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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

agosto 2013

El renacimiento peruano y Sigo siendo

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Víctor Angulo, gran guitarrista arequipeño y uno de los músicos presentados en el documental Sigo siendo sobre la música peruana

 

Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde, que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo

Don Quijote

Suele ser un lugar común llamar Renacimiento a un período de cierto crecimiento cultural.  En el caso del Perú podría ser un caso extremo de estrechez visual: todo renacimiento debería estar acompañado de un incontestable tiempo de renovación, un abandono de las formas antiguas que se reemplazan por una época de esplendor humanista. Sin embargo, incluso en sociedades cuyo florecimiento cultural e intelectual tiende a ser considerado como el ejemplo mayor del término «renacimiento», los primeros signos del avance humanista–y acá estoy refiriéndome a los esfuerzos de Valla y de Petrarca, entre otros–estuvieron acompañados del oscurantismo y las costumbres heredadas de la época que aquellos hombres definieron como Edad Media, es decir, la situada en la mitad entre un período de esplendor y otro.

Para nadie resulta un secreto que la actividad cultural, la discusión intelectual y la producción artística han crecido en el Perú a la par del desarrollo económico, con cierta constancia, desde principios del siglo XXI. A nivel internacional, la coronación de uno de nuestros más brillantes intelectuales con el Premio Nobel de Literatura en el año 2010 sirvió para cerrar con un broche magnífico (sin apagar discrepancias de tono político o esconder las consideraciones al deterioro de su obra novelística) una década de crecimiento cultural, de permanente florecimiento de las artes, en muchos de sus campos. La segunda década del siglo XXI ha comenzado a darnos similares demostraciones de lo que se podría denominar como renacimiento.

Es verdad que nuestro florecimiento intelectual y artístico se ve menguado por otras condiciones de frivolidad en la cultura y superficialidad en los contenidos a los que accede el consumidor de medios impresos y audiovisuales. Es una tendencia mundial y el Perú no ha podido aislarse de ella.

Se ha denunciado cómo los intereses políticos pueden perjudicar el nivel de calidad de un medio impreso que ha servido un papel central para la difusión de las ideas, del arte, las letras y las ciencias en la historia peruana. Felizmente, el deterioro de El Comercio, también ha coincidido con la llegada de las nuevas ventanas iluministas que son las herramientas del Internet: notas individuales que se difunden con modestia desde los aparatos que manejan estos peruanos que se suman a la discusión y que, por las condiciones económicas y sociales que primaban antes del comienzo del siglo, están, en muchos casos, fuera de las fronteras del país.

A ellos, se suma la obra de pioneros, intelectuales y artistas que han recorrido el mundo y regresan al país– atraídos por los mismos signos de renacimiento– para, a la manera de los humanistas, demostrar lo que se puede conseguir cuando se ponen las mejores sensibilidades y cerebros al lado a los mejores recursos (técnicas y tencologías de narrar historias o de producirlas) al servicio de nuevas obras (muchas veces redescubriendo y quitando el polvo a lo notable y prestigioso ya existente y poco conocido) que cumplen las mismas funciones que Valla, Petrarca, Nebrija, Porras Barrenechea o Vargas Llosa  cumplieron en su momento: anunciar una promesa de nueva civilización. En nuestro caso: el Perú Posible.

Así veo la aparición de filmes como Sigo siendo, que Javier Corcuera ofrece como obra maestra de su trabajo como documentalista, para conectar las diferentes zonas del Perú con una historia que muestra la riqueza de su música poniendo en evidencia la fortuna cultural de nuestro país. Es una historia que sólo puede ser apreciada hoy, porque es recién después de un largo camino de desarrollo sostenido que existen las condiciones, la teconología, el aparato de producción nacional, los medios de distribución y, mucho más importante: el público, preparado para ver lo que nos enseña la pantalla.

En la última edad media peruana que fue esa noche de desastre político y convulsión de las últimas décadas del siglo XX, en un territorio fragmentado por la guerra, al que se conocía muy poco (porque la sociedad urbana apenas salía y la sociedad rural estaba en proceso de acomodación a la vida de la gran capital y otras capitales regionales) una película como la de Corcuera hubiera sido vista por muy pocos. Además, hubiera sido como un estudio etnográfico: Tres países desconectados, unidos en una melodía a la que sólo hubieran tenido acceso algunas minorías en Lima.

Hoy, todas las regiones del país tienen sus representantes en esas salas de cine que se podrían llenar para experimentar esa conciencia de patria. Y las voces que hablen sobre ella y sobre el fenómeno que significa producir películas que traten con seriedad a la sociedad, que cuenten historias profundas sobre nosotros mismos, vendrán de todos lados.

La discusión sobre la cultura y su desarrollo se abrirá desde ventanas como ésta, en espacios liberados de la tiranía de unos pocos medios de información controlados por unos cuantos individuos.

Hoy aparecen más publicaciones–novelas, crónicas, historietas, ensayos, poemarios–, esculturas, poemas,fotografías, representaciones de teatro o danza que analizan el sentido de la peruanidad. Los extranjeros a quienes les importan las diferentes manifestaciones de una civilización, alcanzan estas obras y también identifican una cultura que, para nosotros apenas se está empezando a reconocer, y  que a ellos les asombra.

No habría que perder la luz, habrá que seguir iluminando el camino. Y no negarle el crédito que tiene en este renacimiento, ese otro sendero de lucha por el progreso (y no por el retroceso y la barbarie de la violencia) que tomó nuestro pueblo, las grandes mayorías nacionales. Hay que apuntar a la integración y condenar los esfuerzos racistas o clasistas. Si nos sentimos orgullosos de la comida y de la música que produjeron quienes mejor siguen representando esa edad de oro que hoy miramos y nos asombra, admiremos y respetemos a nuestros indígenas, a quienes menos tienen.  Esto significa también defender sus áreas de vida y crecimiento, su ambiente, ante la destrucción que pretenden quienes promueven actividades extractivas irresponsables con la ecología. Los peruanos más pobres en dinero pero los más ricos culturalmente, han sabido conservar las tradiciones de sus pueblos a pesar de la permanente batalla en algún momento hispanizadora, en otro afrancesante y hoy norteamericanizante que establece Lima, muchas veces con prepotencia.

Tal vez la falta de recursos desacelere este crecimiento, tal vez no. Quizá la presencia de voces importantes–intelectuales de izquierda, pero también de centro y de derecha– en distintos centros creativos que hoy tiene el país sigan trabajando y dejemos atrás, por fin los años de la oscuridad. El renacimiento del Perú, visible en documentales como los de Corcuera, será el cumplimiento de una promesa a la que muchos le han dado y hoy le siguen dando la vida.

But there is no water

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(Don’t rain on my beach!)

–It doesn’t rain in Peru?

Of course there are places in Peru where it rains. There are beautiful rainy days in the mountains. And of course, we have the jungle.

However, that’s not the place where I grew up, Lima la Horrible, the gray one, la villa de polvo, the piece of land where I learned how was the life on Earth, the city where I never saw an umbrella but in cartoons and movies.

–Mom, the Peruvian coast is one of the most arid places on the world. They only get 2 inches of water per year, and most of that water is not rain but fog,  said Frances (she read it in 1491, that amazing book that old Sal, in Southampton, recommended me a few months ago)

The temperature of the Humboldt Current in the Pacific Ocean blocks the rain from the West. The rain from the East is blocked  by the peaks of the Andes. However, there is life (extraordinary life) in between the valleys created by the many rivers that come down from the melted ice and the lagoons on top of the Andes, all the way to the Pacific Ocean.

And there is no rain: Little lizards go under the rocks and the bunch of friends walk in line to the ocean, to the Pozo de los Compadres, where we are going to get fish, or get sea food, stuck to the rocks where the ocean splash into the coast, sea urchins stuck to the rocks on the bottom of the Pozo, and red crabs, hidden in between the huge black stones.

Sometimes it rains. And there, in the middle of the night in this town of the Peruvian coast called Silaca, everyone runs outside, and we help to put huge plastic bags on top of the roof remade every year with logs and totora straw. And we know now that we have El Niño, that current of hot water that once in a while, around Christmas, comes all the way South, bringing rain, a lot of rain, nightmares and destruction to these people not used to the abundance of water.

And that’s why I was surprised at 19, in Ubatuba, next to Sao Paulo in Brazil, when I saw sand, ocean and trees together, for the first time. And with the same awe, I bought a first umbrella in London, and I forgot it the same day, next to a public phone, when I called Lima from the Underground, and told my family, kind of amazed: It’s raining!

But sound of water over a rock

Where the hermit-thrush sings in the pine trees

Drip drop drip drop drop drop drop

But there is no water

(Eliot)

And here I am, waiting for the sun. Watching the leaves that hide the streets, the animals, the people who roam around this area in Long Island. From the airplanes you’d only see the jungle, the amazing arms of the trees, these people of the forest, surviving another storm, another summer full of rain.

There is rain and no beach (F**uck!)

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La mujer de blanco

Richard Harris, el actor principal en "Viajes de Gulliver", filme de 1977.
Richard Harris, el actor principal en «Viajes de Gulliver», filme de 1977.

En las calles del pueblo, de noche. No teníamos que alejarnos demasiado. Era terrible pensar que de pronto, entre las matas de los olivos, en alguna acequia estrecha por donde era necesario pasar (o saltar) podía aparecer

La mujer de blanco

Siempre me gustaba recordar los consejos de mi padre: «Témele a los vivos, no a los muertos». Creo que he aplicado su consejo en muchas ocasiones, optando por el sentido común, derrotando a las suposiciones y a los misterios inexplicables ¿Pero cómo vencer, en la niñez, a esos ojos fijos de tus primos que te narran la terrorífica historia que le ha sucedido a alguno de tus parientes, a uno de aquellos chiquillos que tú conoces, caminando de noche por las carreteras que llevan al pueblo, tropezando de pronto con

La mujer de blanco

Es verdad que después aligerábamos la tensión replicando–a la luz del lamparín de queroseno o de aquellas Petromax con bombilla de tela, que iluminaban como el mejor florescente, los techos de troncos, las paredes de adobe recubiertas de cal– lo que le haríamos, si la viéramos, a la mujer de blanco. Y nos reíamos simulando las proezas (a veces violentas, otras veces eróticas) a que someteríamos a su cuerpo de tela, a esa representación cuyo propósito era ahuyentarnos, impedir que nos aventuremos en los cerros donde probablemente se agazapaban animales y peores destinos que la mesa con luz donde matábamos el tiempo contándonos historias o jugando a las cartas.

No había electricidad ni alumbrado. De eso se trataba la proeza de seguir diciéndonos aventuras de miedo. El sol desaparecía a las 7 y si bien algunos –tal vez mi abuelo desde su cuarto, o algún vecino, sentado en una banca de la plaza– se distraía de la oscuridad jugando con la radio a transistores, escuchando la onda corta que botaba emisiones en japonés, en ruso, en francés corrompido por la estática, el resto era oscuridad y silencio.

Por eso recuerdo tan bien la tarde en que llegó el cine, la polvorienta camioneta con un parlante oxidado amarrado al techo, dándole vueltas a la plaza y anunciando el programa: Los viajes de Gulliver. Ya de noche, caminamos desde la casa hasta el cinema –una sala de pintura descascarada al lado de la iglesia– cargando nuestras sillas y nos pusimos a ver los periplos del enano\gigante\huésped de los yahoos que inventó Jonathan Swift. Mis primos, que sabían demasiado de ese pueblo (yo era de Lima, un turista que sólo visitaba en los veranos) se reían y gritaban desde el techo, donde se echaban para ver la función entre las rendijas, entre los agujeros que ellos mismos le hacían a la quincha.

También recuerdo el circo, con sus payasos vulgares y estrafalarios que nos hacían reír, mientras el pueblo oscurecía y el cementerio –a dos cuadras de la casa– se ocultaba en la sombra de la noche. Ya muy lejos, desde el corral a donde íbamos cuando sentíamos urgencia de usar el baño, se veían las luces del «Casino», una casita con varias lámparas de queroseno, donde algunos hombres se pasaban la noche al ritmo de apuestas y cuentos subidos de tono.

Mi padre nunca fue al casino. Él era de Lima y pensaba que los del pueblo, los parientes de su mujer, lo iban a esquilmar. Ellos, quizá, pertenecían a ese grupo de vivos a los que había que temerles mucho más que a los muertos.

Fue otra noche, en una tienda, esa que quedaba en una esquina, en la parte de arriba del pueblo, cerca del camal, alguna vez en que mi madre aceptó ir conmigo y mis hermanos a comprarnos un alfajor o unas rosquitas de yema de huevo, cuando escuché de la boca de algún cliente, sentado sobre los costales (en el mismo rincón oscuro donde otras veces escuché rumores sobre ataques terroristas y la inminencia de una toma), de la boca de un peón que saludaba a todos los que ingresaban a la tienda con respeto, que apoyaba la espalda en uno de esos calendarios con dibujos de animales de granja que repartía Nicolini, que algo extraordinario pasaba muy arriba de la quebrada, entre cerros y fundos magnificos de los que yo sólo había oído hablar pero que aún no conocía:

«En San Luis, en la mina abandonada, han descubierto oro», dijo.

Aquellos fueron los últimos días de la mujer de blanco.

El pasado de Alan Pauls

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«Algún plazo secreto debió de cumplirse, porque Sofía, suspirando, abrió la cartera y dijo: Te escribí una carta»

 

El pasado

551 páginas tiene la novela de Pauls, el escritor que ganó el Herralde en 2003. Llegué a Pauls por Bolaño («uno de los mejores escritores latinoamericanos vivos»). Me metí en El pasado y allí me he quedado por el tiempo que la biblioteca de Yonkers aceptó prestarme el libro: 2 semanas.

La historia gira alrededor de Rímini, joven traductor que vive en una relación monógama y aparentemente indestructible con su amor de colegio: Sofía. Sofía sabe que el amor es una corriente perpetua que no se puede detener. Por eso la vemos allí, segura de su amor, con canas y plantada en la última página del libro después de haber seguido el periplo autodestructor, la enfurecida búsqueda interior de Rímini (su nombre es un guiño a la ciudad donde creció Fellini).

Rímini, traductor que atrae enfermedades imposibles, que se deja capturar por celosas enfermizas, que se masturba como si quisiera deshacerse de todo su semen. Alrededor de Rímini, circulan los personajes secundarios que hacen la vida de cualquier pareja: padres, suegros y ex amigos de ambos que se resisten a que la relación perfecta se haya terminado. Seres que quisieran creer, a ciegas, sin ver las grietas en esa película de zombis en que se ha convertido la entrega incondicional de Rímini a Sofía.

El pasado se podría haber llamado De amor y de zombis, pues el personaje principal parece lidiar mejor con el mundo cuando se entrega sin cuestionarse nada. Rímini es un muchacho que tiene la relación «perfecta» y está aburrido. Se sale, huye, desaparece, busca algo más que no puede encontrar, es capturado y regresa. Mira las fotos: es feliz.

Dentro de El pasado hay pequeñas historias, que al parecer están creadas con la pretensión de darnos una visión completa de las variaciones de la relación amorosa. Tenemos a Riltse, un pintor excéntrico, homosexual y fascinado con el modo como las mutiliaciones, las entradas al cuerpo, la enfermedad y el dolor, pueden producir arte, y como este arte puede generar una reacción –erección, en este caso– en las almas sensibles capaces de captar la superficialidad de su mensaje. En otra historia, conectada con Riltse y con la adicción de Rímini, una linda prostituta vietnamita se enamora de un dandy argentino. Es una bellísima historia de amor marginal que termina cuando ella casi le arranca el pene con los dientes. el-pasado1

El amor: esa experiencia paralizante, aquella agonía permanente metida en nuestros huesos como si fuera una enfermedad, pareciera querer decirnos Pauls. ¿Ama Sofía? No lo sabemos, pues su búsqueda obsesiva por recapturar a Rímini, incluye la posibilidad de un «último polvo» sólo para salvarla de la calentura pasajera. ¿Ama Rímini? Tampoco lo sabemos, pues si bien parece ser el único personaje que busca respuestas, nunca las encuentra: vive una relación intensa de sexo, cocaína y pajazos sistemáticos, que se desintegra cuando él descubre que está enamorado de su compañera de trabajo, una traductora con la que parece conocer la felicidad, o la ilusión, de la paz matrimonial y la paternidad. El episodio se desintegra también, en una tarde absurda a merced de sus terrores y del pasado de Sofía. Después, Rímini decide morir. O vegetar, mejor dicho, en un coma moderno de hijo que regresa a la casa del padre. Se desintegra con calma en los malos olores de su vegetación, en pijamas, dentro de un apartamento que se pudre, hasta ser rescatado por un soldado de la buena salud que lo pone a seguir un programa que le devuelve la buena imagen y lo coloca de profesor de tenis en un club para bonaerenses ricos.

En las páginas que siguen habrá más sexo, más preguntas, bajo la sombra omnipresente de Sofía, que sabemos que aparecerá tarde y temprano para salvarlo/arruinarlo de su propia ceguera.

El libro de Pauls es un ensayo obsesionado con la idea de la pasión y la relación de pareja. Es a su modo, la misma búsqueda de tantos otros autores mayores que quieren conocer a ciencia cierta la respuesta a la pregunta ¿El amor existe o es una ilusión? o peor aún ¿Es una broma?

El pasado es un gran libro. Está escrito con fertilidad y con la perseverancia de un escritor talentoso que quiere decirlo todo. Rímini y el amor no sobreviven en el intento. Sofía, que en las primeras páginas nos inunda con su capacidad para enternecerlo todo, hacia el final nos parece poco menos que un baratísimo premio consuelo. Y el hombre, pobre pobre, vuelve a mirar al pasado después de intentarlo todo y allí está ella:

Con la caja de fotos.

El plan de vida

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«Si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes»

Woody Allen

¿Alguna vez pensé en vivir en inglés? No. Jamás.

Que recuerde, hasta antes de aterrizar en Nueva York, los Estados Unidos aparecían para mí como una película de acción a la que se va sólo para comer canchita y después se olvida. Tal vez se podía disfrutar un rato con los efectos especiales, pero pensaba que al salir del cine, olvidaría el filme para siempre.

Luego, la experiencia se ha convertido en una película que ya se va por los 13 años, en la cual ha habido drama, algo de acción, misterio, terror y pornografía. Hubo buenos momentos de cine independiente lationoamericano –con poquísimo presupuesto–, romance a la europea (ese donde se escuchan todos los ruidos de la naturaleza) y a la americana, con la música a todo volumen y el cuarto a oscuras.

¿Mis planes de vida? Bien, gracias. Si no planeé esta vida, para qué planear la que sigue. Escribo. Me imagino que en algún momento saldrán las siguientes novelas, los siguientes cuentos, la película basada en mis libros –para que algún amigo vago por fin sepa de qué se tratan. También vendrán el trabajo de mis sueños, los hijos, mi primer millón.

Este mes de agosto empiezo el Doctorado. En español, porque me gusta ese maldito idioma que paga mal a los escritores y periodistas pero es el único en el que sueño y en el que lloro. Porque como bien decía Carlos Fuentes (traducido del mexicano): «Me podrás decir son of a bitch y no me importa, pero si me dices conchatumadre, me jode bastante.»

Son cinco años más de doctorado en el Graduate Center. Felizmente me he ganado una beca y será la primera vez en mi larga estadía en Estados Unidos en que mis estudios no me van a costar  (por lo menos dólares, estoy seguro que sí vendrán la sangre, el sudor y las lágrimas) ¿Planes de vida? Ninguno.

Lo demás es silencio.

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