Tómbolas del alma en que, a dedo, dos capitanes te designaban como el malazo. Primero escogían a los que tiraban bola. Después a los más o menos. Al final: el relleno. El grito de victoria cuando te vinieron a buscar, un sábado. Necesitaban uno más, te traían el short y la camiseta rojas. Corrieron hacia la canchita del colegio Lisson. Fue un mal partido, haces lo que puedes. Tu corazón palpita, aceptas: No sirves para el fútbol.

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Los viejos de Yi eran dueños de la bodega donde comprabas figuritas para el álbum de moda: Érase una vez el hombre, Sankuokai, El porqué de las cosas. Yi, y los que se juntaban contigo en la esquina de Los Mineros con Los Mecánicos, eran tres o cuatro años más grandes. Tú los escuchabas. Se te ocurre decirle a Yi que no diga «mierda», que no diga «putamadre». Tus viejos te han enseñado a no decir malas palabras. La cara con la que te mira. Eres una lorna.

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Al maricón de César no le gustaba perder. Sacaba pa fuera el poto fofo que ya tenía a los ocho años. Su mamá, en asquerosa complicidad, lo llamaba.  «Cesiiiiiitar, a comeeeer», gritaba la vieja desde la casa y el pavo triste se iba corriendo. Y nosotros teníamos que quedarnos con uno menos en el equipo.  A veces era su pelota y se la llevaba. No le gustaba perder al huevón.  Por eso una vez en su casa, me robó mis canicas. Se llevó mis dos cholones y varias ojo de leche. No dije nada. Supuse que a los tramposos les llega la venganza en algún momento. Tal vez hoy.

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«Agárrate uno, si este huevón tiene varios», dice Bolvo. Y tú le crees porque el papá de Edmundo es político y seguro que le sobra la plata. Y después llega Edmundo y dice «¿Quién se ha choreado un casete? Habían seis» y tú tienes que comerte la vergüenza y sacar el casete de la maleta donde lo habías metido. Y Bolvo se caga de la risa.

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Dicen que su papá es gerente de los caramelos Ambrosoli, pero al Loco Güili lo único que le vacila es la droga y la hermana del Tío Chivo. Hace tiempo que no lo ves, pero esa tarde en que estás en la redondela del parque con tu amigo de la universidad, el Loco Güili aparece. Quiere invitarte un preparado en un botellón de Coca Cola, casi vacío. Se ve feo y caliente. Cuando ustedes dicen que pasan, Güili les grita que «si se creen más que él». Se calma y les pide 20 soles para ir a comprar unos quetes a Santa Felicia. No tienes plata pero tu amigo le da un billete de 20. Güili jura por su madrecita que va a regresar, compra al toque y ya viene. Ya viene.

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Javier te cuenta que se corre la paja con el sostén de su mamá. Y te mira preguntándote si tú también. Lo más normal. No sé qué cara habrás puesto. Tú te corrías la paja con las calatas en blanco y negro de Caretas que colocabas en fila sobre la alfombra de tu casa. Y con la última página de la revista Zeta que Rucho escondía bajo el colchón del catre en Jaquí. Además,  la vieja de Javier es muy fea y muy gorda, piensas «¿Cómo va a ser?»

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La pobre Blanca se fue sin decir chau. Quién le manda contarle a la novia de tu hermano que eran enamorados. Que si podían ir al cine los cuatro. Tenías muy presente la historia del primo tuyo al que la empleada acusó de haber embarazado. Blanca te quería quitar el jebe cada vez que te lo ponías. Unos años después volteaste tu cama y encontraste un corazón de lapicero del tamaño del colchón, con tus iniciales y la de ella. Extraño es el amor.