Saúl carga la cara mal afeitada. Cabalga su yegua albina siguiendo la línea irregular de las laderas traicioneras al borde del Chañaral. Ha matado la mayor parte del día tendido sobre la grama de sus sembríos y le parece que se merece el descanso, que el maldito sol le está jugando un truco. Su yegua aligera el paso, escudriña la tierra, rebusca con las pezuñas entre las piedras: mata el tiempo, también.

Al final Saúl ve aparecer a Lorena, a paso lento entre los granados de la casa hacienda, cruzando la acequia frente a las matas de membrillos, avanzando sobre la reseca costra del cauce del río, sin ningún temor: Lorena, la que busca y encuentra, la que lleva la voz, envuelta en un vestido que la cubre como si fuese sólo un vapor, una idea. Viene a darle alcance. Saúl inspecciona el cielo. Todo está planeado y sin embargo aún le tiemblan las manos, le siente el frío a esa caspa de agua que le moja la palma.

Cuando ella está más cerca, lo necesario para verle las líneas del rostro, Saúl hace girar al animal sólo para que Lorena lo admire. Ya no es posible admirar a esas horas. Todo ha sido teñido de un tono anaranjado y triste. Lorena lo observa, aguarda a que Saúl acomode la grupa de la yegua y le ofrezca la mano para treparla. Saúl la seca al pasar, la palma contra los pelos del lomo. Sin embargo no puede evitar que Lorena toque su nerviosismo, su milímetro de duda húmeda en esa palma que todavía le teme a las consecuencias, a pesar de encontrarse cuarteada, recia y muy bien entrenada en el campo.

Así cabalgan ahora ambos, apretados sobre el lomo, al lado del río Chañaral, por el cauce seco, entre las rocas.

–¿Eso es todo? le pregunta Lorena, cuyo cuerpo se convierte poco a poco en sólo una sombra, en una mancha negra que avanza por la banda del río, muy adelante del perfil de la hacienda que desaparece en la oscuridad de la quebrada, muy hacia el fondo.

«Eso es todo», piensa Saúl. Asiente en silencio. Siguen por la quebrada, aceptando el paso con el que la yegua los decide llevar. Se les hace de noche en la pampa. La cruzan en silencio, escuchando aquí y allá los quejidos de los zorros y las pataletas de los guanacos. Antes de la hora de la cena ya están entrando en el pueblo, pegados a las pircas de las chacras. No hay luz eléctrica y faltan almas en esas calles.

Cortan camino por el lado de la iglesia, hasta la sombra de una casa que hasta hace algunas semanas estaba tapada por el polvo y las telas de araña. La yegua se acomoda por un portón de acero e ingresa con ellos a las caballerizas. Huele a alfalfa. Mientras Saúl amarra a la yegua, ya apenas si se puede ver. Le levanta el vestido a Lorena. Sus dedos se meten entre las piernas y palpan una humedad más desesperada que la suya.

–Hace tiempo que nadie me toca, dice Lorena, sabiendo que él no necesita la explicación. En la oscuridad, gracias a un hilo de luz de luna, aún se puede adivinar al lado de la yegua, la forma de la cama de heno. Allí se tienden. Él quiere demorarse en las lamidas. Le teme al apuro y a la impaciencia, pero ella le exige que proceda.

Cuando le vinieron a decir que Lorena se casaba con ese bueno para nada, Saúl cerró la casa y vendió sus últimas reses. Se fue a la costa: buceó para los turistas, entretuvo a las criaturas paseándolas en botes con forma de banano–hizo el ridículo. Al regresar al pueblo, para ordenar sus tierras y regalarlas, lo encontraron los compañeros y le dijeron que Lorena había estado indagando por él.

Por cierta razón que entonces Saúl no entiende del todo, al final del primer chorro desesperado, la hombría se le vuelve a levantar. Saúl apoya las manos contra la piel de Lorena, pensando si le debe pedir permiso. Pero Lorena le exige que proceda, que presienta donde su carne tiembla con más fuerza. Saúl lo hace, sin darle crédito a ese estúpido dolor de viejas tardes cabizbajas, de octubres en los que sólo creía en la venganza.

Lorena tiene piel canela, y eso es todo lo que Saúl andaba buscando.