Me acaba de llegar por mail una edición en PDF de la revista chileno-boliviana Mar con Soroche. Adentro encontré un artículo de Pedro Granados, a quien no conozco, en el cual hace un análisis de la poesía en el Perú.

Me imagino que el artículo despertará una serie de opiniones en contra y a favor porque hay muchos poetas, de aquellos a los que se les considera intocables, que quedan un tanto mal parados.

Pero creo que este tipo de crítica es saludable. Genera respuestas y discusión. No todos los que escribimos poesía somos buenos poetas. Algunos somos regulares y otros somos muy malos. Algunos trabajamos, leemos y hacemos lo que podemos. A la larga, lo que es bueno sobrevive para siempre (Vallejo, Adán, Hinostroza, Watanabe ) y lo que es malo se borra de la memoria y sólo queda en las malas antologías.

Iba a hacer un enlace al PDF pero creo que es mejor poner el texto completo e ilustrarlo con fotos, como hace Mar con Soroche. Para los que quieran entrar a la página web, dejo el enlace


Los poetas vivos y más vivos del Perú,
y también de otras latitudes
Pedro Granados

En la Lima de los años setenta alguien inquirió a un ciudadano, de cuyo nombre no nos
acordamos, sobre cuál era el poeta peruano más importante. Por aquel entonces la respuesta era obvia, todo el mundo hubiera coincidido en el seudónimo que sirvió a
Rafael de la Fuente Benavides para legarnos su extraordinaria poesía: Martín Adán. Mas, creemos que por probo y pedagógico -y no por ignorante-, aquel ciudadano respondió: “No sé cuál es el poeta vivo más importante del Perú, pero si cuál es el más vivo: Winston Orillo”. Autor éste que por justicia poética está absolutamente olvidado hoy en día, pero que en su momento fue nítido contrapunto en la comparsa de los poetas peruanos del 60, fundamentalmente del Pavarotti de aquella época, Antonio Cisneros. Orillo llegó a figurar incluso en antologías continentales e historias de la literatura hispanoamericana tales como en la del desprevenido Enrique Anderson Imbert.
Sirva este párrafo introductorio para remarcar algo que parece inevitable en los avatares de cualquier promoción literaria: están los poetas -que siempre son poquísimos- y están los animadores culturales, profesores, gacetilleros o políticos camaleónicos que fungen de poetas por un lapso más o menos largo hasta que su mismo oportunismo los traiciona, pero que algunas veces ejercen -queriéndolo o no- una tarea de difusión de autores que son más interesantes y que a la larga serán más perdurables. No ha sido otra la función en la literatura peruana, salvando evidentes distancias de generación y relieve de la obra de, por ejemplo, José Santos Chocano, primer y auténtico propagandista indirecto de la poesía peruana moderna a nivel continental; Alberto Hidalgo, cuyos desplantes llegaron a codearlo a su hora con Borges y Huidobro; Manuel Scorza -de reconocida,aunque polémica, labor editorial-, cuyo oportunismo poético lo lanzó a ganar numerosos premios internacionales y a figurar ahora mismo, por ejemplo entre mucha gente educada del Brasil, al lado de César Vallejo y el propio Chocano; Antonio Cisneros, cuyo prestigio ganado con su obra de principios de los años 60 -e inflado por lo que en esa época constituía el premio Casa de las Américas- le permite ejercer incluso hoy de cacique en la auténtica poesía de Miraflores (aunque ya transformada por aluviones sociales que han convertido a Lima en una La Paz con mar); Jorge Pimentel, cuyo performance filicida (típico de los 70′, o al menos de Hora Zero) siempre superó al de su hermano, pero no a los versos de al mismo tiempo su maestro, Antonio Cisneros; hasta, y por ahorro
de tinta nos detenemos aquí, algunos ubicuos ejecutivos literarios con dólares, instructores en arribismo cultural y aligerados poetas, como es el caso conspicuo de Miguel Angel Zapata, verdadero polizón de la generación peruana de los 80.
Sin embargo, en esta comunicación queremos ponernos un poco serios y no detenernos
gratuitamente en el chiste. Repetimos, el fenómeno que indicamos siempre ha existido en la historia literaria y probablemente siempre existirá(1) ; sólo que por estos años -y sin necesidad de ganar mayor perspectiva- se ha tornado evidente. Claro, este fenómeno no es exclusivo de los que vamos denominando “Los poetas más vivos del Perú”; semejantes casos de auto-promoción, fabricación editorial, influencia partidaria, coima, simple miopía o nacionalismo militante lo percibimos por doquier. Baste, por ejemplo, escuchar a un premio nacional vitalicio -y remunerado- como Raúl Zurita; la verdad es que cuando le ponemos oídos, lo primero que nos preguntamos es quién lo fabricó y quién permite que todavía se siga difundiendo tantísimo ruido y tantísimo ego. Otro caso -aunque me vayan a caer encima sus hinchas ya que este
señor parece realmente muy buena persona- sería el de Juan Gelman, cuya
ternura -cuando enternece y no sólo mueve nuestra filantropía- la encontramos
absolutamente lograda ya y sin mácula en la obra de César Vallejo.
Obviamente, algo similar ocurre con el cantautor sureño Mario Benedetti
que, curiosamente -en un encuentro de escritores celebrado en 1967 en México- provocó en José María Arguedas “la impresión de estar revestido o insuflado de una seguridad levemente despectiva hacia los que no pensaban exactamente igual que él” (García 22); dado el caso, nosotros preferiríamos ir directamente donde el cantor, Gardel, o el músico, Piazzola.

Mas, para que a priori no se nos juzgue de puros, debemos puntualizar que todo el
entorno de nuestra poesía en español -y no sólo el gremio de los que podríamos denominar poetas “éticos”- atraviesa una profunda crisis. Tal es el caso del tan extendido, últimamente entre nosotros, neobarroco (verbigracia, en la antología Medusario de Kozer/ Sefamí/Echavarren). Ante la sombra de Trilce, para no remontarnos a la poesía de Luis de Góngora, aquél resulta mera tecnología; es más, intento parnasiano, racionalista y policial
al inhibir una franca apertura de la sensibilidad hacia el mundo exterior. Sin capacidad metamorfoseante, el neobarroco -salvo quizá alguna rarísima excepción: los textos del propio Roberto Echavarren, también el teórico de aquella antología- es en sus versos sólo una lista invertebrada de inhibiciones. Otro tanto, aunque nos hallemos en el polo opuesto, podríamos decir de los amaneramientos de la nueva sentimentalidad o de la poesía de la experiencia que no son -en general, y tal como sostiene con lucidez Jorge Rodríguez Padrón al hablar de la reciente poesía española- sino machacona retórica narrativa de los sentimientos y de la moral (344); esto sin mencionar a los “agudos teorizadores; pero nunca creadores de lenguaje” (339).
Retomando el caso del Perú, y tal como nos lo ilustra, por ejemplo, el ninguneo, ostracismo y marginación absoluta con que se trata a dos de sus buenos jóvenes poetas: Gaspare Alagna:

En el itinerario de un reino
olvidado en el fondo de tu frente
en tu memoria de cactus que araño ahora
al silencio de las piedras
al flujo de las olas
a mis ojos de arena hundidos en la espuma (13)(2).

e Isabel Sabogal:

Pero hay una princesa
Que sueña con el alba escondida tras la noche,
Que sueña con la lluvia escondida tras el alba,
Que sueña con sí misma escondida tras la lluvia,
Que sueña con su cuerpo escondido tras el fondo de sus sueños” (20) (3).

A estas alturas quizá vale la pena considerar la necesidad de revisar si es cierta o no la creencia de que es un país en que abunda la poesía. Paradigmáticamente, es probable sea cierto lo que Pablo Guevara apunta de su generación:
Yo creo que la generación del 50 enseñó a hacer poemas buenos, pero dejó de hacer
los poemas que hicieron los poetas anteriores a ella. Es decir, dejó de hacer poemas
como Adán, como Westphalen, como Moro o como Vallejo.

En otras palabras, y ahora lo argumentamos nosotros, ni la obra de Jorge
Eduardo Eielson ni, mucho menos, la de Blanca Varela -sólo para citar a
los poetas peruanos actualmente más mentados- constituyen en lo fundamental
un aporte creativo. Con el paso del tiempo, del primero quizá sólo
quede una pequeña colección de los años 50, Noche oscura del cuerpo.
Los ultra-perfeccionismos de sus primeros poemarios no pasan de ser finalmente sino ejercicios académicos; el relajamiento de los años 60 no pasa de ser precisamente eso: relajamiento técnico de la versificación tradicional en aras de adaptarse al verso libre o a la composición por campos que casi todo el mundo practicaba en aquella época. Más aún, incluso su Noche oscura del cuerpo es mero boceto o escorzo, por ejemplo, frente a ese lienzo -con los claroscuros de Rembrant- de la condición humana contemporánea que es la poesía de Eugenio Montale, autor en que abreva Eielson. Otro tanto cabe decir de los versos de Blanca Varela, orfebre diligente, pero demasiado tímida creativamente como para deshacerse de los moldes de Octavio Paz:

que no fue otra cosa que un periodista […] un excelente divulgador de teorías y de
hipótesis que entendía mal y transmitía bien (Piglia 12).

La poesía de la peruana hace recordar y añorar siempre a la de su coetánea
Alejandra Pizarnik, entre nosotros los latinoamericanos, auténtica hurgadora
de su nombre y de su borrosa imagen ante el espejo, además de pedagoga
-a través de la radical lección de su verso desnudo y económico- frente a los
excesos retóricos y encandilamientos conceptuales de las oleadas
surrealizantes que periódicamente invaden nuestro territorio.
Probablemente de la generación poética de los años 50 en el Perú no quede a la larga
sino la obra de Javier Sologuren. Poeta que ha ido cultivando su arte hacia el interior de sí mismo y, paradójicamente, hacia una paulatina despersonalización. Despojamiento, refinamiento y profundización -los de Sologuren- contrarios a los cambios de piel, más bien superficiales, de Eielson; y aventura poética e intelectual de mayor ambición y matices que los del recurrente narcisismo de Varela. Creemos que con estos ases el poeta peruano le gana la partida al que al principio de su recorrido fuera uno de sus claros maestros, nos referimos a Jorge Guillén. Pero Sologuren, lo mismo que el poeta español -por ejemplo, en el paso que va de Cántico a Clamor-, no ha podido superar el pequeño formato, el escaso aliento de sus versos para perfilados proyectos de envergadura mayor, ni ha sabido arriesgarse -para ganar otros partidos, y no sólo los de fútbol- a jugar al filo del reglamento, es decir, dentro y fuera del canon literario.

Poeta opuesto a Javier Sologuren, y el menor de la generación del 50, es Pablo Guevara que, muy a su modo dada la condición casi oral de su literatura por muchos años, también ya trascendió. No sólo en lo que hizo después la generación siguiente
(particularmente Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza), aquello de yuxtaponer
-en el espacio abierto de la página- ideas, imágenes y cautos sentimientos,
sino sobre todo al permitir su obra percatarnos de lo que aquélla no hizo. A
diferencia de Guevara, mucho más arriesgado e intuitivo en la fabricación
de sus versos, los poetas del 60 cultivan -unos más que otros- un arte
programático. Programáticamente hispanizante (Marco Martos), ora erótico
o comprometido; paundeano (Cisneros); afrancesado y latinizante
(Hinostroza); machadeano (el precoz y prometedor Javier Heraud); borgeseanapaceanamente especulativo (Julio Ortega). Su auténtico heredero, aunque en una versión mucho más desahogada o suelta, es Luis Hernández Camarero. En sus obras, ambos dan cuenta de un cosmopolitismo más bien idealizado que real, como llevado al cuadrado, frente al carácter testimonial o realista o culturalista que asume aquél en la poesía de la mayoría de los poetas de la década del sesenta. Pero mientras esta dimensión irrealista del cosmopolitismo -clave ya para entender la literatura de aquella época y más aún la globalizada de nuestros días- le sirve a Guevara como un elemento o personaje más de su ambicioso set poético (cotidiano-histórico-mítico), en Hernández -muy a semejanza de José María Eguren y de los poetas modernistas- le permite evadirse del mundo que lo rodea y así salvaguardar la atmósfera lúdica, gozosa o encantada de sus versos. A ambos poetas los une además, y nos referimos en estricto a sus poemas publicados, una sensación de que al leerlos asistimos a un taller y nunca a una obra acabada. En este sentido han sido muy consecuentes consigo mismos, no creer en el poema perfecto sino en la obra en proceso; valoran más el impulso indagatorio (Guevara) o la inteligente sonrisa ante la vida (Hernández) que el daguerrotipo de la fórmula o las estrecheses de las convenciones literarias y vitales. Frente a la poesía de Luis Hernández Camarero toda la sociología de barrio que siguió después -generación del 70, y la algo más enrarecida de grupos como Kloaka en los 80- es equiparable al juicio perspicaz que le merece a Américo Ferrari la obra de Alejo Carpentier:

lo único que yo veo de épico en sus novelas histórico-etnológicas es una imperturbable carencia de sentido del humor.

De toda aquella sociología sólo se salva En los extramuros del mundo de Enrique Verástegui, dicho sea de paso, otro aprovechado alumno guevareano; y se salva porque en este poemario su escritura -mucho más corporal que letrada- aún no ha envejecido.

Este es un caso opuesto al de la muchacha de provincias peruana, también de los años 70, que se vino a vivir no a un Chagall -como reza el título del libro de la española Blanca Andreu- sino a unos cuantos libros de psicología franceses; el cuerpo de Carmen Ollé -programático protagonista de su poemas- no le pertenece a ella, sino sobre todo a aquellos libros.

Otro tanto ocurre con Carlos Germán Belli, poeta de monótona queja y de renovado
archivo de versificación tradicional por registro; pero tan meticulosamente antiguo, tan profesionalmente diríamos, que allí mismo estriba su limitación. La poesía de Belli se difunde o difundía muy bien en el ambiente académico norteamericano precisamente por aquel corto alcance, por su condición de souvenir cultural. Heredero directo de este poeta neobarroco del 50, pero sin el encanto y la hondura de aquél de la generación del 30 (Martín Adán), es Mirko Lauer en el 60 -como es bien conocido- minucioso fabricante de mariposas/ de plomo. Frente a este poeta, Antonio Cillóniz tiene mucha más frescura, aunque comparte con Belli cierta condición monotemática. Un digno heredero de Martín Adán quizá podríamos encontrarlo recién al borde de los 80 (¿habría que admitir una promoción del 75?), nos referimos a Carlos López Degregori -auténtico Dorian Gray o Hannibal, interpretado por Anthony Hopkins, en sus mejores versos-, hoy por hoy uno de los poetas más interesantes del Perú junto con -aunque sólo por tres o cuatro poemas de sus dos libros hasta ahora publicados- otra martinadaniana, Magdalena Chocano. Lo que pasa con esta poeta es que muchas veces su capacidad especulativa le hace perder frescura a su dicción, lo que no ocurre en sus textos más logrados: atmósfera feérica junto a una sutil visión intelectual y ambiguo erotismo; además, el mejor formato de sus versos no es el epigramático porque precisamente allí acentúa lo especulativo, en este sentido a esta poeta aún le falta adecuar el aliento (no sólo entendido como voz, sino también como espíritu) a su marco mejor. Otra interesante poeta de los 80 podría ser Rosella di Paolo, a su modo opuesta y complementaria a Magdalena Chocano, mas cuando su fervor por las palabras -atento a la mística de San Juan de la Cruz– le sirva también para pensar y no sólo para sentir. Sin embargo, en sus páginas mejores, la obra de ambas poetas y la de Isabel Sabogal demuestra, a buena hora para el Perú, una equivalente zozobra, y un mismo anhelo al que no podemos arropar a priori con las marcas de uno u otro género.
Mas hablando del 75-80, un poeta-linguista que prometía, y que de alguna manera sigue prometiendo aunque halla alcanzado ya la media centuria, es Mario Montalbetti. Más que una síntesis de emoción e intelecto (Benjamin diría intuición y pensamiento), la suya es una poesía donde ambos aspectos no se resuelven en una unidad y andan como un
matrimonio mal avenido; después de un inicial periodo versolibrista cisnereano pasó al rigor de los silogismos de motivo oriental y ahora se ha hecho algo más entrañable, pero aquella incompatibilidad de caracteres -que observábamos desde sus poemas iniciales- lamentablemente continúa. Por otro lado, aunque algo mayor que nuestro poeta-lingüista, la obra de Luis La Hoz -en sus páginas logradas- es precisamente lo opuesto a la de Montalbetti. Ante todo no pretende ser una aventura intelectual y, sin embargo, digamos que la cumple, pero a través de imágenes de lo cotidiano, decoroso trabajo artesanal con el verso y sensibilidad; de ninguna manera buscando de antemano que el lector nos perciba listos. Ahora, el término medio entre ambos poetas, aunque trayéndonos otro imaginario cultural y distinto escenario social, son los poemas del voceado José Watanabe. Su zozobra a ratos llega a convencernos y su sutil ironía -en un grado mayor de destilación que la de Antonio Cisneros– nos brinda prueba fehaciente de su capacidad de juicio. Mas lo de término medio también alude a una falta de clarificación en Watanabe de su propia propuesta poética. Una vez leído pareciera que no tuviera nada que proponernos; su poesía remeda una vibración sutil, aunque sin transfondo aparente. Sin duda, esto puede ser ya en sí mismo un destacable valor estético, y posiblemente sea la marca peculiar de este poeta -mezcla curiosa de criollismo y tao-, pero permítasenos quedar aún inconformes con su trabajo. E indignados con el de sus imitadores que -sobre todo en la generación limeña de los 90- abundan; bola de muchachos que a tono con nuestros tiempos postmodernos o globalizados cultivan el tono menor -diríamos ínfimo- de la mente, del lenguaje y de la pasión. A la soledad y desconcierto -cuando no al horror que provocan estos tiemposcreen responderles con su cansancio, aburrimiento o discreto vaho en coro ante el espejo.

Obviamente, la existencia de esta casi historia de la poesía peruana contemporánea –
que vamos reseñando- se la debemos fundamentalmente a la labor de los críticos. Finos
críticos son, por ejemplo, Américo Ferrari y Julio Ortega. El segundo más activo que el primero, pero también un poco más sesgado en sus gustos hacia la poesía que practican, podríamos denominarlo así, los “ilustrados”; sociedad distinguida que -en el caso del Perú, y a semejanza de lo que significaba el Palais Concert en época de Abraham Valdelomar- parecería ubicarse hasta hace muy poco en la librería “El
Virrey” (Lauer, Montalbetti) y ahora, en más apretado petit comité todavía, en la librería “Mosca Azul” (Lauer y el reciente receñista multiglósico Abelardo Oquendo).

Mas aquellos dos críticos son sin duda, y a pesar de todo, los más matizados ideológicamente y los que han ejercido su tarea con imaginación y fervor. Este no es el caso de otros críticos, tal como el del desaparecido Antonio Cornejo Polar(4), casi negado para leer poesía, y menos aún el de su hermano, Jorge Cornejo Polar. Ambos constituyen un tipo de críticos, ya que su práctica ilustra la de muchos
otros, que trafican cómodamente con un ganado ya previamente amansado, listo para
ser marcado con el hierro de las simpatías políticas o simplemente con la rúbrica de lo habitual. La crítica en el Perú actual sin duda existe, reflejo de ella es su poesía.

Sin embargo, a pesar de todo este panorama aparentemente negativo, la poesía del
Perú posee una extraordinaria ventaja, actual y virtual, por lo menos en el concierto
hispano. No sólo cuenta con una generación excelente que es la del 30 -de la que
deberían los jóvenes poetas nuevamente partir-, sino que cuenta además con José María
Eguren y, sobre todo, con el ejemplo extraordinario de César Vallejo; autores -aunque
este tema, dada su envergadura, es ya motivo para otro ensayo- a los que hasta hoy no
se les ha leído o estudiado de modo suficiente. En otras palabras, la poesía peruana
cuenta con el poder -nítido, por ejemplo, en la leyenda de los hermanos Ayar, la poesía de Vallejo o en muchas páginas de las novelas de José María Arguedas y de los cuentos de Julio Ramón Ribeyro- para literalmente volver materiales las palabras.

Precisamente, tratando nosotros de explicarnos esta capacidad materializante de los poemas del autor de Trilce, Lezama Lima quizá esté en lo cierto cuando dice que
En ninguna cultura como la incaica la fabulación adquirió tal fuerza de realidad (122).

Ahora, esto no quiere decir que estemos proponiendo un neo-indigenismo, ni mucho
menos (5), aunque este mismo autor señale: La historia política cultural americana, en su dimensión de expresividad, aún con más razones que en el mundo occidental, hay que apreciarla como una totalidad. En el americano que quiera adquirir un sentido morfológico de una integración, tiene que partir de ese punto en que aún es viviente la cultura incaica (75).

Nosotros únicamente estamos subrayando una ventaja. El Perú es un país con una cultura ancestral (veinte mil años desde los vestigios del hombre de Lauricocha así nos lo demuestran) y, por tanto, tiene mucho que hacer recordar, enseñar e inspirar con una densa luz a sus poetas.

Respecto a otras latitudes -incluso en la propia Latinoamérica, en cuanto al heterogéneo proceso de modernización que experimentaron estos países- el Perú ha sido tildado, probablemente con muy justa razón, de país “inmóvil” o de “movilidad menor” (Rama 109-110); nosotros matizaríamos: pero con profundísimas raíces (aspecto mítico-cultural que a Rama se le escapa por operar éste con una mentalidad típicamente urbana y secularizada).

Esta condición no hace al Perú inmune a la historia, menos a la de la hora actual cuyos despojos -los propios cuerpos de sus sufridos habitantes- no permite que nos engañemos ni que nos hagamos demasiadas ilusiones respecto a nuestro futuro socio-económico, pero le brinda a los poetas la posibilidad de un uso muy particular de la memoria, una promesa de poder -tal como consta en la rica tradición cosmogónica precolombina y en algunos cantos de raigambre quechua de ahora mismo- materializar la fabulación. En contrapunto a neobarrosos, surrealizantes, engolosinados de la experiencia, intelectualoides de la escritura-más o menos venales- o simplemente coro de cansados vates, la poesía peruana tiene la posibilidad, nada desdeñable, de ir más acá o allá de la literatura y darle vida: como para traernos una flor hacia los labios o un justo bocado a la boca.

Personalmente, tal como Michael Foucault, soñamos con el intelectual destructor de evidencias y universalismos […] el que se desplaza incesantemente y no sabe a ciencia cierta dónde estará ni qué pensará mañana […] el que contribuya allí por donde pasa a plantear la pregunta de si la revolución vale la pena (y qué revolución y qué esfuerzo es el que vale) teniendo en cuenta que a esa pregunta sólo podrán responder quienes acepten arriesgar su vida por hacerla (164).

O, de un modo menos romántico y más concreto, podríamos decir que no nos interesa
pasar volando por sobre los textos; primero por creer aún en el placer de la lectura y, segundo, porque proceder de otra manera nos lleva a imperdonables simplificaciones y acomodos burdos de los textos a determinadas teorías de agenda. Esto sin que postulemos, en modo alguno, la autonomía del texto ni la especificidad de la literatura. Creemos que es una extendida conquista contemporánea o postmoderna entender -y en esto somos militantes, mas no fundamentalistas- que el marco mayor de la literatura no es observar el lugar que ocupa la realidad en la ficción, sino la que ocupa ésta en la realidad.

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Obras citadas:
– Alagna, Gaspare: 1989 Memorias de un dios herido. Lima: Colmillo Blanco.
– Ferrari, Américo: 2002 La imbricación de la expresión poética en la obra narrativa de José María
Arguedas y Juan Rulfo. Agulha [www.agulha.cjb.net], No 24.
– Foucault, Michel: 1981 Un diálogo sobre el poder. Miguel Morey (trad.). Madrid: Alianza Editorial.
– García, Raquel (ed.): 2000 Las cartas de José María Arguedas a Angel Rama. Fornix, No 2, 9-28.
– Granados, Pedro: 1996 Memorias de las manos. El Comercio (Perú), 14 Jul, C2.
– Guevara, Pablo: 2002 Poesía de choque http://estacionpoetica.perucultural.org.pe/epguevara.shtml%5D
– Lezama Lima, José: 1969 La expresión americana. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
– Piglia, Ricardo: 2001 Conversación en Princeton. Azoteas, No 1, 8-18.
– Rama, Angel: 1985 Las máscaras democráticas del modernismo. Montevideo: Arca Editorial.