Una mañana, entre los primeros rayos gualdos que traía la primavera de 2005, sentado en una deslucida butaca de salón de clases, escuché leer a Shakespeare por primera vez.
Es decir del original, porque vivir en este siglo significa haberlo escuchado al menos en alguna de sus tantas líneas robadas por otros autores, cineastas, músicos o publicistas. El profesor Clement Dunbar empezaba su clase 308 sobre Shakespeare leyendo uno de los Sonetos:
When forty winters shall besiege thy brow
And dig deep trenches in thy beauty’s field,
Thy youth’s proud livery, so gazed on now,
Will be a tattered weed of small worth held…
En meses sucesivos escuché por su boca al desventurado Dromio, a la astuta Portia, al intrigante Ricardo III, al osado Enrique V, al vacilante Hamlet, a la víbora de Iago y a la inocente Miranda; y me fui de aquél semestre con el amor incondicional con que se van todos los que le conocieron (tal vez con la excepción de Tolstoi, que le profesaba un rencor edípico).
Y ese primer día el profesor Dunbar nos dijo que, de ponernos a transcribir lo fáctico sobre la vida del bardo de Stratford-upon-Avon, nos bastaría para la tarea apenas una página, pues tan poco se sabe sobre Shakespeare.
Entonces ¿Cómo así se han escrito tantos libros sobre él?
En la respuesta a esta pregunta yace parte del talento divinizador de los ingleses: porque lo aman.
Si bien cuatro siglos casi se han terminado desde la muerte del poeta, sólo existía de él aquella imagen grave en blanco y negro que embellece la mayoría de las publicaciones sobre su obra. Hasta hoy.
Recojo el New York Times de mi puerta, esta mañana, y me saluda desde la primera página el nuevo gran hallazgo de Ios ingleses: el rostro de Shakespeare. El retrato, secuestrado en una colección privada de más de 300 años, ha vuelto a la vida muy parecido al pésimo actor que lo interpretara en Shakespeare enamorado.
Tengo mis dudas.
No es que me disguste verle por fin el color de los cachetes a Shakespeare y el tono rojizo de la barba a quien escribió algunas de las páginas más extraordinarias de la literatura. Sin embargo, este retrato pareciera ser–espero equivocarme–una de aquellas falsificaciones fanáticas que suelen fabricar los ingleses enamorados.
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