Le habla a los paraderos, le conversa a las bermas centrales y tiene largas charlas con los carteles al lado de las avenidas. Los peatones no le prestan demasiada atención, lo ven detenerse por las mañanas en su convertible, bajar la luna y empezar la cháchara de cada mañana.

A veces la policía se acerca, le pide que avance, que no bloquee el tráfico. Sin embargo ya las oficiales de turno lo conocen, le sonrien, tratan de no decirle nada sino es indispensable, saben que si se lo piden, él pedirá disculpas muy cortesmente y seguirá de largo. A algunas les gusta. Tiene la corbatita bien hecha, siempre bien peinado y parece joven. Una edad no muy determinada que lo puede hacer parecer de veintitantos como de treintaytantos.

La guardia Rosa no sabe nada del loco del convertible hasta que le asignan ese cruce un fin de semana y lo ve al muchacho pegarse a la vereda, bajar la luna y empezar una charla de negocios con el paradero. Trata de no distraerse. Ve que las combis se hacen a un lado, lo ignoran y siguen de largo. Diez minutos después, cuando se desocupa, se acerca con la intención de botarlo o de extenderle una multa. El muchacho se distrae un segundo para admirar el uniforme pegadito y curvoso de la guardia Rosa. Se enamora de su nariz pecosa, de su cabello enrulado y su ligero acento norteño. Le mete floro: (de dónde saliste tú muñequita…) y la oficial le zampa una multa en el acto y le pide furiosa que se mueva. Cortesmente el muchacho se retira después de preguntarle su nombre. «Rosa» le dice ella, sin mirarlo, mientras regresa a su caseta sobre el cruce de las dos avenidas.

Esa tarde al llegar a la estación, la espera un enorme ramo de flores con su nombre. Dos compañeras se acercan para decirle que el loquito del convertible había aparecido personalemente y que les dijo que le avisaran «por favor, que la esperaría en la cebichería a la vuelta de la esquina».

Rosa no creía en escenas románticas. Siempre se había esforzado por ser una buena policía. Aún recordaba el mal gusto en la boca-literalmente- de un capitán casado y panzón que con el cuento de haberse enamorado de ella, la acorraló en el baño de mujeres del puesto y luego amenazó con embarrarla si se quejaba o abría la boca. Su primer enamorado la había dejado cuando decidió vestir el uniforme y ella por decisión propia se había distanciado de las polladas y fiestas patronales donde solía ir de enamorada. Una oficial machona se le había acercado muy fresca a interrogarla si era lesbiana.

Pero qué más da pensó Rosa. Fue a la cebichería y conoció al loquito del convertible. Parecía un tipo normal. Escribía. Historias cortas para él, y reportajes en inglés para una revista de deportes de aventura australiana. Hablaba con las cosas. Desde siempre, se lo había recetado un sicólogo para curarse la depresión.

Rosa se enamoró de él. A los siete meses de estar saliendo salió embarazada y ante su sorpresa el loquito del convertible le dijo que se casara con él. Le hablaba todos los días a la barriga de Rosa y manejaba su convertible por la ciudad conversando con los troncos y los matorrales. Una tarde le pidió que dejase la policía y se fuese a vivir con él a su casa en los cerros, tras una cerca enorme, al lado de un piscina y vista privilegiada de la ciudad.

Los tres fueron muy felices.