Una tarde de otoño de 2003, en la sala de conferencias del cuarto piso de la librería Barnes and Noble de Union Square, Paul Krugman me firmó el libro que su casa editorial acababa de publicar. The Great Unraveling se llamaba esta recopilación de sus columnas escritas para el New York Times, que yo había leído semana a semana desde el 2001, mientras el presidente George W. Bush se declaraba enemigo del buen gobierno.
Paul Krugman era famoso antes de alinearse como feroz crítico de Bush. Sus acertadas predicciones sobre la crisis en Asia y sus teorias sobre el libre comercio lo convirtieron antes de cumplir los 40 años en una de las promesas de las ciencias económicas.
Fue una pena que sus análisis de la economía lo cruzaran en el camino de un presidente que en aquél entonces estaba protegido por la bandera y por Dios en su venganza contra los talibanes, Saddam, la ONU, la vieja Europa, los liberales, los ecologistas y los pacifistas. Fue lamentable que sus columnas lo conviertieran -–a los ojos de los periodistas de los medios conservadores– en un apestado liberal, extremista y enemigo de los Estados Unidos.
Resulta una grata sorpresa leer hoy en la primera página del Times, que cinco años después de aquél autógrafo con plumón negro (muy apurado porque la cola era larga), los jurados del Premio Nobel le otorgaron el premio a Krugman.
Claro que hoy la primera plana del New York Times está saturada con noticias sobre rescates financieros y estatizaciones de bancos y, lo reconozco, me parece bastante repudiable que a pesar de aquello, mi ego se sienta recompensado y feliz. Qué vergüenza. Me imagino que todos los apestados liberales extremistas que tenemos nuestro libro autografiado por Krugman nos sentimos así.
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