–Ojos de perro azul. Dijo ella. Y lo miró, ciertamente, como se mira a un perro.

No importaba el paisaje: una mañana inmortal al lado de los acantilados. No interesaba la música. (Adióooos amor..) Tampoco el olor a mariscos frescos. Interesaba lo que ella decía. Y lo que ella decía apestaba.

Se había tirado por varias horas el carro de su viejo y se había metido en contra del tráfico por la carretera al lado de la costa. A ella no parecía importarle mucho al comienzo (fue muy divertido, pasado el pánico) pero se lo sacó en cara apenas se sentaron a comer. ¿Tenía que repetirle que se había tirado el carro por ella? No, que se joda, pensó él.

Lo había tratado como a un perro y eso era todo lo que veía, o quería ver. Al diablo con los ojos y con el azul. Y eso que ella le había dicho cuanto le gustaban los ojos azules. Al diablo porque sus ojos no eran azules. Caramelo. Verdosos a veces, con el sol indicado. Pero nunca azules. Qué perra. Hacerle esto a él.

–¿Sabes lo que más recuerdo de este tiempo que hemos estado saliendo juntos?

¿Quería una respuesta? A ella le encantaba esa retórica. Para qué apurarla. Se había indigestado con su indiferencia en un concierto, se había odiado en una cena carísima de pésimo desenlace, la había visto tocar el piano, para enterarse que ella solo lo veía como a un amigo.

Pero sí había momentos inolvidables. Tardes en que la había visto sonreír con alguna frase inspirada, momentos de ternura en que casi, casi, creía que le iba a conceder el deseo de besarla. Y esas noches en que la cubría de pies a cabeza con una manta antes de retirarse a pie hasta el paradero, cabizbajo por su cobardía. Solo para escucharla luego relatar historias con su amado inmóvil en las que lo único que faltaba contarle era de qué manera se la habían cachado. Pero la quería. Sí. La quería. Y estaban los momentos en que ella se apareció con el vestido de colores tierra, falda vaporosa, de mirada inalcanzable y musa, para acompañarlo a la cita con el oftalmólogo.

Preciosa ¿Tu enamorada? No es mi enamorada. Y en la misa de cuerpo presente, con una cafarena blanca, ávida del Cielo. Y su tía: ¡Linda tu enamorada! No es mi enamorada. Y las frases elocuentes, los poemas inspirados. Las rosas, dejadas con mensajero para que nadie se diera cuenta de que eran suyas. Travesías nocturnas, almuerzos deliciosos en su casa, bromas cómplices, historias breves, heladitos en pareja. Tardes de cine, algunas afortunadas. Sí, hubieron muchos momentos en que ella lo hizo feliz.

Momentos imborrables. Reconociendo, claro, que se le caía la baba por ella.

–El momento que más recuerdo es cuando le dimos esa comida a ese mendigo en la carretera, regresando de este restaurante, de esta tarde de mariscos, de esta maldita tarde de tráfico en contra, de recuerdos, de sus ojos clavados en sus ojos que no son azules. Y sus pestañas larguísimas. Sí. ¿Te las quieres rizar? Y otra vez su risa regresando. Y sus puños clavados en la cama. ¿Te irías a un hotel conmigo? ¿Y adivina quién soy? Y otra vez el vestido elegante, bellísimo y vaporoso esta vez en un bar recién inaugurado. Y él, asombroso. Abrazado a otra mujer más bonita que ella, otro torpe aprendizaje.
-No sabes cuan cerquita estuve de decirte que sí, dijo ella.

Él Puede reírse. Ahora. En ese momento sólo tanía ganas de decirle vete al diablo, ojitos de perra. Perrita chihuahua.