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Painting by Samantha Frech

En el borde de la piscina todo es válido. «Más aún en una piscina de los Estados Unidos», pienso. Me agarro lo que me sobra de panza con los dedos y me lanzo de cabeza. Necesito pensar.

Abro los ojos y miro al niño que nada un poco más allá, agarrado a una boya. Podría estar meándose ¿y cómo saberlo? Pensé que ya se habrían popularizado esos químicos que delatan a los que orinan en el agua, pero parece que aún no. Jamás he visto que se formen esos aros azules alrededor del culpable.

Eso es en lo que necesito pensar: la culpabilidad ¿Cuándo se es culpable de algo? Por ejemplo, en Lima: creo saber cuándo me porté como un animal. Lo sé porque esa gente que antes traté con tanta confianza hoy ya ni me habla. Alguna vez me los he cruzado en alguna reunión y nos hemos saludado por compromiso y he vuelto a la casa y me han venido los recuerdos. Es fácil desechar las culpas pero queda una perturbadora sensación de habernos portado mal. Patán: pude serlo y lo fui. Creía que me vengaba de las patanerías que sufrí, como si alguien tuviera que pagar para que se mantuviera un equilibrio cósmico, como si no tuviera la fuerza para ser yo el último de la cadena, la voz que dijera: basta, no podemos continuar viéndonos de esta manera, no podemos continuar mintiéndonos. Como si lo que tenemos fuera una fuerza natural de la que no podemos escaparnos.

Somos dos adultos: dos seres que necesitan espacio adicional, dos personas que necesitan brazos ajenos para seguir. «Infiel, eres un infiel», grita una voz allí, en la piscina. Nado, mientras intento ordenar una serie de impulsos de odiarme, de amarme, de cambiarlo todo. Ella es una infiel pero qué interesa, si todo lo que ella hace es porque tú se lo has ordenado, porque le has añadido a la amistad esa nota adicional que ella ─tú sabías─ ella siempre necesitaba.

¿Recuerdas el momento en que se encontraron por primera vez? Solos, en ese aeropuerto. Ella llena de maletas, sola, como no la habías visto en tantos años, porque los hijos y el esposo y la familia y los admiradores y las cámaras, etcétera.

Él también la engaña. Eso te hace sentir mejor, es tu coartada ¿Qué tanto vale una coartada? «Este es nuestro secreto y lo será para siempre», te dice ella en la cama. Mientras te abraza y te vienes y vuelves a tu casa y tiras las llaves y dices que la oficina ha estado terrible, que las mil reuniones y el tránsito en la calle Madison, bla bla bla.

¿Crees que ella no lo sabe?, te preguntas. Ella también te podría engañar ¿no? En noches como aquella en que la encontraste saliendo del gimnasio, sudando junto a otros muchachos, tal vez no tan jóvenes pero en mejor forma que tú: regordete, pálido. Cinco años sin hacer deporte, cinco años comiendo las hamburguesas de mierda y la comida basura que hacen en este país. Y sabes que no te engaña, porque ella no tiene esa porquería que tú tienes en la cabeza, que te altera cuando ves a una amiga, como ella, que te excita. Como se tienen que excitar todas las bestias, enfermos, con los que no puedes dejar de compararte después de que lo haces con ella. Cuando te llama para decirte que aterriza en el JFK otra vez y que se hospeda en ese hotel cerca de Grand Central, que te queda tan cerca del instituto, de ese despacho que cierras una hora antes para poder irte caminando y tirártela como no te has tirado a tu esposa en muchos años, mientras ella se estira en la cama y parece que botara espuma, porque también te pide que la cojas. Que se la  metas hasta el fondo. Que lo hagas mal.

Es una piscina fría. Ya empezó a hacer calor y ahora no importa lo helada que está el agua. Sientes calor en el pecho: puedes salir mojando todo y sentarte en el borde y mirarla. Una y otra vez. Sabes que está mal y te gusta y no puedes soportarlo. Ella también lo sabe y posiblemente el mundo que está muy viejo y millones de otros hombres y mujeres que hacen lo mismo que tú han pasado por experiencias similares. Le han puesto nombre a la infidelidad, han debatido si detenerse, si seguir, si mentirle al cuerpo y confesarse para no volver a hacerlo.

Otros se han vuelto lo que tú eres. Vamos, vuelve a lanzarte al agua y ahora sí: mea.