Un gran libro y dos famosos pistoleros.

Estos libros que aparecen de la nada, cuyo nombre se te cruza de repente. Como esas llamadas que crees que son spam y las ignoras. Las pasas. Pero claro: al final contestas.

Así fue como llegó El infinito en un junco. Se me antojaba un libro banal. Entonces alguien en el taller lo recomendó. Y alguien más. Lo busqué en Internet. Muy caro. Me encantan los libros de Siruela pero era muy caro. Los costos de envío ya eran más de lo que podía pagar. Hasta que un día en el invierno, tal vez caía aún la nieve (porque este 2022 ha sido muy extraño), ahí estaba a un precio amable. Apreté un botón en la web. Pim. Mañana llega.

Y claro: el disfrute, la sorpresa. Toda esta información junta, de una manera tan hermosa. Busqué la foto de la autora: no era la anciana librera que yo imaginaba sino una chica joven, hermosa, de Zaragoza. Una nerd de biblioteca con ese brillo fantástico en los ojos que parece que nos viene a los humanos como regalo, tras la lectura de ciertos libros. La dicha del conocimiento.

Por esos días en que empezaba con Vallejo, escuché un discurso de Juan Villoro en Michoacán en el que hablaba de la importancia de la lectura. El escritor mexicano me llevó hasta una imagen de San Agustín mirando a San Ambrosio, asombrado de verlo leer en silencio. Vallejo también lo menciona. Leer en silencio: esa revolución.

Después de leer algunos capítulos tuve que abrir La Ilíada y La Odisea, irme a leer lo que dice Plutarco de Cleopatra (en mi querida traducción de Dryden para la Modern Library). Hoy leí una entrevista con Jesús Marchamalo que me recordó que este gusto por lo que ha escrito Vallejo tiene mucho que ver con la fascinación que sentí al leer Ex-Libris de Anne Fadiman.

Aún no termino El infinito en un junco porque–con la escritura de la tesis– es poquísimo el tiempo que me queda para leer por placer. Y sí, es placer. Del mejor.