El presidente y otros miembros importantes de su partido estaban vestidos completamente de negro y caminaban a paso lento alrededor de la Plaza de Armas de Lima cargando un ataúd. Era el féretro con el cuerpo del finado Ramiro Prialé. Por alguna razón ese día me había vestido con una horrible camisa de colores hawaianos. Con el cajón al hombro, desde unos cinco metros, el caballo loco me miró extrañadísimo.
El joven médico escocés Nicholas Garrigan aterriza en Uganda en un desesperado viaje que pretende le dé cierto sentido a su vida. Un inesperado encuentro con Idi Amin, se transforma en una fuerte amistad cuando Garrigan le dispara a un animal agonizante, alarmando a la guardia personal del nuevo presidente. A Idi Amin le gustan los escoceses–porque también odian a los ingleses–y convierte al joven Garrigan en su médico personal, su consejero y confidente.
Entre colores asfixiantes y tambores sofocantes, con el rostro empapado de sudor y un torcido ideal –alimentado por un sueño en el que le fue revelado que nunca moriría en Uganda–, Forest Whitaker carga sobre sí el peso de toda la película. A sus espaldas se produce la gran matanza. Y Nicholas Carrigan pide por favor, que sólo lo dejen volver a Escocia. La respuesta es no.
Con letras blancas sobre fondo negro, el director nos recuerda que Idi Amin murió de viejo, en el exilio.
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