Nunca había mirado de aquella manera la Catedral. Creo que malinterpreté su físico exhuberante y me concentré demasiado en el contenido. En la oscuridad entre sus paredes y el altar.

Jamás me fijé con detenimiento en las puntas que cortaban la neblina de agosto, ni en sus campanas que conectaban a quienes fueron testigos de todas las barbaridades que se cometieron frente a ella.

Alguna vez los tiranos piadosos que tuvimos, se persignaron mirando como se alzaba su arquitectura. Y sus malos pensamientos fueron barridos por el repique aburrido de sus siglos.

Nunca me fijé, hasta hoy, amedrentado por esta novela, en las amenazas que alzaban sus puntas contra el cielo. La batalla desigual contra la garúa que había librado esta Catedral de Lima, flor virreinal.