Aquello de que las buenas cercas aseguran los buenos vecinos se debe aplicar solamente a quienes no tienen un árbol.
Hoy, a pesar de buenas intenciones y de constante cuidado , los vecinos que colindan con mi propiedad han invocado al infierno por culpa de una rama y dos arbolitos.
Desde que vivo aquí, la vegetación ha impedido que preste mucha atención al desorden que es la apariencia de las casas vecinas. Mis árboles, que los antiguos dueños colocaron en puntos estratégicos, si bien en invierno parecen simples adiciones (bellas) al paisaje de la casa, en el verano, cuando las hojas los cubren, nos brindan privacidad: uno de ellos impide que la ventana del baño se luzca frente a la ventana de nuestros vecinos, otro árbol impide que el interior de la sala se vea desde la calle.
Privacidad. Una palabra que nunca pensé encontrar asociada a la palabra árbol, acostumbrado como estaba a los cuadrados angostos de mi barrio de Lima, a los cercos de concreto con rejas, clavos, púas, trozos de botella y cables eléctricos entre los cuales crecimos.
Sin embargo, a principios de julio, un hombre de rasgos orientales que dice llamarse Hai (tal vez Hi) se mudó a la casa detrás de la mía y tuvo la brillante idea de reducir sus costos de mantenimiento deshaciéndose de los árboles de su jardín. Cuatro viejos pinos gigantes fueron derribados en el lapso de algunas horas. El espectáculo que dejaron fue macabro: raíces que se extendían por el jardín sin vida, sosteniendo muñones de troncos. Además, la masacre había dejado al descubierto una casa cuya apariencia exterior es lamentable: paredes sucias y descascaradas, puertas roídas por el uso, techos que requieren reparación.
Ahora, en vez de los árboles que recreaban un paisaje campestre – en este barrio donde la ciudad empieza a convertirse en bosque– podemos ver, desde las ventanas de nuestra casa, una estructura sucia, un jardín de tierra y los residuos dejados por el arboricidio.
Además, los jardineros contratados por Mr. Hai nos donaron una rama quebrada: nuestro árbol, cuyas hojas crecían allá en la altura enredadas con los pinos, de algún modo fueron jaladas o golpeadas al momento de la masacre. Tres días después una de ellas cayó sobre el cerco que divide a Hai de sus vecinos, los G___.
Los G___. Recién esta semana he conocido el apellido de los vecinos, porque llegó una carta, en realidad una fotocopia de una carta certificada, con sello de recibo del municipio. En esa carta, la señora, el señor y los niños Glazier –pues The G____ Family figura como el remitente– dicen que la rama se cayó porque nuestros árboles están enfermos. Solicitan eliminarlos porque presentan signos de deterioro, en especial las dos hermosas ramas que cruzan el cerco y cuelgan sobre su territorio.
Debo decir, que la casa de la familia G___ es tan fea como la del Sr. Hai. Su techo está tapado por una lona de plástico y su cerco de madera hace años que luce descuidado y a punto de colapsar. La señora G____, casada con un baterista cincuentón y dueño de un negocio musical venido a menos (lo digo basado únicamente en la apariencia de su casa, podría estar muy equivocado) es una mujer de raza negra nacida en la Provincia Constitucional del Callao. Sí, en este pueblo a 40 minutos de Manhattan, como probándome que las malas costumbres te siguen alrededor del mundo, la bruja G___ es peruana.
Lo supe hace tres años cuando vino a tocar la puerta para quejarse de otra rama que había semi colapsado y amenazaba la integridad de su jardín (los G__no tienen árboles, ni siquiera arbustos. Su patio trasero podría estar ubicado en un barrio sin lluvia de Lima) Teníamos tres meses viviendo en la casa, pero doña G__ nos torturó hasta que nosotros pagamos para que la rama sea removida, si bien nuestros abogados nos previnieron que el costo de remover ramas tenía que ser cubierto por los G__ . Entonces nosotros queríamos ser buenos vecinos. Hoy la llamo bruja y me parece un término bastante conservador.
Un inspector de la ciudad nos visitó para verificar el reclamo. Constató que nuestros árboles lucen mejor que la casa de los G__: frondosos y saludables. Desde la cerca que nos divide, debajo de las ramas en conflicto, miramos juntos la descuidada propiedad de los G___ y decidimos que nuestros vecinos no tenían sentido de lo que lucía bien y mal. Lo de Hai le provocaba al inspector el mismo disgusto que a nosotros. Nos contó su propia historia con vecinos insoportables: uno de ellos asesinó su cerco vivo rociándole químicos a las raíces. El vecino vendió la propiedad y se mudó a Miami dejándolo con una rabia atracada en la garganta que después de muchos años aún no se le pasa.
En estas semanas, dos expertos han revisado nuestros árboles y han declarado por escrito que crecen en buen estado y que merecen larga vida. Se podarán –como lo hemos hecho antes– las ramas muertas, las que podría llevarse el viento. El resto seguirá creciendo, dándonos sombra, protegiendo nuestro derecho a ignorar un tantito la vida privada de nuestros vecinos. Se les ha protegido con un líquido que bloquerá el impacto de las bacterias; la semana próxima un hombre araña se colgará entre sus ramas para colocar un cable que impida que las ramas en algún momento se abran demasiado y colapsen.
Me gustan mis árboles. Me preocupa que mis vecinos se levanten por las mañanas, los vean y encuentren en ellos enemigos. El inspector dice estar de nuestro lado. Nos ha pedido tomar fotos que documenten la desgracia, que serán incluídas en el expediente para promover una ordenanza municipal que impondrá penas severas para quienes quieran imitar a Hai.
El día en que sea delito atentar contra los árboles, caminaré hasta la puerta de Hai y de G___ cargando una maceta con una pequeña mata. Tendrá una tarjeta y en ella una inscripción breve y cariñosa: Planten más árboles, malditos vecinos.