Tenía que haber algún desvío entre la avenida y el parque principal. Antonio nunca lo encontró. Era ya tarde y no podía llamar a nadie para pedir la dirección. Con lo único que contaba para orientarse era con los ruidos. «Tiene que haber bulla, música», pensó. «Los chillidos de las muchachas me alertarán y sabré cuál es la casa».
Los parques samborjinos siempre están mal iluminados. Lima se llenó de serenazgos pero a nadie se le ocurrió que con un poco más de luz era más fácil combatir el crimen. Es decir, es más probable que un asalto se cometa en esos cuadrados de sombras que bajo una bombilla de 300 Watts. Por regla genereal, al ratero no le gusta que le mires bien la cara.
«Ahora, ¿A dónde chucha voy a comprar una botella?», pensó Antonio. Esforzando la vista entre los arbustos del parque y los postes de luz enclenques, vio dos cosas: Una minúscula bodeguita, que parecía ser un garaje adaptado como tienda; y la figura deshilachada y alerta de Churrito, que caminaba volteando la cabeza, como si lo persiguieran.
«A mi hermano lo asaltaron en un paradero acá a la vuelta», se justificó, mientras encendía su cigarrillo y lo compartía con Antonio. Churrito tenía la dirección de la casa. Sin embargo, también necesitaba una botella, así que enfilaron primero hacia la bodega.
Era una tienda pequeña pero bien surtida. Del mostrador más alto, el vendedor les sacó dos botellas de Pomalca. Compraron una botellita más, una chata adicional «Hay que empilarse un poquito, los huevones nos llevan ventaja, » previno Antonio, mientras limpiaba el pico y pasaba el licor, mirando a ambos lados. Churrito hizo lo mismo. Mientras tomaba creyó ver un sereno, se agachó con prisa mojándose la camisa. «Carajo, ahora hay que andarle con miedo a los choros y a los tombos».
Muchos años después de aquella velada adolescente, al sentir mareo tras dos copas de licor fino, Antonio aún se pregunta cómo era capaz de tomarse de la boca, media botella de ron. Y no era nada extraordinario, es decir, media botella aquella noche, no era menos que la cantidad de licor que se tomaba en las frecuentes reuniones de los fines de semana.
Cargando dos botellas, y siguiendo las instrucciones que Churrito llevaba, pronto llegaron a la casa. Era una típica vivienda samborjina de dos plantas, con portón de garaje y pequeña puerta de acceso en el mismo portón.
Escucharon poca música. Más eran las risas y, sobretodo, los descascarados gritos y en desgraciado inglés de Carlos que destruía una canción de Bon Jovi.
«Deben estar bien zampados si Carlitos ya está haciendo su show,» dijo Churrito, cuando sintieron los pasos acercándose y una mano que abría el pasador y los pestillos. Era Silvia, la dueña de casa, locuaz y de ojos brillantes.
Nadie del grupo pudo adivinar nunca, cuando Silvia estaba ebria o sana. Ella tomaba como todos pero duraba más que nadie. En lo mejor de las fiestas siempre desparecía, cuando los hombres empezaban a demorarse demasiado en el baño; o cuando cuando más de uno se percartaba del tamaño grosero de sus pechos; y, tal vez, mientras bailaban, una mano se iba demasiado arriba o demasiado hacia su cimbreante espalda.
«¡Hasta que por fin!» dijo Silvia, mientras los invitaba a pasar y les quitaba las botellas. Apareció minutos después en la sala, llevándoles los vasos mezclados con gaseosa. Así era Silvia. Iba de uno a otro grupo: celebrando las bromas de Antonio, los malos chistes de Churrito, a quien le gustaba apoyarse en una esquina de la sala y presumir que sabía fumar; y animando a Carlitos, que se tambaleaba de un lado a otro de la sala, se había mal puesto la camisa abierta y trataba de impresionar a Silvia, a Zoila, a Lena, a Rebeca, a Tabatha; las pocas mujeres que siempre asistían a las «reuniones de integración».
Más tarde, ya cayéndose del sueño y del mareo, Antonio la vio borrosamente, en una esquina del jardín, abrazada a Churrito. Estaba en su rol de la hermana mayor que aconseja. En un rincón del patio, él hablaba y ella movía la cabeza y le sobaba la espalda.
Uno sólo de aquél grupo se había entusiasmado demasiado con Silvia. Esa noche, cuando ella se le acercaba a Antonio y él, disimuladamente la miraba; se dio cuenta de que los otros lo miraban, disimuladamente a él. «Qué desgracia», pensó. «Ya todos lo saben»
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