Siempre empezaba la marea brava mientras nosotros empaquetábamos nuestras cosas para irnos de la playa. El mar crecía de a pocos, con empujoncitos. De vez en cuando llegaba algún gruñido que era producto del impaciente rebote de las olas contra las peñas. Nosotros seguíamos pescando, fijándonos si teníamos tensa la cuerda, si habíamos dejado los peces lo suficientemente lejos de la marea, si los niños no se estaban metiendo en problemas. Era muy fácil meterse en problemas en aquella playa. Bastaba pisar la piedra incorrecta, resbalar en un instante de descuido y aterrizar aterido y violento sobre las rugosas rocas.

Me gustaba observar el mar. El cielo se iba haciendo rojizo con calma a lo largo de la tarde: lento, sin agitación, espontáneo. Nadie esperaba otra cosa que aquella maravilla y el cielo se sabía seguro de todos sus poderes. El color bañaba el mar de rojo y entonces todo se pintaba de aquellos tonos. Las aves se apuraban en bandadas hacia sus nidos, los lobos suspiraban hacia la roca grande donde se tendían a secarse antes de dormir, nosotros tensábamos el cordel una vez más y por encima del hombro hacíamos el plan mental para nuestra retirada. De repente llegaba la marea con un ronquido amenazante. Alguno de los niños se salvaba de tropezar y empezaba a mirar con miedo a la espuma blanca que los acorralaba. Nos observábamos con una sonrisa satisfecha y empezábamos a envolver en una red de recuerdos nuestro día de pesca.  El regreso hacia la casa era con linternas. Había siempre un aroma a calor salado, a una inteligente combinación de realidad y de sueños.

Pensé que así sería para siempre.

El lugar había sido heredado durante siglos por generaciones de familias que se acostumbraron a disponer de la tierra y el mar circundante a voluntad. Había papeles de los comuneros que promulgaban al pueblo entero como propietario pero –como siempre– eran unos pocos los que habían escogido los mejores solares y levantado techo sobre piedras a prudente distancia del agua. Mi familia había llegado por primera vez detrás de los caballos de un abuelo que era propietario de la mitad del pueblo. Yo nací en una época en que no quedaba nada de aquella historia de opulencia.

El camión de mi padre era demasiado viejo y tenía el casco inferior carcomido por la herrumbre. Las piedras del camino que descendía desde la carretera nos condenaban a los pasajeros a subirnos y bajarnos cada vez que parecía que esta máquina herida por los años y el descuido, se montaba sobre alguna roca y parecía que seguir con nosotros encima equivalía a partirla en dos.

Mi padre tenía una mala manera de mirarnos cuando eso sucedía, como si las incapacidades de su camión se le pudieran adjudicar a su hombría. Su espeso bigote negro era borrado de repente por el brillante rencor que iluminaba sus pupilas. Temblábamos con los insultos dirigidos hacia mi madre y a sus hijos. Él retrocedía, levantando más polvareda de la necesaria, y atacaba el camino con el motor generando un grito de guerra truculento, casi afónico.

En las últimas curvas, la bajada le daba velocidad y mi padre podía fingir una entrada exitosa al verano. Durante la temporada estábamos prohibidos de subirnos al camión. No podíamos dejar la playa. Los pocos viajes que él hacía eran para cuidar sus chacras y los realizaba solo. Nadie en el pueblo sospechó que si nos íbamos últimos, bien comenzado marzo, era porque a mi padre le asqueaba la idea de que su camión se quedase inútil, frente a otra gente, atollado en las curvas del camino de regreso.

Ese camión nos bastó para ir a la playa mientras no fue alcalde. Cuando lo eligieron, después de una campaña en que parecía estar aspirando a una versión de la sonrisa eterna,  lo primero que hizo, además de cerrar la boca–le quedaba mal y él lo sabía–fue tirarse el dinero para los arreglos de la carretera y encargarse a Lima un camión nuevo. Creo que sabía que todos lo sabían. También estoy seguro de que la opinión del pueblo le importaba una mierda.