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The New York Street

Un blog lleno de historias

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New York City

Sol

Se llama sol. En el invierno, al menos en éste, no cumplió con su función de calentarnos. Decoraba el paisaje, evitaba que nos deprimamos por el frío y nos sacudía de las noches más largas del invierno. Nada más.

Hoy, sol apareció. Con 80 grados y las promesas de siempre: llevarnos al mar.

En la casa tenemos unas plantas: promesas de ahorrarnos unos cuantos dólares en el supermercado y entrenernos removiendo la tierra. Las ramas se estiran en sus recipientes de plástico, buscando la luz. En el parque, frente al aire húmedo de las cataratas, nos echamos sobre las mesas de troncos a recibir la gloria amarilla. Nos falta playa

Hoy no he querido abusar de los lentes oscuros: la naturaleza parece estar escribiendo una armonía, frente a nuestros ojos, siempre lo hace el primer día de calor después del largo invierno.

No todo es maravilloso. En el camino encontramos la pulpa sanguinolienta de una ardilla recién atropellada. Un poco más allá, un tronco caído bloquea el camino. Llamo a la policía, doy las direcciones. We got it, me dice el comisario.

Es el comienzo del verano y yo cojeo. Pudo ser peor. Agradezco en silencio y respiro porque ha llegado el ciclo de la claridad.

Amén.

Mañana vienen los Madmen

Poster de la sexta temporada del drama televisivo MadMen, que comienza mañana.
Poster de la sexta temporada del drama televisivo MadMen, que comienza mañana.

Recuerdo la primera vez que ví un capítulo de Los años maravillosos. Era la representación de una época, vista en conjunto con las transformaciones sociales a que se enfrentaban las familias –padres e hijos. Las aventuras del pequeño Kevin eran fascinantes por sus aproximaciones a temas universales (el amor, la amistad, la hermandad, la paternidad). Yo, que pertenecía a una clase media parecida a la de la familia Arnold, sentía que él estaba experimentando las inseguridades juveniles por las cuales yo había pasado de adolescente. Sin embargo, los traumas de Kevin estaban amortiguados por una familia, siempre cercana a lo que le sucedía a sus hijos, una relación parecida a la de mis padres conmigo y con mis hermanos.

MadMen también retrata una era. Sin embargo,  en el universo –disfuncional– de Don Draper, la familia es sacrificada. El personaje principal, con una enorme carga emocional sobre su cuello (por un pasado de violencia que lo marca en sus relaciones con jefes, empleados, amantes y clientes), es quien despliega ante nosotros la crueldad y el glamour del mercado de la publicidad: Madison Avenue, en Manhattan, epicentro del negocio publicitario, le pone el nombre a la serie.

Junto a Draper, a sus jefes y a los empleados de la agencia, entramos al Nueva York de mitad del siglo XX y al gran negocio que mueve la rueda del capitalismo y el progreso.

El dinero y todo lo que se puede consegir en esa sociedad con él, es lo que vemos desde los ojos Draper, quien ha trepado  hasta donde está pisando a más de uno, sosteniéndose sobre su personalidad arrolladora, inspirado por el único deseo de tener más.

Draper tiene la esposa y la familia que desea, en los suburbios de Westchester. Tiene una casa con todas las comodidades que se le permiten a quien pertenece al segmento más alto de una sociedad capitalista. Lo ha conseguido mintiendo sobre su origen, al igual que muchos de los empleados y jefes con quienes convive a diario. En el mundo de Draper todo se puede sacrificar. Hay sólo un amo al que hay que obedecer y ése se llama «productividad». Su esposa y sus hijos serán los primeros en sufrir por la ambición de Draper.

Como en Los años maravillos, los eventos que transformaron la sociedad norteamericana, también se cruzan en MadMen con cierta violencia: la cotidianeidad del divorcio, la llegada de las drogas, la guerra, el violencia política, las batallas por los derechos de las minorías, la libertad sexual y el aborto, etc. Sin embargo, en este universo donde Draper vive, es difícil sentir empatía. Es muy fácil percibir lo endeble que resulta este universo de pantallas, carteles y eslogans que la aristocracia de la publicidad contribuye a crear.

MadMen, si tuviéramos que resumirlo en una sola frase, sería: un drama de diálogos y situaciones brillantes, un mundo con personajes muy interesantes, llenos de dudas, que sólo reciben respuestas bastante vagas.

El vicio y la conquista del mundo

Las portadas de Vice nunca se han caracterizado por su buen gusto. Tienden a ser chocantes y ofensivas.
Las portadas de Vice nunca se han caracterizado por su buen gusto. Tienden a ser chocantes y ofensivas.

Williamsburg siempre me ha parecido un lugar frío. Al menos, mucho más helado que el Downtown de Brooklyn o el Woodlawn del Bronx. Sospecho que así es porque mis recuerdos son de invierno, de mañanas o tardes en que me sentaba en sus hospitalarios cafés  a renegar del tiempo, o de noches en las que caminaba abrigándome, sobre la nieve, hacia algún club oscuro entre las paredes adornadas de grafitti.

Allí en Williamsburg, encontré Vice por primera vez. Era una revista con carátula de colores chillones, mucha publicidad y unos cuantos artículos casi ininteligibles. Un experimento editorial, gratuito, que yo recogía y consumía con mayor velocidad que el Village Voice.

Esta semana, en un largo artículo en The New Yorker, descubro que aquella publicación ya no es una revistilla sino un conglomerado multimedia con 35 oficinas en el mundo, convenios de distribución y producción con gigantes como YouTube, HBO y Viacom, con reportajes espectaculares, no siempre de muy buen gusto, que van desde la santería y la criminalidad en Caracas o la imposible forma de vida en Corea del Norte , hasta la venta de armas en Florida o las fotos de crímenes violentos publicados por un diario amarillista de la Ciudad de México.

«Una buena noticia es la que puedes contarle a tu mejor amigo, sentado en el bar, mientras se toman un trago», dice Shan Smith, gerente general de Vice y protagonista de muchos de los reportajes. Smith es un ambicioso hijo de puta, en el buen sentido de la palabra.

El artículo nos cuenta sus inicios en Canadá. Vice empezó en 1994 como una publicación gratuita, aprobada como parte de un programa del gobierno para jóvenes desempleados, destinado a ser una revista que informara sobre la vida cultural de Montreal. Smith y sus socios, pronto convirtieron a Vice en la herramienta para cubrir los tres temas que más amaban: las drogas, el rap y el punk. Al parecer Smith tiene un talento muy especial para olfatear notas de interés y para cerrar negocios de publicidad. Por los años en que mudaron la operación a Williamsburg, ya Smith solía llamar de madrugada desde los teléfonos públicos a gritarle a sus amigos «¡Vamos a ser ricos!». En 2013, Vice tiene más de un millón de suscriptores a sus páginas web y canales de YouTube y la ambición de convertirse en una cadena de noticias de 24 horas para jóvenes, al mejor estilo de CNN.

En febrero de 2013, Vice hizo noticia. Smith y su equipo fueron recibidos por el líder supremo de Corea del Norte: Kim Jong Un. Al saber que Jong Un era un fanático de los Chicago Bulls y de la NBA (desde sus años de estudios en un internado suizo), Vice organizó un partido de exhibición de los Globetrotters en la capital norcoreana, con un fantástico invitado: Dennis Rodman, ex estrella de los Bulls. Rodman se convirtió en el primer ciudadano de los Estados Unidos en estrecharle la mano a Jong Un y se sentó a su lado durante el juego. Aquella visita fue parte de los preparativos para el lanzamiento de la próxima serie Vice por HBO, según Smith, una de las tantas jugadas maestras en su objetivo de transformar la televisión y convertirse en líder informativo para el segmento joven.

Hace unas horas terminé de ver un documental de Vice sobre SOFEX,  una gran feria de armamento en Jordania, información que no solemos ver en los canales de los Estados Unidos.  El reportaje es muy bueno. Pienso contárselo a mis amigos la próxima vez que nos tomemos unas cervezas.

Sábado 9 de marzo

Los momentos con buenos amigos siempre son gratos. Lo inusual es recorrer tres estados en un día para verlos.

Rescataré el placer de cruzar una y otra vez los puentes que conectan ambos lados del Hudson. Desde Peekskill en Nueva York hasta Dumont y Hasbrouck Heights en New Jersey y Pound Ridge en Connecticut. Vino aireado en la mañana, cerveza en botella por la tarde con carne recién sacada de la parrilla y champagne en copas de cristal, con panes con queso blando, antes de la medianoche.

Nos desviamos entre autopistas y avanzamos por senderos agotados por las señales que previenen que cruzan los animales. Pasamos entre desaliñadas calles suburbanas y por caminos embellecidos con bosques. Charlamos sobre la indigestión de los bebés,  arneses, cables y el miedo al vacío en museos científicos, cacería de venados –infructuosas– con flechas  en la penumbra, proyectos para importar faisanes por Fedex, estrategias para invadir un pueblo con gallinas que comen garrapatas; y poner a pastar alpacas en el jardín de nuestras casas.

Recibimos el autógrafo de una primera novela, ayudamos a voltear la carne en una parrillada de un sábado cálido y soleado. Nos llenamos la cabeza con imágenes en lagunas de Wisconsin, castillos en Dobbs Ferry y caminatas a solas por Venecia.

Discutimos sobre David Lodge, King Lear, los impuestos, los niños y la recuperación del mercado inmobiliario. Conocimos a tres perros: Fergus, Reagan y Duke. Vimos a dos gatos, ambos inexpresivos y distantes, merodeando por sus territorios sin consultarle a nadie.

La conversación con los amigos expande los límites de un fin de semana, promueve planes e invita a nuevos viajes.

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Don Draper, dibujo de Amani Zhang

Un grupo de indecentes encorbatados. Se trata de subirse de un momento a otro al pupitre y decir: basta, de llenar el ambiente con insultos, de gritar lo que uno quiere ¿no es cierto? Se trata de hacer ruido: mucho ruido.

En vez del ruido intentar hacer el silencio (que no se pude hacer porque ya está allí). Sólo se requiere el no hacer. Como el amor. Nos creemos tan capaces de fabricarlo, mas ya está allí. De lo único que somos capaces es de no hacerlo, de quebrarlo, mutilarlo, etc.

Cada quien a su propio terruño. Y éste podría ser limitado, como el de aquella hormiga que trabaja de 9 a 5. Que se despierta, trabaja y muere. O como el de ese zángano que decide que va a viajar, que a ver el mundo, que va a esperar… Entonces, un buen día, alguien les toca la puerta a los dos y les dice: Ya tienen cuarenta.

La hormiga se pavonea porque tiene una buena casa, un buen carro, una familia que crece, un gran plan de retiro. El zángano no tiene nada, sino sus memorias ¿Y díganme quién duerme mejor aquella noche?¡Cómo se aferra el zángano a sus memorias! Será que le han costado caro. Que no le llegaron tan fácil como la hormiga cree.

Y a los cuarenta vemos la muerte. En forma de un tumor lejano o una pasión lenta.Casi deseamos que nos agarre una pulmonía fulminante antes que el cáncer.

Ahí están las grandes preguntas celestes mon amie. Las cosas que importan. Si te asomas al final del abismo es mejor que te las suelte.

¿Vas sintiéndote mejor? Ese pisco ya llegó a la tutuma young man? Te sientes un hombre. Y mejor aún: un hombre realizado. Y te acurrucas, como todos, en tu cama al final del día, y te duermes con las pestañas pesadas y te levantas sin haber descubierto la pólvora, sin saber si el hoy será mejor o peor que el mañana. Respiras. Y de eso se trata.

La asesina coreana

Victor Zapana, hijo de un peruano y una coreana, cuenta la tragedia de su vida

En la última edición de The New Yorker, Víctor Zapana revela la tragedia de su vida: su madre, una niñera coreana, fue condenada a prisión por golpear con saña a una criatura a su cuidado. Los medios de comunicación condenaron a la mujer sin que nadie le probara nada. La víctima se presentó en el juicio: los golpes han convertido a esta criatura en un inútil que no puede hacer nada sin ayuda. Por muchos años, incluso Zapana ha creído que su madre es culpable.

El padre de Zapana es peruano. Es un empleado del subterráneo de Nueva York que ha servido en Irak y tiene traumas de guerra. Conoció a su esposa cuando se metió al ejército, atraído por la posibilidad de conseguir sus documentos. Se mudó a Nueva York con ella.  Zapana, en el artículo, recuerda con cariño los almuerzos familiares, cuando su madre engreía a su padre preparándole papa rellena y lomito saltado.

Tras ser aceptado como estudiante en Yale, Zapana lleva un curso de periodismo. Lo utiliza como herramienta para ocultar la culpa de su familia. Escribe y publica en las revistas universitarias, artículo tras artículo, con la esperanza de que sus reportajes sumerjan su poco común apellido hasta el fondo de la cola en el Google; para que ningún compañero fuera capaz de leer la noticia del crimen de su madre, publicada con escándalo en los tabloides neoyorquinos.

Sus padres querían que estudiara medicina. Poco a poco Zapana se fue alejando de aquel plan original. Terminó la carrera de periodismo. Su madre lloró en prisión cuando él le dijo que no sería doctor. Hoy Zapana trabaja como reportero del Washington Post y ésta–la gran historia de su vida, la que lo hizo cambiar de carrera para ocultarla– es la primera que publica en el New Yorker.

Moraleja: los caminos del periodismo son inescrutables.

Un Dios con sentido del humor

Esta novela de David Lodge se llamó originalmente «How Far Can You Go?» en Gran Bretaña.

Cuando vino por primera vez a Nueva York, en invierno, a mi padre le extrañó mucho el sol. El sol que no calienta. «Explícame ¿cómo es posible que haga ese solazo y tremendo frío?»

Nuestros inviernos cuentan con muchos días oscuros y depresivos; y de pronto, una mañana se aparece un sol que no calienta nada pero colorea el ánimo.

Hoy fue un día de aquellos. Un sábado reposado de lectura. Le comenté a Tommy McGirr sobre lo que decía mi padre y me dijo:

«En invierno el sol está más cerca ¿sabías o no?»

Claro que no. En la Recoleta teníamos un profesor de ciencias naturales que era una bestia. Además, nunca le presté suficiente atención a la ciencia. «En verano está más lejos pero el sol cae directo y eso crea el calor. En invierno la posición del sol hace que los rayos caigan con un ángulo, por eso no calienta». Terminó su clase y se fue despacito por la calle, apretando su carrito solar. Qué bella tarde.

Hoy tuve una conversación con República Checa. Horas y horas de interminables comentarios estúpidos. Supongo que la intención era entretenernos los unos a los otros. De eso se trata la vida ¿no? Entretenernos mientras nos queda tiempo.

«Seize tomorrow» leo en un anuncio sobre un nuevo libro: El arte de perder el tiempo (The Art of Procrastination). Al parecer un filósofo se dio cuenta de que era un gran vago pero, por alguna extraña razón, tenía fama de ser muy productivo. Tres años después de la idea: BUM. Ahí está el libro. «¿Qué espera para correr a comprarlo?»

Y sigo leyendo: Souls and Bodies de David Lodge. Otro autor recomendado desde Dresde.

Fíjense en esta reflexión que hace–citado dentro del libro– un personaje de Graham Green, el gran literato del dolor católico en el siglo XX: «When I was a boy I had faith in the Christian God. Life under his shadow was a very serious affair…Now that I approached the end of life it was only my sense of humour that enable me sometimes to believe in Him».

Tengo fe ¿Pero en qué? Tendrán que entender que el sol optimista de Nueva York ya se ha ido a estas horas (8 de la noche) así que la reflexión seguirá allí girando, dando vueltas y esperando. ¿Esperando qué? ¿Sólo Dios dirá?

«Edith ha mejorado todas mis novelas»

Breve video de la conversación entre Mario Vargas Llosa y Edith Grossman, sobre la edición en inglés de «El sueño del celta»

Ciudadano de tal

Los dientes de Guillermo son muy blancos. Hace años que se convenció de que era la única parte de su rostro que podía transformar (podría haber pagado una cirugía, pero aquello lo hubiera convertido en el punto de las burlas de sus amigos).

No sé qué es lo que hace a Guillermo tan feo. Tal vez sean las convenciones de lo que llamamos simétrico o asimétrico. O quizá es alguna condición genética. Su rostro es como un boceto de rostro. Es una obra en la que al creador le faltaron minutos para poner todos los elementos en orden. Su cara es una cosa cubista, y dentro de aquél cubo, sus dientes brillan. Además de los dientes, Guillermo tiene una voz perfecta. Jamás la ha trabajado, fluye como si perteneciera a otro. La ha usado para el mal: es cierto. No son pocas las mujeres que han caído atrapadas en sus discursos ingeniosos y sus trampas telefónicas. De joven –cuando el teléfono aún era la forma más común de comunicarse entre los jóvenes y Guillermo tenía más tiempo porque no trabajaba 80 horas a la semana en el empleo que ahora le permite pagar 200o dólares por blanquearse los dientes–, planeaba sus incursiones telefónicas con la misma astucia conque los muchachos guapos planeamos nuestros encuentros cara a cara. A nosotros nos preocupaba lo visual: Guillermo vivía obsesionado con los detalles auditivos.

Caminaba por Lima en búsqueda de números telefónicos. Las presas más fáciles eran las secretarias que atendían en tiendas y oficinas. Si le gustaban, conseguía los números en la guía y las llamaba. Una vez que las tenía en la línea era sencillo engatusarlas. Sabía cómo ordenar sus palabras, como modificar el timbre de voz para generar confianza, intriga, convicción y esperanza. Prometía amor y le creían. Después de tres o cuatro largas conversaciones en la oficina, ellas le confiaban el número de sus casas. Prometían estar solas en la noche, con el teléfono muy pegado al cuerpo para escuchar lo que la voz les ofrecía. Y a solas, él les prometía lo que jamás se iba a atrever a decirles cara a cara. «Su voz» pensaban ellas, mientras la electricidad les bajaba por el espinazo y las cruzaba de dicha «¿Cuándo te veo mi amor?» decían ellas y si él se aburría de su insistencia decidía olvidarlas.

Intentó ser locutor, pero en la conversación masiva su voz era fragil. Su talento se apagaba si la conversación no era de uno a una, si más de un oído recibía su mensaje.

Al terminar la secundaria consiguó un trabajo estable y pudo pagarse las prostitutas que le aliviaron la sensación pecaminosa de masturbarse demasiado al teléfono. Intentó vendar a  una de ellas, pero el resultado no fue el mismo:ella sabía que aquella voz provenía de una cara deforme. No se entregaban con la misma pasión de las muchachitas telefónicas. Guillermo también intentó con una muchacha ciega pero aquella vez lo consumió la autoculpa. Cuando la muchacha le pidió que la tocara, él no se atrevió. Por más que quería, no se le paraba.

Por esa época, cuando casi no le interesaba conocer mujeres porque creía haberse acostumbrado a su dieta semanal de putas,  conoció a una satipeña con los dientes blanqueados y le asombró que por prestarle demasiada atención a la dentadura se demoró en percatarse de ciertos defectos del rostro que otras veces le hubieran resultado inaguantables. Se le ocurrió una estrategia combinada : la magia de los dientes blancos serviría de droga de acercamiento. Sería una pantalla que bloquearía la primera impresión desafortunada que siempre provocaba su rostro. Los dientes le comprarían el tiempo necesario para hablar. En los segundos posteriores al encontronazo, mientras la blancura cegadora bloqueaba los otros sentidos de la víctima, Guillermo trabajaría la entrada al corazón de ellas con su voz. «Será hipnotismo puro», pensó Guillermo entusiasmado, mientras se lavaba los dientes.

Consiguió los números de los especialistas. Se inscribió en un tratamiento intensivo que incluía blanqueo y detalles estéticos. En unas semanas estuvo listo. Marcó un número telefónico al que le venía dando vueltas en la cabeza desde hacía algunos meses. Se llamaba Mariana: puta de alto vuelo. Carraspeó en el auricular, habló sin entonar, cortando las palabras, negoció el precio y el tiempo antes del encuentro. Ella llegó a su departamento y él abrió la puerta: 5, 10, 15, 20, 25 segundos….un pequeño destello antes de que Mariana pusiera ese gesto de rechazo que Guillermo conocía tan bien. Ella dudaba pero era una profesional. Él le apretó la cintura y le dejó saber que se trataba de un buen cliente.

Guillermo, con paciencia, perfeccionó su técnica. En los 25 segundos, de alguna manera conseguía sacar su rostro del ángulo de visión de las muchachas. Acercaba la boca a la oreja, ponía las manos (gruesas, ásperas, intimidantes, calurosas) en el cuello de ellas, al comienzo de la espalda. Entonces tenía otros 15 ó 20 segundos adicionales para hipnotizarlas. Y eso era todo lo que necesitaba.

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