel a quien nadie le escribía no se hubiera mantenido en sacrificado silencio durante toda la novela, la palabra Mierda no hubiese acumulado el titánico poder que aún conserva cuando el personaje de García Márquez la suelta–espléndida e invencible–en la última oración del libro.

No tengo el mismo problema cuando tengo que describir la anatomía humana. Me resulta sencillo hablar de situaciones íntimas, de nalgas y genitales y (evitando ser vulgar) de las diferentes variantes del sexo. Sin embargo, cuando se trata de lisuras (tacos, le llaman los españoles) me sorprendo a mí mismo –si es que los llegué a colocar– eliminándolos después de la primera lectura, casi con la misma diligencia con que me agrada deshacerme de los adverbios.

Pocas veces sucede que los insultos se quedan en la página,  resistiéndose una y otra vez a las revisiones. Aquella es la mejor prueba que necesito para saber que son indispensables. Me convence que  los personajes que he creado necesitan decirlos, que ya no poseen la extraordinaria voluntad de mi padre para cambiarlos en el último segundo.

Entonces salen de los personajes como un vómito y suelo mirarlos satisfecho, complacido.

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