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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Historias

Viajar a Tombuctú

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Viajar: algunos vivimos y morimos fascinados por la sola idea del viaje.

Viajar puede significar escapar, como en la triste experiencia de inmigrantes que tuvieron que dejar una patria. Pero viajar también puede ser aproximarse, por voluntad propia, a quienes viven distinto.

Rossana Díaz Costa, en agosto de 1993, estaba sentada en un andén de la estación de trenes de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia. Quería llegar al Atlántico cruzando el Pantanal, atravesando Brasil. Viajaba con una amiga que se había enamorado con locura la noche anterior. Esa amiga se llamaba Rosario, y estaba abrazada al oso de peluche que le regaló su novio de muchos años al despedirla en Lima. Lloraba por un joven de chaqueta de cuero negra que le había dado un beso antes de dejarlas en el andén boliviano. Lo había conocido la noche anterior en una calle de Santa Cruz. Había bailado con él en una discoteca, y aquella mañana creía estar cometiendo una traición de amor al abandonarlo para seguir viaje con Rossana hacia Brasil.

La historia era tan patética que era mejor no pensar en esas lágrimas que ahogaban al muñeco de peluche. Rosario caminaba por un lado del andén y Rossana –un poco harta– se había sentado en una banca, a esperar el tren. Ahí me vio.

Estaba ciega porque no le gustaba llevar los anteojos cuando se quería sentir cool ¡Era su gran viaje de aventuras por Sudamérica! Yo estaba pensando en lo feas que eran todas las chicas de Santa Cruz que caminaban por los alrededores de la estación. De pronto, me fijé en una muchacha desarreglada (pero cool) que se veía bonita y jiposa con su cabello largo, que miraba a los demás con interés. Me acerqué, cargando mi morral –con el que también planeaba llegar hasta Sao Paulo y vivir más de un mes– y observándola. Entonces me di cuenta de que la conocía. La había visto antes ¿pero dónde?

Me acerqué tanto que al final ella venció a la miopía y me reconoció.

Yo también: era la estudiante que asistía a las clases de guión de cine del amigo de Pablo Neruda: Domingo Piga, héroe del teatro experimental chileno, profesor de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Lima. Nos saludamos con emoción, con extrañeza por la casualidad. Habíamos comprado boletos para el mismo tren. Los dos nos íbamos a Brasil en viaje de aventuras. Rossana me contó con rapidez la telenovela de su amiga Rosario, la gordita que en ese momento apachurraba contra su abundante pecho al peluche que le regaló su novio limeño, mientras lloraba por un nuevo amor. Nos reimos de ella juntos. El tren boliviano –apellidado Bala– se demoró todo lo que podía hasta la frontera con Brasil y aquello nos dio tiempo para extendidas conversaciones, sentados en las gradas del vagón del tren, con las puertas abiertas a las vías del ferrocarril, mirando un desordenado paisaje de plantaciones y de vegetación interminable hasta la frontera.

En Sao Paulo nos despedimos pero ya éramos amigos. Dos años después recorreríamos tres países de Sudamérica con muy poco dinero, veríamos a los Rolling Stone en Santiago de Chile, bailaríamos una canción sobre Hombres Lobo en la discoteca más austral del mundo y casi moriríamos atropellados por un caballo en Puerto Montt. Comeríamos pizza en Buenos Aires y aprenderíamos todos los insultos posibles en San Luis, Argentina bajo una granizada atroz, cruzaríamos la cordillera en ambos sentidos, trepados en camiones, camionetas, autos y carros de bomberos. Aprenderíamos historias sobre las vidas de gente buena y distinta. Luego seguiríamos en contacto porque sus amigos también se hicieron amigos míos: la Rosario del peluche enamorado tendría capítulos en mi vida donde Rossana ya no estaba, Rosario adelgazaba, y otros valientes amigos míos se enamoraban de ella.

Rossana emigraría a España. Yo la visitaría en A Coruña, donde me daría cabida en su pequeño hogar con ventanales gigantes a la Avenida Finisterre. Nadaríamos juntos bajo el puente romano de Allariz, brindaríamos con calimoxo en Riazor, caminaríamos al lado de los carriles de tren de Pontedeume. Me presentaría a unas amigas simpáticas y medias locas. Una de ellas me ofrecería empleo de periodista. Rossana me empujaría a irme sin dinero a conocer Portugal, a dormir en estaciones de tren, en iglesias vacías y sobre las veredas de un teatro, a mochilear trepado en camiones de paso con los que alcanzaría Alemania y regresaría a A Coruña para despedirme y marcharme a Londres y luego a Nueva York.

Todos la llamamos La Roca. Sabemos que anda un poco zafada y que lo que la hace más feliz es el helado. Sabemos que escribe unos cuentos deliciosos, llenos de una sensibilidad capaz de tocarte el corazón. Sabíamos que estaba escribiendo guiones, que algún maldito productor cuyo apellido comienza con Sol la estafó; que sabía repartir su tiempo para hacer miles de cosas y que, al regresar a Perú, siguió con la rutina de siempre querer hacerlo todo.

Uno de los guiones de Rossana se llamaba Viaje a Tombuctú.

Como todos los guiones que acumulan premios y cuya directora tiene agallas y exprime el tiempo para persistir, en algún momento del año 2013 el guión se convirtió en película. Se transformó en un extraordinario filme que este último jueves vi por tercera vez (en mi versión especial, mi Director’s cut ), esta vez con mis estudiantes de Spanish 114, los Heritage speakers del programa College Now: alumnos que están terminando la escuela secundaria, a quienes se les da la oportunidad, tras pasar un examen, de ganar unos créditos universitarios.

Quienes en algún momento hemos dejado familia y amigos atrás, quienes vivimos ese momento en que había que mirar todo alrededor para poder recordarlo durante muchos años, entenderemos la fascinante historia de Viaje a Tombuctú .

Mis alumnos, hispanos, con edades entre 16 y 18 años,  también pasaron por esa experiencia, en circunstancias distintas.

Fue interesante ver sus expresiones mientras avanzaba la peícula. La historia de amor contada desde la sensibilidad de una niña (rockera, con gustos cinemeros) creo que alcanza más a las muchachas. Sin embargo, en la película hay muchas escenas que tocan a hombres y mujeres, de modos distintos. Te tocan no solo si tuviste una juventud difícil, no solo si viviste la niñez y la adolescencia en un país en guerra y en crisis.

También te toca si tuviste una pandilla de amigos y amigas, si espiabas a la niña que te gustaba en el cine y si montabas bicicleta con ella. Si te gustaban los fuegos artificiales al lado del mar, si alguna vez el carro de tu padre se quedó atorado en la arena y si tuviste conversaciones maravillosas con tus abuelos. Te tocan si gritaste como loco/loca en un concierto de Soda Stereo, si empapelaste tu cuarto con posters de músicos que adorabas y si coleccionabas casetes pirateados de las bandas que idolatrabas. También te toca si viviste la violencia de una sociedad vigilante (donde el abuso tenía carta blanca para «protegerte» de la violencia desconocida) si fuiste de viaje por la sierra con tus amigos, en épocas en que era un tema peligroso, si la juventud fue un momento maravilloso de tu vida, etc.

Hay tantas imágenes memorables en esta película de Rossana Díaz que no me cansaré de recomendarla. Además: el fondo musical es excepcional. Con la música uno ingresa a una especie de cuento de hadas con personajes reales, con jóvenes buenos y desesperados en búsqueda de la felicidad, acá o allá: en Tombuctú.

Los bárbaros

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Era una clase de teoría literaria. Era el Profesor Oswaldo Zavala mencionando a Alfonso Reyes, a Caliban, a Foucault-Barthes-Steiner-Eco convertidos en fans enamorados de Borges.

Alguien mencionó a Kavafis (recordé la novela de Coetzee) y en algún lugar del cerebro apareció la imagen: una revista que se llamaría Los bárbaros. ¿Qué día fue? Ayer les enseñaba a los sectarios el cartel original. Es un aviso en blanco y negro que pegué en la sala de lectura del departamento, con los nombres de todos ellos: mis primeros colaboradores. Me parece que era fines de noviembre. La fecha límite de entrega era el 31 de diciembre: el fin del último año sin ellos.

El 21 de marzo Los bárbaros abrieron los ojos y el mundo parecía un laberinto.

La fecha límite para el número 2 es el 30 de junio. Su aparición está proyectada para algún día a finales de agosto.

La gran belleza

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Una fiesta no lo es si no dura hasta el amanecer. Necesito ver el rostro de mis invitados cuando desaparece la luna. Ver esta ciudad rodeado de amigos, dejándome llevar por la dulce alegría de saberme vivo. Sabernos vivos. Hay una magia adicional cuando un grupo termina entregándose al baile, recorriendo los espacios entre las mesas entregados a la necedad, la sinrazón. Que los pies nos conduzcan al abandono. Después, por la mañana, mientras la ciudad duerme, quiero caminar por la calles que me han otorgado la vida.

Conforme los años pasan, empiezan las voces del desaliento. El «sí, me gusta este estilo de vida, y sin embargo…», como si fuera un pecado descartar el futuro, no asumirse como miembro responsable de una sociedad. Los amigos que nos acompañan, cada cual buscando caminos distintos, tratando de abandonarse al delirio de la fiesta, y escarbando en los tiempos muertos para dejarnos ver que a pesar de la alegría, algo les molesta. Todos tienen una verdad acerca de su historia, todos quieren creer que han hecho lo necesario para no mirar atrás, antes de la muerte, y sentir el peso inmenso de la culpa.

En ciudades de momentos cincelados por los siglos es posible encontrar llaves de laberintos y palacios a los que sólo entran unos pocos. Ser de aquellos pocos fue siempre mi convicción. Decir lo que pensamos y aún tener esa libertad de caminar por cada habitación de nuestra ciudad sin que nadie sea capaz de cerrarnos el acceso. ¿Quien podría disfrutar mejor de esas vistas congeladas en el tiempo sino yo mismo? Escogiendo a mi acompañante, que sonreirá asombrada, porque nunca pensó que la ciudad tenía dueños.

Y entonces, una mañana de mucho solo, descubro (estoy seguro que ya lo sabía, pero esos resquicios de duda…) que todas son poses. Que los que se levantan a las 6 para tomar el tren de las 7 tampoco lo harían si es que no les atormentase la culpa. Que el sentido del deber los mantiene en un estado de insatisfacción, que quisieran hacer otra vez lo que nosotros hacemos, no pensar tanto en el ¿qué pasaría? y mucho más en la necesidad –que ahogan en promesas cívicas y religiosas cada vez que aparece – de abandonarse, de dejarse llevar, de ser felices sin pensar en nada más.

A veces encontramos en el camino a quienes el sacrificio les ha sido útil. Ellos llevaron una vida inspirada que consideran repleta de significado. A veces es un desconocido que nos sorprende con un comentario favorabla acerca de una novela. Nos halaga, si bien sabemos que no volveremos a escribir, que en ese momento se hizo porque estábamos enfermos con el amor ¿Ahora? Llenos de dudas, que se borran si es que creemos en lo que decimos creer: nuestra vida significa esto: ser el centro, vivir para los amigos, que nos adoren y nos adoremos juntos esperando las canas, las arrugas, el silencio final.

¿Y el gran invitado es feliz? No sé. Se tiende al lado de mujeres que no terminan de llenarlo, sigue pensando en una imagen dolorosa de adolescencia: esas rocas por donde caminaba descalzo, sin pensar en otra cosa que meterse al mar. En el sol que cae sobre las piedras mientras el océano se balancea como en una olla a punto de rebalsar. El horizonte. ¿Si se hubiera quedado con ella?¿Qué se hubiera sentido despertar por las mañanas al lado de una mujer que amas?

No quisiera mirar tantas veces atrás. Dedicado al placer, entregado a una vida donde él es el centro, donde tiene la capacidad de organizar las fiestas y también de arruinarlas. De no pensar en otra cosa que en sí mismo: somos todos ridículos, con nuestras ambiciones minúsculas, con nuestros vicios y secretos. Y claro, siempre tiene que volver a pensar en ella. En el día de sol cuando saltaba entre las rocas, salía del mar, la miraba y estaba cubierto de amor. Se lo ocurre que podría seguir escribiendo, que es posible para él una vida sin fiestas, con un poco más de significado. Es posible esa gran belleza.

Salir de viaje

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A esa aventura llegó como siempre había llegado en las mañanas al colegio: su madre, encargada de conducir a la familia cuando los tiempos eran estrechos y se imponía una misión imposible en Lima, puso dos llantas del auto sobre una vereda e improvisó un atajo frente a un atolladero de triciclos cerca de la Avenida Iquitos.

Los portones de la compañía de autobuses ya se estaban abriendo–con amontonamiento de fruteros ambulantes, vendedoras de cigarrillos al detalle y pasajeros de último minuto: esos que esperaban que el autobús volteara la esquina para ocupar a mitad de precio los asientos vacíos. Su padre se paró frente al autobús e hizo aspavientos para que el chofer le abriera la puerta a su hijo (su madre gritaba desde el auto: ¡Gordo, que no se vayan!)  y el hijo de 21 años sacó de la maletera un mochilón, se lo montó sobre la espalda, subió al bus y se sentó en el asiento reservado al lado de una amiga que lo miraba sin mucha sorpresa: conocía a esa familia y sabía que llegaba siempre tarde pero llegaba.

En aquel viaje cruzaron el desierto de Atacama, tomaron el tren al sur y tiraron dedo hasta Ancud en Chiloé, bailaron Lobo hombre en París en la discoteca más austral del mundo (la misma madrugada en que casi son arrollados por un caballo), cruzaron los Andes conversando con quienes los llevaron, presenciaron una granizada comiendo pizza y durmieron sobre un colchón de hippies con el dolor de una conjuntivitis en las afueras de una ciudad extraña. Entonces, una mañana, pusieron los pies en Buenos Aires.

Las fechas de salida de nuestra vida deberían de perdurar en la memoria. Salir de viaje tendría que ser siempre un día memorable.

Nada puede superar–aún–la mañana en que el muchacho llegó con anticipación al terminal (que en Brasil tiene el magnífico nombre de rodoviaria) y decidió su destino apuntando con el dedo a unas letras que formaban el bello nombre: Río de Janeiro. Desde entonces, en cada partida, él pretende repetir la experiencia y simular que sale hacia una gran aventura: la que alcance un lugar desconocido donde su vida, de manera inesperada, cambiará de rumbo.

Sábado 9 de marzo

Los momentos con buenos amigos siempre son gratos. Lo inusual es recorrer tres estados en un día para verlos.

Rescataré el placer de cruzar una y otra vez los puentes que conectan ambos lados del Hudson. Desde Peekskill en Nueva York hasta Dumont y Hasbrouck Heights en New Jersey y Pound Ridge en Connecticut. Vino aireado en la mañana, cerveza en botella por la tarde con carne recién sacada de la parrilla y champagne en copas de cristal, con panes con queso blando, antes de la medianoche.

Nos desviamos entre autopistas y avanzamos por senderos agotados por las señales que previenen que cruzan los animales. Pasamos entre desaliñadas calles suburbanas y por caminos embellecidos con bosques. Charlamos sobre la indigestión de los bebés,  arneses, cables y el miedo al vacío en museos científicos, cacería de venados –infructuosas– con flechas  en la penumbra, proyectos para importar faisanes por Fedex, estrategias para invadir un pueblo con gallinas que comen garrapatas; y poner a pastar alpacas en el jardín de nuestras casas.

Recibimos el autógrafo de una primera novela, ayudamos a voltear la carne en una parrillada de un sábado cálido y soleado. Nos llenamos la cabeza con imágenes en lagunas de Wisconsin, castillos en Dobbs Ferry y caminatas a solas por Venecia.

Discutimos sobre David Lodge, King Lear, los impuestos, los niños y la recuperación del mercado inmobiliario. Conocimos a tres perros: Fergus, Reagan y Duke. Vimos a dos gatos, ambos inexpresivos y distantes, merodeando por sus territorios sin consultarle a nadie.

La conversación con los amigos expande los límites de un fin de semana, promueve planes e invita a nuevos viajes.

Caspa en el tenedor

La mujer se metió por el callejón al lado del bar. Dos hombres conversaban apoyados contra los ladrillos del edificio y uno de ellos la tomó del brazo. «Está borracha» dijo el que la había agarrado, el más gordo. La mujer apenas si podía sostenerse.

Vestía una falda negra muy apretada a las piernas y  los tacones bastante altos. Yo había salido a fumarme un cigarrillo. Me acerqué no porque pensara en defenderla o en que podría suceder algo malo (todo eso lo pensé después) sino porque ella decía algo en español y los hombres reaccionaban como si no la comprendieran.  «Caspa en el tenedor» decía ella. No intentaba zafarse. Es más: era como si contara con aquel brazo para no caer.

Cuando me vieron, el gordo le dijo algo a su amigo y soltó la muñeca. Casi se cae. Entonces, ella volteó hacia mí.

Vi luces, sonidos, estrellas. De los edificios cercanos cayeron ramos de uvas. Mi mano tembló y mis ojos se llenaron de lágrimas ¿Por qué? ¿Cómo así me encontraba con la mujer que más había amado en un lugar así? No me reconoció. Dicen que la felicidad completa siempre viene en un solo sentido: América conoció a Europa pero Europa jamás supo de qué se trataba América. Así había sido nuestra vida. Por éso yo había emigrado. Ella, al parecer, había llegado siguiéndome. Fallé en decir algo. Ella se tambaleó y los dos hombres se alejaron con discresión hacia la oscuridad donde antes habían estado conversando. Me acerqué. Ella me echó los brazos a los hombros y tropecé de golpe con su aliento alcohólico, con el perfume de su cabello.

Ella no podía hablar. Yo era incapaz de decirle todo. Allí decidí mentirle. La subí a un taxi y nos fuimos a mi casa, al pequeño condominio en una calle de los suburbios donde había encontrado un trabajo estable y una familia (mis dos perros). Al taxista le tuve que repetir dos veces la dirección. Aclaré que le pagaría con la tarjeta de crédito y le daría una buena propina. Añadí que el viaje de ida y de vuelta no podía tomarle más de dos horas. Aceptó. Ella durmió todo el camino: apoyada en mí. Su boca estaba semi abierta, su baba mojaba mi camisa. Yo estaba en shock. En ese viaje en taxi, mis dos décadas de vida en los Estados Unidos se convirtieron en un completo espejismo. Mis cincuenta años recién cumplidos eran una broma pesada. A su lado, me convertí de nuevo en un adolescente, ése joven que la miraba al borde de un río, apoyado en su falda, pidiéndole un beso.

La recosté en mi cama, sin tocarle la ropa. Apagué la luz y me eché al lado de la cama, en el suelo. Estaba muy asustado pero traté de dormir. Una voz, la de ella–o la que ella fue–, me decía (en aquél margen que uno no sabe si se trata de los sueños o de la realidad)  que la vida continuaba. Esa voz me enumeraba las mentiras que yo me había repetido en veinte años de optimismo y de «nueva» vida. La voz me preguntaba si estaba preparado para volver a verla, si mi vida podría dar los mil vueltas necesarias para regresar a donde estuve antes de conocerla. Por fin, pensado en las posibilidades infinitas que nos esperaban al amanecer, yo me dormí.

Y al despertar me di cuenta, por supuesto: esa mujer no era ella.

Ella era boca

Quise ser piel y enjuagarme

Con tu ropa.

Y a las nueve, apagar la luz.

Quise ser sobre todo

Él en ti

Ser los dos

Pero no se pudo

La lluvia no permitía las corridas

(Podías resbalar)

Pongo a quemar las cartas que me diste ayer.

Y escucho lo que dicen aquí, en Guayaquil.

En tu carne

¿Me escuchas?

Creo que te has quedado dormida

Tengo un rizo tuyo perdido entre mis dientes

Te quiero con toda el alma

Quito, 8 de mayo 2000

Siempre al borde del mar

Siempre empezaba la marea brava mientras nosotros empaquetábamos nuestras cosas para irnos de la playa. El mar crecía de a pocos, con empujoncitos. De vez en cuando llegaba algún gruñido que era producto del impaciente rebote de las olas contra las peñas. Nosotros seguíamos pescando, fijándonos si teníamos tensa la cuerda, si habíamos dejado los peces lo suficientemente lejos de la marea, si los niños no se estaban metiendo en problemas. Era muy fácil meterse en problemas en aquella playa. Bastaba pisar la piedra incorrecta, resbalar en un instante de descuido y aterrizar aterido y violento sobre las rugosas rocas.

Me gustaba observar el mar. El cielo se iba haciendo rojizo con calma a lo largo de la tarde: lento, sin agitación, espontáneo. Nadie esperaba otra cosa que aquella maravilla y el cielo se sabía seguro de todos sus poderes. El color bañaba el mar de rojo y entonces todo se pintaba de aquellos tonos. Las aves se apuraban en bandadas hacia sus nidos, los lobos suspiraban hacia la roca grande donde se tendían a secarse antes de dormir, nosotros tensábamos el cordel una vez más y por encima del hombro hacíamos el plan mental para nuestra retirada. De repente llegaba la marea con un ronquido amenazante. Alguno de los niños se salvaba de tropezar y empezaba a mirar con miedo a la espuma blanca que los acorralaba. Nos observábamos con una sonrisa satisfecha y empezábamos a envolver en una red de recuerdos nuestro día de pesca.  El regreso hacia la casa era con linternas. Había siempre un aroma a calor salado, a una inteligente combinación de realidad y de sueños.

Pensé que así sería para siempre.

El lugar había sido heredado durante siglos por generaciones de familias que se acostumbraron a disponer de la tierra y el mar circundante a voluntad. Había papeles de los comuneros que promulgaban al pueblo entero como propietario pero –como siempre– eran unos pocos los que habían escogido los mejores solares y levantado techo sobre piedras a prudente distancia del agua. Mi familia había llegado por primera vez detrás de los caballos de un abuelo que era propietario de la mitad del pueblo. Yo nací en una época en que no quedaba nada de aquella historia de opulencia.

El camión de mi padre era demasiado viejo y tenía el casco inferior carcomido por la herrumbre. Las piedras del camino que descendía desde la carretera nos condenaban a los pasajeros a subirnos y bajarnos cada vez que parecía que esta máquina herida por los años y el descuido, se montaba sobre alguna roca y parecía que seguir con nosotros encima equivalía a partirla en dos.

Mi padre tenía una mala manera de mirarnos cuando eso sucedía, como si las incapacidades de su camión se le pudieran adjudicar a su hombría. Su espeso bigote negro era borrado de repente por el brillante rencor que iluminaba sus pupilas. Temblábamos con los insultos dirigidos hacia mi madre y a sus hijos. Él retrocedía, levantando más polvareda de la necesaria, y atacaba el camino con el motor generando un grito de guerra truculento, casi afónico.

En las últimas curvas, la bajada le daba velocidad y mi padre podía fingir una entrada exitosa al verano. Durante la temporada estábamos prohibidos de subirnos al camión. No podíamos dejar la playa. Los pocos viajes que él hacía eran para cuidar sus chacras y los realizaba solo. Nadie en el pueblo sospechó que si nos íbamos últimos, bien comenzado marzo, era porque a mi padre le asqueaba la idea de que su camión se quedase inútil, frente a otra gente, atollado en las curvas del camino de regreso.

Ese camión nos bastó para ir a la playa mientras no fue alcalde. Cuando lo eligieron, después de una campaña en que parecía estar aspirando a una versión de la sonrisa eterna,  lo primero que hizo, además de cerrar la boca–le quedaba mal y él lo sabía–fue tirarse el dinero para los arreglos de la carretera y encargarse a Lima un camión nuevo. Creo que sabía que todos lo sabían. También estoy seguro de que la opinión del pueblo le importaba una mierda.

Canela

Saúl carga la cara mal afeitada. Cabalga su yegua albina siguiendo la línea irregular de las laderas traicioneras al borde del Chañaral. Ha matado la mayor parte del día tendido sobre la grama de sus sembríos y le parece que se merece el descanso, que el maldito sol le está jugando un truco. Su yegua aligera el paso, escudriña la tierra, rebusca con las pezuñas entre las piedras: mata el tiempo, también.

Al final Saúl ve aparecer a Lorena, a paso lento entre los granados de la casa hacienda, cruzando la acequia frente a las matas de membrillos, avanzando sobre la reseca costra del cauce del río, sin ningún temor: Lorena, la que busca y encuentra, la que lleva la voz, envuelta en un vestido que la cubre como si fuese sólo un vapor, una idea. Viene a darle alcance. Saúl inspecciona el cielo. Todo está planeado y sin embargo aún le tiemblan las manos, le siente el frío a esa caspa de agua que le moja la palma.

Cuando ella está más cerca, lo necesario para verle las líneas del rostro, Saúl hace girar al animal sólo para que Lorena lo admire. Ya no es posible admirar a esas horas. Todo ha sido teñido de un tono anaranjado y triste. Lorena lo observa, aguarda a que Saúl acomode la grupa de la yegua y le ofrezca la mano para treparla. Saúl la seca al pasar, la palma contra los pelos del lomo. Sin embargo no puede evitar que Lorena toque su nerviosismo, su milímetro de duda húmeda en esa palma que todavía le teme a las consecuencias, a pesar de encontrarse cuarteada, recia y muy bien entrenada en el campo.

Así cabalgan ahora ambos, apretados sobre el lomo, al lado del río Chañaral, por el cauce seco, entre las rocas.

–¿Eso es todo? le pregunta Lorena, cuyo cuerpo se convierte poco a poco en sólo una sombra, en una mancha negra que avanza por la banda del río, muy adelante del perfil de la hacienda que desaparece en la oscuridad de la quebrada, muy hacia el fondo.

«Eso es todo», piensa Saúl. Asiente en silencio. Siguen por la quebrada, aceptando el paso con el que la yegua los decide llevar. Se les hace de noche en la pampa. La cruzan en silencio, escuchando aquí y allá los quejidos de los zorros y las pataletas de los guanacos. Antes de la hora de la cena ya están entrando en el pueblo, pegados a las pircas de las chacras. No hay luz eléctrica y faltan almas en esas calles.

Cortan camino por el lado de la iglesia, hasta la sombra de una casa que hasta hace algunas semanas estaba tapada por el polvo y las telas de araña. La yegua se acomoda por un portón de acero e ingresa con ellos a las caballerizas. Huele a alfalfa. Mientras Saúl amarra a la yegua, ya apenas si se puede ver. Le levanta el vestido a Lorena. Sus dedos se meten entre las piernas y palpan una humedad más desesperada que la suya.

–Hace tiempo que nadie me toca, dice Lorena, sabiendo que él no necesita la explicación. En la oscuridad, gracias a un hilo de luz de luna, aún se puede adivinar al lado de la yegua, la forma de la cama de heno. Allí se tienden. Él quiere demorarse en las lamidas. Le teme al apuro y a la impaciencia, pero ella le exige que proceda.

Cuando le vinieron a decir que Lorena se casaba con ese bueno para nada, Saúl cerró la casa y vendió sus últimas reses. Se fue a la costa: buceó para los turistas, entretuvo a las criaturas paseándolas en botes con forma de banano–hizo el ridículo. Al regresar al pueblo, para ordenar sus tierras y regalarlas, lo encontraron los compañeros y le dijeron que Lorena había estado indagando por él.

Por cierta razón que entonces Saúl no entiende del todo, al final del primer chorro desesperado, la hombría se le vuelve a levantar. Saúl apoya las manos contra la piel de Lorena, pensando si le debe pedir permiso. Pero Lorena le exige que proceda, que presienta donde su carne tiembla con más fuerza. Saúl lo hace, sin darle crédito a ese estúpido dolor de viejas tardes cabizbajas, de octubres en los que sólo creía en la venganza.

Lorena tiene piel canela, y eso es todo lo que Saúl andaba buscando.

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