gerarddrivebikes

Pedaleo. Como un animal, sin orden, sin gracia, sin esa belleza de los que pasan veloces y encorvados sobre el timón como gacelas. Mi bicicleta es vieja, el color naranja se despinta, el timón si lo mueves demasiado gira hacia ambos lados. Sospecho que pronto la bicicleta se romperá. Mientras tanto, pedaleo.

Tengo 47 años pienso. No los siento. Anoche escuchaba que Chiri Basilis le comentaba a Pedro Mairal en Tachame el Nobel que el problema con estar a punto de cumplir los 50 es que él sentía que recién estaba entendiendo cómo se vivía. Que tenía tantos proyectos en la cabeza. Así me siento a veces.

Otras yo soy el pesimista, el aguafiestas que dice que ya viví lo suficiente y que me puedo morir. El que explica que sus cenizas tienen que ser arrojadas frente al mar de Silaca.

Pedaleo a las 6 de la mañana por una calle que se llama Kings Point Road: la punta del rey. Me meto por una calle que se llama Norfolk y cruzo la avenida Springs Fire Road para entrar en el destino final: Gerard Drive. Esta calle es como un sueño: una punta de tierra con mar a un lado y un lago al otro. Sobre el lago se ven los altos nidos de las águilas, los botes de los vecinos que mece el agua, el mar se ve hasta donde alcanza la vista.

De algunas de las entradas a las casas aparecen los conejos a mirarme pasar. Los saludo.

Se siente bien estar aquí. No sé si el  mundo se va a acabar y tampoco sé si eso me interesa. Algo tan distinto de cuando estoy parado, o cuando leo (leer, política sobre todo: ese pecado).

Tengo 47 años, es una mañana espléndida, le digo adiós a los conejos.

Pedaleo.