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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

agosto 2009

Leyendo (y subrayando) a Rushdie

La mejor hora para escribir es la mañana. Después de un baño de agua muy fría.
Quiero visitar Kuelap. Esta mañana, esta tarde, no tengo ganas de escribir. Discuto acerca del cansancio, las ganas.
Ojos, Todos los ojos son el cielo.
Veo las vacaciones, en el pasado. Escribo. Pongo un punto.
A veces veo tan lento.
Leo. Eso sí se puede hacer con el cansancio, dejarse llevar hacia Bombay, escuchar el ajetro de las calles y de la biografía ficticia de Rushdie, de esa nariz mitológica que olfatea el mundo.
Crónica sobre Ted Kennedy en el Time. Mira el mar, recuerda el lugar en Cape Cod donde nadaba con sus hermanos. El sueño sigue, la esperanza.
El narrador de Midnight’s Children y su esposa, cosa que ya veo en Caída del sujeto.
Mando unos poemas a Lima, una novela, juicio al editor, al poeta, al mundo de las publicaciones. Tantas cosas se pueden guardar en un baúl. ¿Los recuerdos? La noche de ayer y las de siempre. Cansancio que baja por el cuerpo, dulces sueños.
Final de agosto y apenas si cabe una luz.

Divino en Bogotá

El Divino corría olas y remataba polos de sus viajes para recursearse cuando regresaba a casa. El último negocio que se le había ocurrido, luego de ver a una morena hacer lo mismo en las calles de Santiago, era ofrecerle fotos a la gente vendiéndose como el hijo de Dios. Dos de sus mejores amigas fueron reclutadas como adoratrices, y lo seguían en la calles cerca de la Carrera Séptima y la Caracas. Ofrecían marcadores de libros con la imagen del Divino, vendían oraciones y arreglaban fotos con él, que se tomaban con la cámara de los clientes, considerando la posición del sol.

A Marcelo se lo presentaron antes de salir en grupo hacia la discoteca El Goce. «El Divino conoce tu país» le dijo la dueña de la casa, Hilda, la muchacha que había conocido la tarde anterior entre los periodistas que esperaban a que terminara el concierto en el Parque Simón Bolívar para entrevistar al cantante de La Pestilencia; y que lo había invitado a pasar unas noches en su pequeño departamento de soltera, sobre la Plaza del Chorro en La Candelaria.

«Estuve en el norte y en la ciudad de la Mugre» dice con seriedad, mientras pasa lo que resta del cigarrito a su adoratriz, que con la mirada concentrada, lo sostiene y se lo lleva. El Divino se ha cambiado la túnica blanca con la que recorre las calles de Bogotá y ahora viste una camiseta estampada de Chicama Beach. Sostiene en la mano derecha una botella de vino. «Espero que te guste la salsa»–dice él–»porque el lugar a donde vamos a ir es el mejor lugar para bailar salsa en todo Bogotá». Marcelo asiente y mira de reojo a una de las adoratrices, que también se ha despojado del vestido vaporoso con el que llegó y luce una camiseta escotada.

Todos caminan entre los empedrados húmedos de las callecitas estrechas de barrio, bajando hacia el corazón de la ciudad, hacia el cruce ruidoso donde una modesta puerta de madera y una luz verde los invita a pasar. «Este es el Goce, ahora a bailar» parecen decir todos, mientras llegan las primeras cervezas a sus manos, porque ellos saben que viaja sin dinero y no necesita pedirles nada. El Divino lo deja bailar con sus adoratrices y hacerle un sanguchito a la del escote atrevido. Se llena la madrugada lentamente, con un baile que respira sudor y vejez neoyorquina, cuando Rubén Blades llega a El Goce con toques de música mágica y Lavoe abre la última página de un periódico de los 70s.

Su amiga Hilda le mencionó una nota sobre la música en Medellín, las tendencias del metal pesado que se han apropiado de la escena bogotana. Nada de aquella influencia se nota en este viejo bastión del último mundo con sabor, nadie piensa en camisetas negras y sudor furioso cuando mueve sus caderas al ritmo del Gran Combo. Se sucede la noche en cansadas metáforas de adolescente que se transforman en adultos y la barba gentil del Divino lo abraza de amistad y le brinda toda la cerveza necesaria, esa ganada a punta de caminatas por la Séptima y fotos-souvenirs.

Cierra El Goce porque hay cierta norma que rige los clubes para que se callen pronto, la ley Zanahoria, y el grupo se antoja por barrios más modernos, dentro de un edificio de elevadores y vidrios nuevos, dentro de un cuarto, en un sótano donde otras bandas alternativas que rinden su pleitesía al rock sobre un escenario diminuto y frente a una bandera colombiana desgastan la madrugada a escondidas. Muy apretados, muy jóvenes, el Divino es uno más de los que disfruta del concierto con las piernas cruzadas sentado sobre el suelo del departamento.

Se marchan entre tropas de otros lados, por calles de las que Marcelo jamás sabrá los nombres. Persigue a una de las amigas que le brinda hogar sobre El Chorro y ella le ofrece una historia sacada de su infancia en Villavicencio, donde la niñez feliz y los estragos de la guerra se confunden con tenias que le arruinan el estómago. A su lado, El Divino marcha entre las dos adoratrices y discute la sencillez del mundo en un monólogo al que ellas parecen adorar. Marcelo sigue el rastro de la mujer de las llanuras y encuentra el camino hasta su cuarto donde toma solo lo necesario. Luego ella le pide que se marche, porque su amiga va a llegar de otra fiesta y duermen juntas, así que Marcelo se extravía casi a oscuras en una sala donde hay demasiada gente durmiendo en el suelo y se acurruca en un espacio en blanco.

Enmedio de la noche, siente que alguien lo está protegiendo del frío. Abre un poco los ojos, lo necesario para ver al Divino, que se ha bajado de su sofá para cubrirlo con una manta. «Duerme bien» le dice. Y Marcelo se queda para siempre con el timbre de voz con claridad profética del mensajero.

Amanece pronto en esas esquinas y la luz lo obliga a ponerse de pie. Todos duermen, él no. Marcelo camina sobre los pijamas, los trapos aventados en alcohol, las mujeres que reclaman atención, los pequeños hombres despatarrados en los rincones de la sala en posición fetal. Se deshace por la puerta y sube hasta  la azotea por los recatados escalones de la escalera de caracol del edificio. Una vecina madrugadora baja los escalones con una batea llena de ropa y ni siquiera se molesta en mirarlo. Tal vez lo odia.

Cuando mira en silencio la ciudad, su amiga Hilda aparece por las escaleras y avanza entre los tendederos de ropa para quedarse a su lado, observando una ciudad paciente, bellamente cansada.

Ella le ofrece un cigarro. Marcelo deja que Hilda se lo encienda, mira otra vez los techos de la ciudad. No sabe qué decir, así que sigue observando y aquello lo llena.

Sábado

Hay tantas noches como esta…
Y tantas otras en que el celular espera. Pregunto ¿Solo yo?

Desde un bar una llamada apurada, está terminando de trabajar. Me piden que me relaje, que lea un buen libro «Salman Rushdie me desilusiona un poco», me dice.

Mis piernas cansadas. Mi cercanía a la cama, mis memorias vuelan veloces y se alejan. Me levanto como un autómata pero descansado. Duermo mejor, el aire acondicionado es muy frío, pero en automático se apaga sólo un poquito después de cuando debería apagarse.

Pensaba escribir, usar la noche para condensar alguna cosa o tenderme en la cama a leer, subrayar, alguna palabrita nueva. La única que he aprendido recientemente es «impervious» y ni aún ahora recuerdo su significado. Hace unos meses estaba leyendo a Faulkner y subrayando como loco. Lo mismo con Rushdie, lo mismo con Joyce.

Vargas Llosa: El Pez en el agua. Siete trabajos cuando se casó con Julia, su tía. Y aquí escándalo de primas hermanas. Nada nuevo bajo el sol. Un reportaje sobre «Al fondo hay sitio» la magia de los guiones bien hechos, de los actores que tienen carisma.

Tengo que terminar esa historia de Comanse los unos a los otros. Un solo dia en el Cuzco, centro del imperio, ombligo del mundo.

¿Qué será del mundo? ¿Por qué no va más rápido? ¿Por qué no gira en torno a mí?

Solo vemos lo que nos ponen-o nos ponemos-frente a los ojos.
Definitivamente estar cansado no es una buena receta para escritor. Pero sin bajar la guardia, escribir, escribir, y más allá.

La recompensa está en nosotros mismos. Al menos escribí mi historia sobre el truco, basada en una línea de Borges. Ya.

La camioneta de Rina

Rina pasaba por el pueblo a recoger la ropa sucia. Tenía una camioneta Datsun Station Wagon cubierta de polvo, con la que recorría el camino hasta la ciudad. Hacía el mismo viaje varias veces al mes y la gente, acostumbrada a las cubrecamas y sábanas limpias, se lo agradecía.

Phoenix

Hay un bagel con crema de queso en el recuerdo de esta mañana y la vigilia antes de caminar con la bolsa al hombro y la computadora en las manos por la oscuridad de nuestras dos de la mañana, pasando la estación de servicio silenciosa, los autos con las ventanas abiertas y llenos de música, la muchacha con la cicatriz en la mejilla y una sonrisa que sube al elevador de la estación de tren. ¿Cuántas veces he sido una sombra con maleta caminando hacia una estación?

La llegada a Penn Station me recuerda que es viernes y veo un desfile de tacos mal caminados, de piernas que regresan de las discotecas, tumbadas en el piso esperando que salga el primer tren. Locos al lado de las columnas, hombres de aspecto penoso y más de trescientos kilos que arrastran los pies, contrarrestando esa música surreal de tiendas de moda. Ellas quieren ser más altas y más mujeres, sus piernas se mueven, se juntan con otras tantas en esa espera callada que tal vez no se recupera aún de los ruidos de los clubes, de las luces a oscuras en la pista de baile.

Un muchacho duerme apoyado contra una muchacha que le acaricia el cabello y le frota la espalda. Sus pies torcidos, una pareja de lesbianas abraza con cariño sus piernas cansadas, descansando en los peldaños de las escaleras. El viaje ha sido ese silencio. Un café helado y De Quincey y sus Confessions of an English Opium-Eater que he releído siempre con calma en estaciones de tren.

El boleto me ha llevado en aletargado ritmo de madrugada hacia el aeropuerto y me he quedado dormido ni bien he visto las ruedas del avión despegarse de la pista de Nueva York.

Phoenix desde el aire tiene cerros rojizos de tierra seca, sus calles son cuadriculadas, casas pequeñas extendidas sobre el desierto.

Descripción

Cierta mañana el camión apenas si puede pasar por el estrecho camino hacia el pueblo. Los pasajeros se inclinan sobre la madera y aprecian el precipicio. El olor a polvo seco y a calor está por todos lados, mientras rebota en el silenco el sonido de las ruedas del camión pasando esa estrechez, dejando atrás el acantilado, cada vez más cerca de Jaquí.

Eviten comerse los unos a los otros

Colgadas sobre aquellas paredes de adobe sin pintar, siempre hay un calendario. Y aquellas camas–catres les decía el abuelo–por lo general necesitan una afinada de los resortes y un poco más de relleno en los colchones.

Ella, la selvática que lo había conducido con delicadeza, hasta con cariño, por las escaleras hacia su habitación, ahora lo estaba mirando como si fuera un estorbo, y parecía suplicarle que la exima del suplicio, que se largue para dejarla dormir. Él–no sabía por qué, tal vez por alguna coincidencia que tenía que ver con esa noche, por toda la chicha fermentada o tal vez por culpa de esas velas que le alumbraban el camino en la iglesia antes de que fueran a buscarlo para traerlo hasta allí–no se venía, y todo el placer que podía haber sentido se le transformaba en culpa. Prestaba más atención al calendario colgado en la pared, a la imagen religiosa dibujada sobre los números del mes, que lo miraba acusándolo, como diciéndole que ya tuvo su oportunidad, o que nunca la tendría; que lo estaban observando fuerzas más grandes que aquellas patéticas maniobras que él hacía en la cama con esa muchacha, con ese culo perfecto en el que buscaba perderse para olvidarse del amor y de su incapacidad para conseguir a la mujer que deseaba.

Amor, palabra manoseada ¿Acaso no amaba también esa fuerza que salía desde el centro de su organismo y la penetraba?¿Acaso no amaba la indiferencia con que podía encaramarse sobre otro cuerpo para simplemente olvidar la imagen que lo torturaba?

Entonces sonaron los golpes en la puerta, anunciando que el valor de sus monedas–sus veinticinco monedas– se había terminado, que debía volver a la calle aún semioscura, a una mañana donde seguía transcurriendo la oscuridad de una relación que jamás entendió bien. Tenía que salir a los pasillos de aquella casa refugiada en el anonimato de las afueras del pueblo, donde el enemigo lo esperaría con aquella media risa de doble filo con que lo había tentado aquella tarde por las calles empedradas de la comarca y lo había abrazado mientras tomaban uno y otro vaso de un líquido fermentado y amargo; demostrándole su absoluto dominio de la situación y lo desatinado de su intromisión en esa vida de pareja construída con sufrimiento, poco a poco, a lo largo de tantos años.

Porque ¿Quién era él para creer que podía venir desde la ciudad, desde donde se habían escapado ellos, a gritarle por su incapacidad para mantenerla? A ella que, para que lo sepas, no solo ha cambiado tu vida sino la mía. En esta aventura somos solo dos y no puedo aceptar ni traiciones ni terceros, ni amenazas de retirada, porque este amor tortuoso pertenece a dos amables y tortuosos individuos. Así que no retires tu mano, abraza tu vaso y en estas calles llénalo otra vez del fermento espumoso, de esta savia que ha enceguecido a una raza durante tantos siglos, para que no entienda que su banco de oro está siendo saqueado, porque mi reino no es de este mundo, indio, mi reino es del oro y de la plata.

Y él se imaginó entonces que incluso el Inca había comprobado como el placer de la chicha cerraba los ojos del pueblo: mientras el Imperio seguía extendiéndose, ellos trabajaban, tomaban sin quejarse y de pronto llegaba a esas tierras la iglesia y lo confundía todo. Se prendían las miles de velas antes de que salieran las andas de la Virgen a caminar por el pueblo y la chicha seguía colmando los vasos y, esa madrugada, la selvática  lo invitaba a darle la mano y seguirlo hasta el segundo piso, para entender el poder de sus juventud, de su semen que –por fin, presionado por los golpes en la puerta que le exigían que cumpla su parte del trato, que deje dormir a la muchacha–se desparramaba sobre su cuerpo como la sangre de un animal herido.

Entonces él se apartó de ella, se vistió y salió otra vez a los pasillos para entender que era un hombre vencido, que tal vez debería acostumbrarse mejor a las derrotas, a los caminos truncos; acostumbrarse a pagarle mejor a esas muchachas que lo jalaban con cariño por las escaleras oscuras hacia sus dormitorios.

Allí en la sala de baile, satisfecho, lo esperaba su enemigo. Lo recibió victorioso, con esa media risa con la que alguna vez le enseñó la media pintura de su vida, la que nunca pensaba terminar y que escondía detrás de unas sábanas descoloridas para que su mujer creyera que vivía con un artista. Le dijo que su vida era el arte, si bien su mejor arte era esa forma de mirarlo, sometiéndolo.

Ahora las luces de la mañana entraban por las ventanas irregulares del prostíbulo, para decirle que otra vez había sido vencido. Alguien, muy dentro de sí mismo, le gritaba una línea que no sabía si atribuirle a la descarga en el dormitorio, a la paciente intoxicación de la tarde, o a alguna tara adquirida en una educación religiosa y larga que nunca servía para vencer al enemigo: «No se coman los unos a los otros».

Los dos cruzaron la pista de baile vacía, aquella donde una hora antes la muchacha apareció reluciente y despertada para conducirlo a su habitación, por algunos minutos, para susurrarle al oído que no todo estaba perdido, que las fuerzas de otros abismos lo iban a sostener mientras durase su peregrinación. Pero que no podían ayudarlo a cruzar el infierno, aquella era tarea de hombres, no de niños.

Tanto y Tanta (Eviten comerse los unos a los otros)

-Llegada a Cuzco
-Recuerdos de primera vez que se conocieron (pintura, fotografía)
-Recuerdos de la noche anterior
-Viaje al centro de Lima, traiciones..
-Dinero, trabajo, pasaje conseguido con nuevo crédito
-Llegada y reencuentro
-La pintura
-El enemigo, la pintura, el ocio, el goce de la vida
-Las ventas en la calle
-Discusiones sobre el amor
-Bus a un mercado cercano
-Trastabillar hacia las chicherias más cercanas
-Declararle su amor-Fumar un puro-concursar-ganar dinero-ganar premios
-Encontrar una pedazo de teja y escribir un poema
-Cantar con ella en una esquina, una cancion de la que no han oido los poetas, temas que no se consiguen en los lugares oficiales, lo caleta y lo publico, lo pacharaco, lo oficial, lo escondido y poco conocido, lo auténtico
-El enemigo la tiene aprisionada, es suya. No hay amor imposible, salida de una relación, las sábanas de un sábado, ella es suya, es su mujer. Tragedia de una relación que no funciona y no puede sino funcionar de ese modo
-Bailar en una chicheria, el enemigo la apreta a ella mientras los borrachos te abrazan y te sientes el perdedor más grande del mundo. Otros pintores se emborrachan, guardan su distancia, pero también son tu competencia con sus corazones deseosos de su aventura de sus brazos que saben envolver.
-Regresar al refugio de los corazones rotos
-Detrás de una cortina ella propone que se unan al grupo que parte a una sesión de ayahuasca en las montañas
-Y la trata de besar con un disco de Spinetta.
-Su amigo la lleva a ver a la Blonda, detrás de las cortinas pide un six pack de Cusqueña y explica que todo se ha cancelado, que no podrán tener una sesión con alguien que desea vender su peyote. Ella lo quiere grita el borracho, usted tiene que entender que lo quiere.
-Se acerca por detrás y le tapa los ojos y entonces todo empieza
-Caminando por las calles cuesta arriba, un paquete con dos fotografías envueltas en papel-lavandería
-Dinero que no llega y sus llamadas que rebotan como rebota la lluvia en las callejuelas mojadas
-Posiciones políticas-apolíticas-el mundo después de la politica, los sobrevivientes
-Sobrevivientes:todo lo que significa, llegar al mundo abierto en dos, y en las dos partes estar como haiendo equilibrio, a punto de caer…
-Por un pedazo de postre, cruzar el terreno baldío, la gran catástrofe que fue esa ciudad de millones de culebras, guardando las formas, evitando comerse los unos a los otros.
-La geografía, renacer, hace una vida nueva EVITEN COMERSE LOS UNOS A LOS OTROS
-El sexo, la inexperiencia, regresando de la noche de la chicha, en una callecita, encontraron, el enemigo llevandolo de la mano hacia un taxi y en ese taxi una redondela fuera de la ciudad hacia una puerta metálica, y un bar de luces semiapagadas, un baile en forma de cicatriz, los golpes en la puerta que valen monedas doradas, y no valen, y su cara sencillamente preguntando si ya podía irse, si la podía dejar dormir.
-Regresar por las calles empedradas hacia la cima, de la mano del enemigo, pensando en que tiene que verla, que tiene que verla y conversar, y le agarra de la mano y siente el amor y la pérdida y bajo el portal una teja rota que la lluvia borra, la tiza, el arte, ese cuadro escondido en el fondo del armario, ese que nunca voy a terminar, que no voy a volver a ver, que voy a pintar.

Oye Rock, No te me pongas viejo

En un estrado que se eleva sobre el campo de un estadio de fútbol con entradas agotadas, el guitarrista de una banda de rock and roll hace gemir a las cuerdas de su guitarra, con la sangre acogotada en las puntas de sus dedos que acarician con violencia.

El hombre se retuerce y suda. Suda sus mechones de pelo que no disimulan la calvicie; y la flacidez de su carne blanca y sin sol. Miramos todo, porque la magia de las pantallas gigantes nos permite ser testigos de cada detalle de su desgarradora carrera por el pasillo que comunica al estrado principal con ese pedestal mecánico que se eleva y lo pone sobre las cabezas de miles de asistentes que seguramente que lo aman.¿Cómo no amarte Angus Young?

A un lado del estrado, junto a un bajista con serios problemas de caída del cabello; el vocalista de esta banda–implacable perfil de estómago curvoso, fofa triple papada–contorsiona un cuerpo que pareciera pertenecerle a uno de esos felices sexagenarios limeños que te recuerdan con pasos enfáticos pero cansados como bailaban ellos cuando escucharon por primera vez un disco de Billy Holiday y sus Cometas.Cuesta creer que esa voz puede salir del cuerpo cansado de Brian Johnson.

Estos dos individuos han sido capturados antes en video y en audio. Se llaman AC/DC. Yo he gritado con ellos, en casete y en disco compacto–últimamente en iPod–e incluso los he escuchado en vinilo a escondidas y a oscuras, temeroso porque las malas lenguas decían que eran satánicos.

Esa noche de estadio-completamente lleno, hace 8 años que no hacen gira en los Estados Unidos–dos horas de tráfico y de túnel desde Manhattan; sus miserias rockanroleras me obligan a pensar que el ritmo más vital del siglo XX se nos puso viejo.

Una opinión personal: no vayan a verlos. Escuchen todos sus discos, griten sus letras que incriminan a un mundo que no se sabe divertir lo suficiente.

Pero verlos en vivo–sólo sombras de aquella imagen de una banda con cuya música tantos humanos habremos saltado sobre las cubrecamas adoloridas de nuestra adolescencia–es un mal viaje.

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