Capitulo 2
Tartufo pasó tres días en un albergue en Foz al lado de las cataratas y al amanecer del cuarto día levantó su maleta, que por entonces ya pesaba casi tanto como él, y se dirigió a la estación de buses, a la que recién estaba acostumbrándose a llamar con el nombre portugués: rodoviaria.

Del gigantesco panel de destinos y horas de salida el nombre que más lo atraía era el de siempre: Río. Tartufo se percató de que su destino sería el capricho de su voluntad. Señaló Río con el índice firme para darse el gusto de indicar un nombre que le parecía sagrado.

La terminal de buses de Río de Janeiro era un escándalo de gente. Le recordaba el Mercado de frutas de Lima pero con temperaturas del trópico. Caminó unos metros y empezó a sentir el sudorcito escurriéndose bajo la camiseta desde el cuello: Río ardía.

Por teléfono le dijeron que podía tomar un bus que lo dejaría muy cerca del albergue, frente a la playa de Botafogo (otro nombre de fábula). Se paró a esperar bajo el techo herrumbroso de un paradero azul. Al pasar el torniquete de la puerta posterior del autobús, se dió cuenta que dos adolescentes lo seguían. Uno era alto, ambos vestían pantalones de tonos brillantes y dos desbargadas camisas de cuello y botones. Lo seguían. Tomó el asiento detrás del chofer.

Los adolescentes se quedaron unos asientos detrás, en diagonal a él. Era una situación ridícula: la maletota que llevaba se estaba descosiendo de lo barata que era. Tenía algunas monedas brasileñas en el bolsillo y, los cheques de viajero que solo él podia cobrar. Volteó y los miró de frente¿Qué podrían hacer en un autobús lleno de gente? Caminaron directamente hasta su asiento, le dijeron en portugués algo que no entendió pero pareció escuchar la palabra “Asauto”. El alto le indicó con los ojos una punta que parecía ser la de una cuchilla, envuelta en la tela de su camisa. Pero no vio la cuchilla ni entendió bien la pregunta. Le pareció más que adecuado usar las palabras que le había enseñado Alexei para cuando no pudiera comunicarse en portugués. Miró a los ojos del alto, que pretendían asustar pero sin poder esconder muy bien un brillito de miedo y le soltó en el mejor acento portugués que pudo: “No entendo porra nenhuma”.

El alto se quedó perplejo. Tartufo le repitió otra vez, con voz más alta y más clara, marcando el golpe de sus palabras en portugués masticado: “No te entiendo ni mierda”.

La puerta delantera estaba abierta. Los adolescentes corrieron a bajarse. Ni bien desaparecieron, Tartufo escuchó la escandalosa risa del chofer, que clamaba que esos eran unos asaltantes ineptos. Tartufo entendió durante el recorrido hacia Botafogo –porque éste iba gritándole la historia por la ventana a otros conductores– que él pensaba que los asaltantes eran unos idiotas. “Dinero, dinero eso es todo lo que tienes que decir”, escuchó frente a un semáforo en rojo. En otro momento, el chofer se volteó en su asiento–mientras conducía– para darle una buena mirada sin dejar de reírse. Otro hombre enternado, con aspecto ínfimo, desde el asiento de al lado, le “explicó” que lo habían tratado de asaltar. Un grupo de señoras con el rostro angustiado lo miraban sin decir nada. Tartufo entendió rápido: en Río era solo él. Nadie más.

Caminando desde el paradero hasta el albergue, Tartufo contó siete mendigos establecidos en casuchas temporales de cajas de cartón sobre las veredas. El último que contó se había apropiado de la esquina frente al albergue. Tenía una hornilla pequeña de gas y estaba preparando el almuerzo en una olla que más parecía un cubo, cubierta de ollín y de óxido.

El albergue era un edificio moderno de tres pisos. El encargado de registrarlo le dijo que era el primero de un proyecto para renovar todo el sistema de hostales de viajeros. Los cuartos y los baños estaban casi vacíos ( después le explicarían a Tartufo que el más popular de Río era un albergue juvenil que se caía alegremente a pedazos, frente a la playa de Copacabana). Su habitación contaba con cuatro camas camarote. Sólo una parecía estar ocupada. Cogió la que estaba al lado de la ventana si bien tras ella apenas si se adivinaba un cerro cubierto de vegetación. La mayor parte de la vista consistía en otros edificios.

La sala de television era el lugar de reunion. Pasó por allí antes de tomar una ducha y antes de salir hacia Copacabana pero no vió a nadie. Al parecer todos habían partido hacia la playa. Tartufo no se imaginaba que los turistas pudieran ir hacia otro lugar con aquella temperatura infernal.

El viaje a Copacabana fue incómodo. Sintió el mareo del que entra en una ciudad caótica y sopesa la posibilidad de perderse o terminar engullido. El bus lo dejó en una calle de un solo sentido y lejos de la playa. Trató de averiguar donde pescar el autobus de regreso pero se trabó con el idioma y cuando por fin lo hizo obtuvo una respuesta que no entendió. Memorizó el nombre de la avenida y los colores de algunos edificios. Desde donde se bajó podia ver el horizonte del asfalto de la calle, como una pendiente inclinada, donde se adivinaba en el fondo, el espacio cubierto por el mar. Pero no se podía ver el Océano Atlántico.

Por un momento se detuvo para establecer mentalmente la magnitud de su viaje: Ni dos semanas desde la partida de Lima. Había cruzado por 36 horas la sábana caliente del desierto de Atacama. En Santiago su alma pedía el mar y partió hacia Viña. Los tres días que pasó con Alexei, los argentinos y el ecologista belga, le alegraron el alma pues hasta ese momento no estaba tan seguro que un viaje solitario por Sudamérica hubiera sido una gran idea. La hermandad de Reñaca duró lo suficiente para demostrarle lo contrario, si bien para hacer feliz a Tartufo bastaba la promesa de una mujer bonita y alcohol suficiente para traspasar la madrugada brindando hasta el alba.

Alexei lo acompañó hasta Buenos Aires. Estuvo con él dos días y antes de partir le confesó a Tartufo que se sentía inseguro porque en Porto lo esperaba una mujer: Mirelle. Le contó que su hermana Tatiana tenía un grupo de amigas con las que celebraban carnaval todos los años. Él las llamaba sus “petunias”. Antes de irse a Machu Picchu había estado locamente enamorado de la petunia Mirelle. Pero tenía que hacer el viaje de su vida antes de decirle que la amaba. Ahora regresaba con el cabello largo y los ojos llenos. Ahora estaba preparado para ofrecerle el mundo. Tartufo lo acompañó hasta la estación de Retiro y lo despidió con un abrazo de hermano. Alexei le hizo prometer que intentaría visitarlo en Porto Alegre.

Caminando por esa calle, doblando esa pendiente–pensó Tartufo–, está el Atlántico. Lo cubrió el aura de los mitológicos exploradores que cruzaron el continente. Sabía que él era una especie diferente, que la magia de aquellos viajes inciertos no podia compararse con su aventura de paneles de información, horarios de salida y albergues juveniles baratos con desayuno incluído. Mas como no conocía a nadie de su edad que hubiera llegado solo hasta Río se sintió dueño de la gracia con que la humanidad enviste a los pioneros. Era pionero en su calle, en su barrio, en su clase, en su colegio tal vez. A los 19 años, a sus amigos no les interesaba atravesar el desierto, la cordillera y la pampa hasta la playa de Copacabana. Además Tartufo guardaba en la retina la magia de las aguas cascadas del Paraná, reventando en el infierno de la Boca del Diablo; y había sentido la indescriptible epifanía que siente el viajero que abandona por primera vez la seguridad del idioma para traspasar la frontera e internarse en un universo donde la boca no le sirve para decir nada. Se sentía poderoso.

Tartufo no sospechaba en ese momento, al terminar el recuento mental de los lugares visitados en su aventura transocéanica, que antes de que los dedos reventados de su pies viajeros sintieran la textura del nuevo mar, incluso antes de que sus ojos recién acostumbrados a preveer aventuras bajo el pálido horizonte divisaran el color profundo de la Bahía de Guanabara, de las azules playas de Copacabana, unas palabras lo devolverían al universo miserable de los temblorosos mortales a los que él creía haber logrado superar.

2.

Los hermanos Gil regresaron a Porto Alegre con la maleta sin deshacer. Alexei se dedicó a tiempo completo a un proyecto experimental que tenía postergado durante mucho tiempo. Tache, después de tres semanas aún no había podido recobrarse del susto y la angustia. Una mañana despertó bañada en llanto y sudor. En su cabeza giraban dos palabras ininteligibles. Las escribió en un papel. Estaba desayunando cuando reparó en el detalle: Esas eran las palabras de los asesinos que mataron a Tartufo.

Sonó el teléfono. Primero no entendió. Luego escuchó un nombre familiar: Antonio. Sí se acordaba, sí lo disculpaba por llamar tan temprano, no era molestia, estaba despierta. Era algo urgente. Antonio le contó su pesadilla: eran tres mujeres, tres ancianas las que habían matado a Tartufo. No solo eso. Antonio había entendido las palabras que ellas proferían mientras lo mataban: ióm ktanón. Una amiga había escuchado su historia y se las tradujo. “Es griego antiguo y significa…” Y en el teléfono Antonio hizo una pausa honda: Asesino de tu hijo. Son las tres Furias o tres personas disfrazadas de ellas. Las encargadas en la mitología griega de vengar los crímenes contra tu propia sangre.

“¿Estás hablando en serio?” “¿Qué me estás diciendo?” repitió Tache. Una amiga del trabajo la iba a pasar a recoger, se disculpó. Antonio le pidió solo unos minutos para terminar su idea. Dijo que estaba tan sorprendido como ella. Nunca le había gustado la literatura ni la mitología, ni tenía predisposición a ver imágenes o espíritus. Lo que estaba viviendo era perturbador: no rendía en el hospital, caminaba ansioso y tenso. Creía necesitar algún tipo de descanso pero él y su esposa acababan de estar dos semanas de visita en Perú y ella no entendía nada. Las pesadillas eran constantes, las imágenes de las asesinas lo perseguían en sus sueños. “Yo tengo que traer niños al mundo. Mi vida es el nacimiento y súbitamente, tengo que lidiar todos los días con la muerte, tú eres siquiatra, tal vez puedas entender y aguantar major que yo”. Se quedó en silencio. “He leído un libro que me explica la historia, si bien no sé cómo conectarlo con Tartufo, con el Bronx, con nosotros tres”. Los tres sobrevivientes del bar Pizelli, como los habían llamado–en un artículo escondido en la página de policiales–el New York Post. “¿Qué libro”, preguntó Tache. “Euménides de Esquilo. Te voy a enviar un e-mail con algunos párrafos”. “¿Tú tienes mi correo electronico?” A Tache no le molestaba saberlo, solo que no entendía cómo lo había conseguido. “En su habitación en Lima, Tartufo guardaba tu correspondencia. Hablé con su madre–explicó Antonio–en una postal le dabas tu teléfono y tu e-mail. Me dijo que ha pensado en llamarte, pero que está esperando que pase el tiempo.”

–Claro, mándame un e-mail–respondió Tache–“Ahora discúlpame, me tengo que ir.”
Su amiga estaba tocando la bocina en la puerta del edificio.

3.
Antes de caminar hasta la playa Tartufo creyó que tenía que llamar a Lima. Vio un teléfono de larga distancia en una esquina.

“Hola. Quién habla?” Era su hermano, con un tono de voz apagado “A qué no adivinas donde estoy” No pudo esperar a que él le respondiera “En Río”, dijo. “¿Mi mamá?” Tartufo escuchó la respuesta y su rostro se ensombreció.“¿Todos? ¿Al pueblo?” “…” “No” “Vuelvo a llamar. Diles que estoy bien”

No era un hombre aún. No estaba preparado para enfrentar la muerte.

Tartufo había dejado a su abuelo ya decaído y sin memoria. Pero pensaba regresar a verlo y contarle su historia aunque él no pudiera responderle. Su abuela había muerto con las heridas en las piernas que se le pudrían entre las gasas urgentes. Su abuelo se había dejado ir. Una vez se paró sin acabar su cena. “Dame la escopeta, le dijo”. “Vámonos al monte a matar indios”. Era como si le hablara en serio, pero nadie sino él le prestaba atención. Ahora él estaba lejos ¿De qué servía el mar?¿De qué sirve tu viaje Tartufo? ¿A quién podrás contarles tus aventuras al regresar si ellos han tenido una aventura mayor, si ellos han estado lidiando con la muerte?

Tartufo recordaba cómo eran esas caravanas fúnebres hacia el pueblo. Creía entender la magia que llevaban los muertos que regresaban de tierras extrañas a ser enterrados entre los suyos. El cuerpo de su abuelo iría tendido en la parte de atrás de la camioneta, como si estuviera enfermo. A ambos lados irían dos de sus hijas. Si la policía los detenía, dirían que estaban cuidándolo, le llenarían la cara de paños con alcohol para que pensaran que dormía con angustia. Uno de los hijos, el piloto, ordenaría las coronas y el féretro y designaría a los que se encargarían de tener todo dispuesto para el velorio. El viaje duraba ocho horas, y habría una caravana discreta de familiares que se les uniría conforme pasaran los pueblitos después de Nazca. A la salida del túnel de Palpa, el piloto bajaría para encender una vela al Cristo negro y fumarse un cigarro. Esa sería la única parada del viaje. Llegando al pueblo habría gente que los esperaría en la calle principal, a la entrada, para demostrarles su dolor.

En la casa vieja, la única hija que la ocupaba saldría a mirar el cuerpo de su padre. Se encargaría de vestirlo. Con un terno oscuro solemne. Le llenarían la boca de algodón. Debajo de sus brazos cruzados colocarían al señor crucificado de hierro, bendecido en el Vaticano a mitad de siglo. Habría silencio en la sala de pintura blanca carcomida y la luz de los velones se reflejaría en los cristales de las fotos descoloridas de sus hijos colgadas en las paredes. Allí estaría la primera comunión de su madre y la foto del menor con el cabello engominado y el fondo de la ciudad de Nueva York. Las hijas mayores estarían totalmente vestidas de negro y sorberían el café con disciplina. La mayor de las hijas contaría historias y el profesor Dongo empezaría a quejarse en algún momento de la mierda que estaban haciendo con los recursos de la provincia, de las cagadas en las que estaba metido el tipo ese que se llevó la plata para arreglar el motor del alumbrado público y que los terrucos estaban dando vueltas. Y de repente, levantando los ojos del piso, con el cigarillo humeando entre los labios, preguntaría: ¿Y dónde está Tartufo?

Embriagado aún por el sopor de la notica que había recibido, Tartufo se detuvo sobre un malecón de figuras negras y blancas y empezó a reconocer el paisaje: aquél horizonte de edificios gigantes que asomaba al borde de la playa era Río de Janeiro, esa franja de arena blanca, poblada de hombres y mujeres con cuerpos mayormente atléticos y mallas de baño diminutas era la playa de Copacabana, aquella franja azul que se extendía hasta el horizonte, desde donde soplaba un viento fresco que calmaba el ardor de la ciudad era el Océano Atlántico, la Bahía de Guanabara. Y el pequeño hombre con una camiseta blanca, pantalones cortos azules y una toalla de motives geométricos colgada al hombro, que hacía un esfuerzo enorme para no empezar a llorar, era él.

Las mujeres eran de un color asombroso. Tartufo caminaba por la playa y trataba que no se le confundieran ambas cosas. Acababa de llegar a Río de Janeiro. Acababa de morir su abuelo, el que llevaba su nombre. Tuvo muchas cosas en qué pensar mientras disfrutaba del agua mojándole los pies. Mientras intentaba recrear la vista en los senos alegóricos que se escurrían de agua saliendo del mar. Caminó por Copacabana hasta que se acabó la playa, siguió caminando por Ipanema y llegó hasta la playa de Leblon. No fue tan difícil encontrar el camino de vuelta al paradero de autobús. Miró al pasar el teléfono por donde la habían comunicado la noticia. Sintió frío. Pensaba que todo podia haber sido diferente si se hubiese quedado en Lima. Lo hubiera visto morir. Se preguntó si todo no había sido tramado por él, este viaje de dos meses, predestinado para no encargarse de ningún trámite de ningún sufrimiento directo relacionado con la muerte. Trató de olvidarse y se dio cuenta que no le sería tan difícil y que el sentimiento de culpa no le podia durar demasiado. Esa revelación lo dejó atónito. Sabía que bastaba que el hiciera un mínimo esfuerzo, en ese instante, que lo quisiera simplemente, para que todo el asunto de la muerte de su abuelo pasara al olvido, que la culpa no lo persiguiera. Sabría que tendría que cargar con cierto remordimiento, pero Tartufo también sabía que eso era lo que realmente quería. Llegó a Botafogo y el ambiente era distinto: estaba lleno de gente.

4.
Tatiana trabajaba en el ultimo piso del hospital público siquiátrico de Porto Alegre. Alexei tenía su consultorio dos pisos abajo de ella. Desde la ventana la vista era gris. No podia simplemente levantar el teléfono y llamar. ¿O sí? Era demasiado interés por alguien que no había visto sino dos veces en su vida. Había una brecha de más de diez años¿No había sido acaso ya demasiado trágico verlo morir frente a ella? ¿No le bastaba con escuchar las balas en pesadillas y esas voces de ultratumba que ahora, gracias a la llamada de Antonio, tenían un significado siniestro? “Asesino de tu hijo”.

Tomó un café y se sentó frente a la computadora. Mientras sorbía el líquido oscuro, con descuido iba adentrándose en la maraña de la red y leyendo historias que la conducían a lo que le había revelado Antonio. Las Furias atacaban criminales ensangrentados con la sangre familiar. Su decision era determinante y el final siempre era la muerte excepto si algún dios decidía invocar a la justicia y el acusado era declarado inimputable. Repitió varias veces, en voz alta, un nombre que inmediatamente le inspiró cariño: Orestes. El resto del día transcurrió entre reuniones con pacientes y conversaciones banales con sus compañeras. En la tarde se encontró en uno de los pasillos con su hermano Alexei con quien conversó de la preparación de un matrimonio y una fiesta con amigos comunes. Al regresar a su departamento sintió la necesitad de un baño de agua caliente. Mientras el agua la cubría y se le endurecían la punta de los senos, sus dedos trazaron un camino húmedo que la hicieron distenderse. Pronto se sacudieron sus nervios y en el momento en que parecía estar olvidándolo todo, recordó la última mirada de Tartufo y sintió lo mismo que aquella mañana que Alexei abrió la puerta de su habitación para presentarlos y la encontró desnuda y en vilo bajo las sábanas. Tartufo nunca supo que con él, ella, la reina del carnaval, enredada a los 17 años en la llamarada de la pira de las hojas de bronce, se había masturbado por primera vez.