Las calles de Lima antes del amanecer están apagadas por la neblina. No se ve mucho detrás de aquella manta de agua fina que cubre su cemento. Entre sus veredas de calma, caminaba yo, por primera vez en la ciudad después de mucho tiempo.
Pasa el primer colectivo, la luz de sus faros se abre paso entre la neblina, estiro la mano y me subo. Los pasajeros adormecidos parecen notar que visto diferente, les debe extañar que cargue un sobretodo negro hasta los tobillos. Al chofer no le gusta como me visto. El y su cobrador me gritan que me baje. Les ruego que me lleven unas cuadras más allá, que no les voy a causar demora. Las gargantas de los pasajeros se unen a la del chofer. Me gritan que no sea problemático. Saco la metralleta debajo del sobretodo, los ametrallo. Me apeo en la siguiente esquina y sigo caminando.
Desde los jardines de las residencias antiguas,protegidas por paredes altas, alambres de púas y cercos eléctricos, viene hasta mí una música de grillos. No sé si es la queja por sentirse encarcelados, si bien en este tiempo han de haber ya encontrado consuelo en su pedazo de tierra, en su lote de grama emparedado. Esa música me trae recuerdos, me hace temblar con presentimientos.»Estoy harto. Tengo que verla a ella, decirle cuanto la quiero», pienso. Entre las veredas de paredes altas, con la música de los grillos, sigo caminando.