Todos tenemos un grupo de números que marcan nuestra vida. Meros dígitos, cuya mención despierta algún recuerdo. Así, un saludo que en algún momento pudo haber sido mucho más formal, se convirtió con los años en el «Feliz 28» con el cual nos saludamos para desearnos una abstracción: la felicidad de pertenecer a un grupo, en un territorio demarcado antes de que uno naciera.
El 28, hemos decidido, es la ocasión para brindar por la promesa de que un DNI es la garantía de nuestro bienestar.
De niño, los 28 tenían la parafernalia rojiblanca que se extendía hasta las pantallas donde los presidentes recibían una cinta de mando y, al siguiente día, los tanques desfilaban, probando que contábamos con un ejército preparado para salvaguardarnos de la ambición de nuestros vecinos.
De joven, en el desorden institucionalizado que fueron los 80s, el 28 se transformó en el día escogido para dinamitar. Alan García, el cretino decepcionado por la lentitud con que malfuncionaban sus recetas de control de precios, se peleó contra sus enemigos ideológicos y nos arrastró al peor desastre económico de nuestra vida republicana.
Sobrevivimos. Ansiosos, desengañados, 28 se transformó poco a poco en una fecha más de negación, cuando preferimos ignorar el discurso e irnos a la playa y acampar en las arenas garuadas de nuestra costa o en las plazuelas remozadas de nuestra sierra.
Sin embargo, ese número lo arrastramos así nos esforcemos en manifestar nuestra apertura a diferentes culturas. Somos gente de allá. Así hablemos otro idioma, un 28 que sale de una boca nos pone alertas, nos conmina a mirarnos otra vez como parte de un todo. Somos individuos hasta que la cifra sale al aire, retumba en nuestra memoria y nos hace un colectivo, un grupo, una nación. El 28 de julio, dichosos, fatídicos, a veces indiferentes, nos convertimos en el Perú.
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