De niño tarareaba, como todos, esa canción que habla de los pasajeros en trance. Los aeropuertos me fascinaban por su posibilidad de convertirse en entradas al más allá. Sin embargo era un ignorante en aeropuertos. La escasez de dinero me había convertido en visitante asiduo de sus parientes pobres: las estaciones de buses. Había estado esperando en ellos, desesperando en ellos, durmiendo en ellos.

Irme lejos. Esa era la más grande posibilidad de quien viaja. Huir de las responsabilidades y de los parientes. Demostrar que era un rebelde, que la vida estaba escrita en las canciones de protesta. Así me metí a un bus por primera vez. Y allí juré que viajando, me quería morir.

¿Por qué viajas tanto? Me preguntó una vez una mujer en bikini. Casi me estaba ofreciendo un concubinato feliz en el verano. Y yo tenía otros planes. ¿Por qué viajas tanto? ¿A dónde esta vez? ¿Con qué dinero? No me creyó que los viajes felices cuestan poco, que la falta de dinero te acerca a los pueblos, te hace ver lo mejor de las personas, despierta la solidaridad del vecino y de los camioneros. Ella no podía salir ni a la playa sin la billetera llena. Felizmente tenía un trabajo pagado en la televisión, y sus ojitos prometían una carrera larga de actriz de telenovelas. Los míos estaban llenos de miseria de estar aquí. Ganas de experimentar.

Difícil de explicar. Lo mío era deseo de conocer el mundo. De gritar he conocido tal y cual cosa, he visto a un hombre vestido de mujer en esta playa, he visto a un mendigo calentándose la sopa en esta calle; he conversado con una diosa morena a oscuras, y ella no conocía mi idioma. Para estar libre de ver es que viajaba solo. Esto me permitía vivir sin testigos, y menos pendiente de los pecados.