
En 1985 yo tenía 13 años y vivía en la ciudad de Lima. Recién me enteraba del significado del término «desigualdad social». Sin embargo, como tantos otros muchachitos de mi edad y mi condición social, no sabía cómo enfrentarme con aquel término. Era un sistema injusto y sin embargo–al menos en teoría–; de mantenerse igual yo no tenía nada que perder.
Uno de mis tíos era un líder socialista. Su partido había alcanzado el poder y –según los términos con que era insultado por compañeros de mi colegio que tenían dinero– asumí que se trataba de un buen giro hacia la izquierda. Su líder arengaba para enfrentarse contra el imperialismo de los Estados Unidos, el abuso y la manipulación de la banca internacional y de sus representantes nacionales: la oligarquía peruana.
Mientras tanto, mientras la historia oficial sucedía en la capital; otro fenómeno–más importante para esta nota–se desarrollaba entre las montañas. Un hombre de clase media, como yo, proponia un modelo de gobierno que no pasaba por las urnas sino por el conflicto armado. Entre los informes de la televisión y los periódicos, aprendí términos relacionados a este movimiento: sendero luminoso, guerra popular, lucha armada, subversión, sinchis, fosas comunes, terrorismo.
Esos años, a la incompetencia de los gobernantes para darle a la población los beneficios que se le había prometido; había que sumarle la paranoia que creaba un movimiento (con escasa simpatía hacia la clase media peruana) que parecía desarrollarse imparable y acercarse cada vez más al objetivo de tomar el poder con las armas.
Por aquellos años escuché por primera vez la frase «hay que destruir para volver a construir». No la decía Sendero Luminoso, sino una de las mejores bandas subterráneas limeñas: Narcosis. El tema de arrasar con el sistema para edificar otro, por más que Sendero Luminoso se estuviera adjudicando todo el trabajo de campo, ya tenía en el Perú otros adeptos famosos.
Es ridículo pretender que la violencia de Sendero apareció de la nada. Nuestro sistema aún tiene suficientes deficiencias como para que germinen en su vientre varios movimientos de este mismo tipo. El sistema neoliberal está diseñado para premiar la agilidad en temas económicos y no para conseguir la igualdad social. Por eso se sugieren parches, se producen debates, se establecen diálogos.
Sin embargo, el modelo de justicia social colectivista que Abimael Guzmán tenía en la cabeza, ese «Pensamiento Gonzalo» que los neo senderistas pretenden resucitar, es el modelo que usaron los chinos (los mismos que ahora producen en alianza con Apple –o cualquier otra multinacional que pague por ver– los iPad, los iPhone y algunos de los automóviles más lujosos del Motor Show ). Los del Movadef, y quienes junto a ellos predican el regreso a la ideología retardada de Sendero Luminoso, los que se refieren con veneración de filósofo al Camarada Gonzalo; bien podrían mudarse a la China, para disfrutar de las consecuencias, del bienestar económico conseguido tras más de medio siglo de maoismo.
Es una patraña querer llamar a lo que sucedió entre 1980 y 1992 una «guerra civil». Como si dos ejércitos se hubieran enfrentado y uno de ellos hubiera sido derrotado en los campos de batalla. El estado peruano –mal preparado, tercermundista en muchos sentidos–se enfrentó como pudo a una organización de delincuentes, inspirados por su cabecilla e ideólogo.
Muchos individuos han encontrado en el desarrollo de sus ideologías, la solución a sus ambiciones de dejar una marca en la historia peruana. Alan García quiso hacerlo enfrentándose con el sistema bancario internacional y estatizando la banca. Fracasó. Abimael lo intentó: miles de peruanos murieron por cruzarse en el camino de sus ambiciones históricas.
La marca en la historia que Abimael quiso dejar, no escamitaba el número de muertos. Era un modelo donde sólo era posible la eliminación de cualquier adversario.
Muchos criminales van 25 años a la cárcel por un número limitado de homicidios. Las campañas de amedrantamiento de Sendero, sus aniquilamientos selectivos (de autoridades locales: alcaldes, gobernadores; que también amaban a su país con la misma o mayor intensidad que la de Abimael Guzman), sus ejecuciones masivas, sus atentados improvisados y los crímines de chantaje a quienes no se prestaban al juego y los enfrentaban; dejaron un saldo de alrededor de 70,00 muertos (casi la mitad de ellas, bien adjudicadas por la Comisión de la Verdad a la improvisación y desorganización del antiterrorismo). La cadena perpetua para los responsables de estas muertes es una pena ya de por sí pequeña. Pedir que salgan de la cárcel es el descaro, es la burla.
Incluso antes de que Sendero Luminoso fuera detenido, millones de peruanos habían empezado a trabajar en construir otro sendero de progreso económico que, hasta el día de hoy, ha brindado mejores resultados que los años del terror.
Por respeto a quienes murieron y a quienes hoy siguen trabajando para conseguir objetivos ambiciosos de desarrollo, los cabecillas de Sendero Luminoso tienen que seguir tras las rejas a perpetuidad. Cualquier individuo que pretenda equiparar la violencia de Sendero con la valentía (la ridícula insignia de «izquierda macha»); o que insinúe nominarse como el próximo caudillo de la guerra popular, tiene que ser silenciado.
Si Sendero saca los dientes, el estado peruano tiene que dejarlo sin aire. Debe pisotearlo y reventarlo. Por simple respeto a quienes están apostando su vida por el desarrollo del Perú. Nadie puede pretender llamar con otro nombre al cáncer que fue Sendero Luminoso y ser escuchado. Dejar con vida a Abimael Guzmán y a la cúpula de Sendero sólo fue una muestra de generosidad del estado, cuando la mayor parte de peruanos clamaba por su ejecución.
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