


En el ensayo que acompaña a la edición conmemorativa de los cincuenta años de La ciudad y los perros, Javier Cercas dice: «Vargas Llosa ha escrito, al menos, desde mi punto de vista, cinco novelas que son obras maestras: La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral, La tía Julia y el escribidor y La fiesta del Chivo. Que yo sepa nadie ha escrito un conjunto de novelas comparables a ese. Nadie».
Y esta noche allí estaba. Sentado frente a nosotros en una conversación íntima con su traductora, Edith Grossman: el único escritor de novelas en español que ha producido, al menos, cinco obras maestras. Un setentón que conversa con calma y responde las preguntas del público con delicada cortesía. «No puede firmar libros. Se ha sometido a una cirugía la semana pasada y nos pidió que no podía firmar», dice uno de los organizadores.
La conversación íntima se ha prolongado por más de una hora. A las preguntas formuladas con cautela y con respeto, Vargas Llosa responde con el fanatismo del amante literario. Dice que nunca ha releído Los tres mosqueteros por miedo a no sentir lo que sintió cuando leyó a Dumas de joven. Renueva su pasión por Faulkner y por Dos Passos y refresca memorias del bendito día en que llegó a sus manos una traducción de Santuario. Dice que, después de todos estos años, ha descubierto que pasar varios meses de su vida tratando de entender Question de méthode de Sartre fue una pérdida de tiempo. Defiende la presencia de la sexualidad en toda novela escrita con ambición. Dice que nunca escribirá una novela con un personaje estadounidense, pero que tampoco pensaba escribir una novela sobre un independentista irlandés «y ya ven lo que pasó».
Dice estar escribiendo otra novela basada en una historia del Perú. Se explaya en Joaquín Balaguer, en esa frase con la que el viejo mandatario lo enmudeció: «La corrupción llegó hasta la puerta de mi despacho pero nunca entró». Nos asegura que el riquísimo personaje del ex presidente dominicano se merece una novela. Dice que está contento con la elección de Barack Obama y que «si yo hubiera sido ciudadano americano, yo hubiera votado por Obama». Asiente cuando Edith Grossman recuerda haberle pedido acceso a «los originales» de una carta mencionada en La fiesta del Chivo » y que Vargas Llosa le respondió, como denotando que aquella carta jamás existió: «Edith, yo soy escritor.»
¿Es fuego la literatura?
Mario Vargas Llosa y Edith Grossman conversan como dos viejos compadres. Ahí está el hombre que alguna vez quiso ser presidente de una república. Ahi está el Premio Nobel, respondiéndole al respetable. Ahí estamos nosotros pensando en el compromiso inquebrantable que tiene un escritor con el universo. Vargas Llosa responde una última pregunta: ¿Por qué no hay amor en La guerra del fin del mundo?
Y se mete por última vez en un personaje, en la mente ya derrotada del Marqués de Cañabrava, que somete a una sirvienta creyendo someter al Brasil entero. Se cierra la sesión. MVLL es apurado hasta el elevador. Patricia lo espera. Fin de la noche.
Tenía una forma de mover el cuerpo y la boca que nos volvía locos. Tal vez era el maquillaje o su cabellera que se iba de un lado para otro mientras apretaba el micrófono y cantaba como si estuviera a punto de alcanzar el orgasmo. Susurraba, casi comiéndose el micro mientras hablaba de sexo. De deseo, de cópula y de masturbación. Era 1986 y nosotros nunca habíamos visto nada parecido. A nuestros quince años, Gustavo Cerati ya nos tenía cogidos de los huevos.
No sé en qué momento empezó la fiebre. Jorge Sayón, un amigo del colegio que vivía en Santa Leticia–ese barrio cruzando la Avenida Constructores que mis padres juraban que estaba lleno de drogadictos y de putas–; me dijo que lo acompañara hasta su casa y me prestaba el disco. Jorge se vestía de negro, usaba chancabuques y tenía un peinado a lo Cerati de color oxigenado amarillo caca. Con cierta reserva–la pintada de cabello lo había vuelto menos popular de lo que ya era–, lo acompañé a su casa. Me ofreció entrar para ver los posters de Soda que había pegado en la pared de su cuarto, pero guardé la calma y dije que ahí nomás lo esperaba, paradito en la calle : «Es que estoy apurado». Jorge salió minutos después con el disco metido en una bolsa negra –para que a nadie se le ocurriera robármelo. Regresé a casa ansioso, a paso ligero.
Además del Vita-Set, un popurrí fabricado por las radios, yo no había escuchado nada de Soda. Ese LP fue una revelación. Desde la portada me miraban Cerati, Zeta y Alberti, con los ojos bien delineados. Me vino la fiebre. Le tuve que devolver el disco a Jorge, pero pronto empezó a circular la droga musical por la radio: Sobredosis de TV, Nada personal, Cuando pase el temblor . Así me hice un Sodafán. Junté unas cuantas camisas negras (no hubo plata para el pantalón); incluso agarré el delineador e hice una mala raya debajo de uno de los ojos. Salpicó y me pasé los dos siguientes días con el ojo derecho irritado. Di explicaciones evasivas y por primera vez mi padre sospechó que yo era fumón.
Me paraba frente al espejo del baño de mis padres y daba saltos. Mi cabello no era lo suficientemente largo. ¡Mierda! no estaría listo antes del concierto. Así como lo oyen: Soda venía a Lima; y el padre de Jorge Sayón, que hacía espectáculos para los dueños de Radio Panamericana, conseguiría entradas gratis, preferenciales, para el Coliseo Amauta, para que su hijo Jorge y su mejor amigo fueran a encontrarse con sus ídolos. «Tal vez nos dejen pasar detrás del escenario para saludarlos», dijo Jorge antes de colgar, muy excitado.
Fueron días de ansiedad. Pensé en maquillarme antes del concierto y hasta en soltarme un poco de agua oxigenada sobre la cabeza, pero era demasiado peligroso. A Jorge Sayón el pelo color caca no le quedaba muy bien. Decidí que yo sería un Sodafán con personalidad: me memorizaría todas las letras para que Cerati me viera cantarlas a viva voz pero mi cabello seguiría negro y corto. Ya lo decía ese gran rocanrolero llamado Palito Ortega: La pinta es lo de menos.
Llegó el día y Jorge con su padre pasaron a recogerme en un agresivo Lada Niva de color rojo, con el mataperros más grande y el cromado más brillante que había visto en mi vida. Don Miguel «Chapulín» Sayón era un típico emigrante exitoso. Llevaba unos lentes oscuros un poco más grandes que el tamaño de su cara, sobre una nariz muy aplastada, parecida a la de Jorge. Sin embargo Don Miguel tenía el cabello muy negro, muy cortito y parado como sólidas púas; como si en lugar de echarle gel lo hubiera metido en un balde lleno de pegamento.
«Tú también eres Sodafán ¿di?», me preguntó don Miguel. Y empezó a conversarme–durante el largo recorrido hasta el coliseo Amauta–de su vida junto a lo más graneado de la cumbia tropical peruana. Mencionaba nombres de cantantes que al parecer causaban furor en los pueblos y ciudades a donde él viajaba casi a diario. «En este negocio las mujeres se te pegan como moscas», decía don Miguel, mientras le daba una palmada furiosa al hombro de su hijo. Una palmada que más parecía un gancho de box. El señor Sayón me miró detrás de aquellos lentes muy negros y pareció–¿o sólo me dio la impresión?–que quería echarse a llorar; mientras que Jorge siguió con la mirada fija en el camino, inmutable.
No le hizo muy bien a mi popularidad escolar aparecer frente al Amauta con Jorge Sayón. Como teníamos entradas preferenciales y el padre de Jorge nos dejó–por error– en la entrada de popular; tuvimos que dar la vuelta al estadio por las calles aledañas, y encontramos en la fila a casi todo el colegio. Noté que algunos me saludaban muy rápido y se daban la vuelta. Algunos de mis compañeros me veían de lejos y preferían hacerse los distraídos. Jorge Sayón era un gorila de pelo amarillo, con 1.80 metros y unos 100 kilos de peso. Nadie podía no verlo. Sucedió algo peor cuando llegamos a las entradas para tribunas preferenciales: allí, en una colita que se formaba disciplinada frente a la entrada principal, estaban juntas las únicas tres chicas del colegio que a mí me importaba impresionar. Se llamaban Rossella, Morella y Fabiola: las tres gracias. Las tres estaban demasiado arregladas para un concierto popular, muy rubias y estiradas, con los jeans perfectos y al cuete. Estaban con otra muchachita tan rubia y perfecta como ellas tres, que yo no conocía. Asumí que era de otro colegio. Todos estábamos muy cerca frente al portón de entrada y las cuatro tuvieron que haber visto al corpulento Jorge Sayón, moviéndose más disforzado que nunca, bamboleando de un lado a otro su pelo color amarillo caca; gritándole a los vigilantes con vozarrón de fan enamorado que lo dejaran pasar porque él era el hijo de Chapulín Sayón. «A mí y a mi amigo» dijo muy fuerte. Y detrás de él, sin querer averiguar por qué los guardias se hacían a un lado y arrimaban a todos para que pase Jorge, sintiendo una pizca de arrepentimiento por no haber pensado ni un minuto en lo que le esperaba a mi reputación escolar después de aquel concierto, yo lo seguí.
Fue un loquerío. Después de la primera canción (Satélites) Jorge Sayón estaba delirando, como un loco, saltando y agarrándose el cabello como si fuera la reencarnación de Cerati, cuando la marea popular empezó a descolgarse de las tribunas más altas y nos empujó de golpe contra la masa de gente que cantaba apretada contra el estrado. La marea de gente había empujado a Jorge contra mí. Entonces noté que éste, a pesar de que había cierto espacio para maniobrar enmedio de la locura que eran 20,000 personas gritando Sobredosis de TV, se había pegado demasiado a mi espalda y seguía allí, apretado, sin intentar moverse. Escuchaba su vozarrón cantándome en la oreja y en un segundo supe lo que tenía que hacer.
Delante mío, enmedio de aquella marea de muchachos arrastrados por la corriente humana, había visto a la muchacha rubia que acompañaba a mis tres gracias. En el caos que siguió a la invasión de las tribunas populares, Rossella, Morella y Fabiola se habían separado violentamente de su amiga, y ella había terminado delante mío, en parálisis total, en clarísimo estado de tensión y de alarma, muy similar al que me estaba provocando el cuerpo de Jorge Sayón apretándose contra mi espalda y cantándome al oído. Saqué ambas manos–que había mantenido rígidas frente a mi cuerpo, para no chocar con los demás–y con un pequeño impulso, todo el que me permitía el estrecho espacio que me separaba, con los dedos abiertos y golosos, le metí la mano en el poto. Salté hacia un lado y me di la vuelta. Por el rabillo del ojo, ví la violencia con la que Jorge Sayón, paralizado, recibió la primera cachetada. Luego otra. Y otra.
Hace unos días me encontré con una de las tres gracias originales, en el Skype; y me dijo que casi se había olvidado del incidente. Dijo que su amiga le metió un rodillazo en el centro mismo de su masculinidad y que entre la bulla, el laberinto y el pánico, le juró que lo iba a denunciar a la policía. «Y todos pensábamos que era maricón ¿te acuerdas? ¡Tremendo sapazo el Sayón!»
Yo me fui a un rincón del Amauta, pegado a las cortinas. Cuando Soda terminó de tocar, conseguí colarme hacia los vestuarios mostrando mi pase preferencial y fui hacia Cerati. Grité «¡Eres un grande!» Y Gustavo Cerati –quien fuera de escena parecía menos grande y mucho más flaco– levantó la mano y me gritó «gracias».
Jorge Sayón no fue a clases el lunes, faltó toda la semana. Cuando regresó tenía el cabello corto, negro y muy trinchudo. Nunca me volvió a hablar.

Tú te despertabas llorando ( o secándote dos o tres lágrimas). Sobre todo en el invierno. Entonces te maldecías por dormir en una habitación fría, porque el maricón del dueño apagaba el calefactor cada vez que la temperatura subía un grado.
Pensabas «Es enero en Lima» y te imaginabas el calor virulento de la ciudad. Pero esa humedad pegajosa de Lima–aquella ciudad a la cual creciste llamando «la horrible»–no te provocaba volver. Era más complicado. No llorabas porque extrañaras el infierno. Ni siquiera extrañabas a tu familia–a pesar de todo lo que dijeras después y las excusas que inventaste para justificar tu regreso. Sólo maldecías (en sueños, porque despierto eras un turista más atorado en Nueva York; sólo en tus sueños te comportabas interesante) que el mundo no girara alrededor tuyo y que no se te permitiera hacer lo que te diera la gana, que básicamente era: volver como héroe de tu autodestierro, pasar unos días reviviendo tu infancia, encontrarte con ella; y seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Mejor dicho: como si lo que pasó– tus cinco años en Estados Unidos–hubiera sido un capítulo biográfico que te merecías: solo un escape de las líneas quebradas de tu adolescencia.
Es cierto que cinco años no son demasiados en estos tiempos de la ultra conexión electrónica. Si hoy «¿En qué momento se jodió el Perú?» hubiera sido un Tweet, habría pasado desapercibido entre tanto peruano interpretando la realidad desde la distancia. Pero tú estabas convencido de que los peruanos «nunca cambiamos ni cambiaremos» y esa convicción te permitió creerle a esa inocente bestia que te notaba afligido, y te escribía por e-mail «el Perú siempre va a estar allí». Como si sólo se tratara de subirse al tren unas estaciones más adelante.
Una mañana de enero, tú te levantaste en tu cuartito helado de Brooklyn y encontraste un nuevo mensaje. Lo leíste unas diez veces antes de pensar en nada. «Voy a visitarte. No te vayas a ninguna parte en febrero ¿Ok?» En unos segundos, cogiste calor. Tenías legañas y una lágrima seca; y lo primero que hiciste fue apretar el almohadón contra tu vientre. «Puede caer una tonelada de nieve entre esta mañana y febrero–pensaste–, pero por ti, resistiré».
Este artículo ha sido publicado originalmente en el blog Newyópolis de la revista FronteraD.

A principios de su gobierno, Obama organizó una conferencia via internet con los ciudadanos de los Estados Unidos. Recuerdo que uno de los primeros comentarios del presidente, en un tono entre sarcástico y preocupado (el país estaba aún metido de lleno en la crisis financiera), fue la cantidad de solicitudes que le habían llegado pidiendo la legalización de la marihuana.
En las elecciones del 6 de noviembre, dos consultas populares en Washington y en Colorado han legalizado la marihuana para consumo recreativo (Massachusetts también la ha legalizado con fines medicinales, tal como es aceptada en California). ¿Se veía venir?
Pasar por la adolescencia sin haber consumido marihuana siempre fue difícil. Más aún después de que los hippies la hicieran parte de su parafernalia y Bob Marley conquistara al mundo con sus canciones de paz, amor y ganja. Una droga con propiedades relajantes. Si hay gente que toma café para estar más alerta ¿Por qué no dejar que algunos fumen marihuana para estar más relajados?
Drogas: la humanidad siempre ha vivido con ellas. Cada vez que los gobiernos han intentado controlar su consumo, la consecuencia inmediata ha sido el aumento en el precio y la aparición de mafias ¿Por qué no legalizarla?
Siempre dije que no probaba drogas por temor a que me vayan a gustar. En mi adolescencia, el alcohol y la nicotina fueron mis únicas sustancias «recreativas». Las veces en que me ofrecieron marihuana –ese tronchito que iba de mano en mano en las reuniones de la facultad–dije que no. No debido a «sólidos principios familiares» sino por miedo a enviciarme. Alguna noche de juerga en el barrio bohemio de Barranco, también me alcanzaron un recipiente transparente lleno de un polvito blanco. Dije que no. Es verdad que por temor, pero también porque no tenía ni idea de lo que tenía que hacer con eso.
Tal vez porque ninguno de mis padres «se mete» nada –aparte de esas copas de más en Navidad, cuando a las 4 de la mañana mi padre manejaba de regreso a casa sin manos y en zig zag–, o quizá porque la mayor parte de mis compañeros y amigos crecieron del mismo modo, nunca probé la marihuana.
Hasta los 21 años. Entonces, picado por la curiosidad, en un campamento fuera de Lima, le pedí a uno de mis amigos (y profetas del uso moderado del cannabis) que me preparara un troncho perfecto. Tirado en una hamaca, mirando el mar, empecé a fumar. Sólo recuerdo haberme reído de más (lo cual suelo hacer de todos modos, sin necesidad de estar stone).
Luego de aquella experiencia, acepté los tronchos, muy de vez en cuando, más convencido de que aquél era un vicio que yo podía controlar. Sin embargo, tal vez por mi escaso dinero –o por tacañería–, si bien probé hierba (y en España hachís) jamás la compré, ni me volví un fumador.
Entiendo que la marihuana te despierta la creatividad. Mis compañeros de la facultad contaban que el director de cuenta los alentaba a encerrarse con el departamento creativo a fumar marihuana antes de empezar una campaña. Entiendo que para otros la cocaína cumple la misma función. También que son vicios que algunos son capaces de controlar y algunos no. Conozco amigos que fueron adictos, consiguieron dejarlo y viven felices de su decisión; conozco otros que fuman con regularidad y que de vez en cuando empolvan sus narices y no se consideran adictos. Muchos de mis amigos también han llegado a la conclusión de que tomar cierta dosis semanal de alcohol o fumar una cantidad diaria de cigarrillos es parte importante de su personalidad.
Legalizar la marihuana en Washington y en Colorado (o en cualquier otro estado al que se le ocurra el mismo procedimiento); debería venir de la mano con leyes mucho más estrictas acerca de la ilegalidad de conducir. Tendrían que implementarse penas muy severas para el comportamiento inadecuado en espacios públicos. La droga nos desinhibe, nos estimula y nos empuja a hacer todo tipo de idioteces.
La llamada telefónica más estúpida fue la que hice a una chica de la cual estaba muy enamorado. Sin el alcohol haciendo burbujitas en mi cerebro, jamás me hubiera atrevido a decirle lo que dije aquella noche. ¿Si hubiera fumado marihuana hubiera dicho algo más coherente? ¿Ella habría corriendo venido a mi lado? No lo creo. Bueno, me estoy desviando del tema. Malditos recuerdos.
Meses atrás, acompañé a un amigo neoyorquino a comprar su paquetito de marihuana: su dosis semanal. Fue muy sencillo: tocó la puerta, saludó, charló sobre el clima, pagó y recibó un paquetito a cambio. El «dealer» era un dominicano simpático: un miembro muy activo de la comunidad, dedicado a una actividad ilegal.
La marihuana también ha ingreado hace mucho tiempo a la cultura popular. Es común ver en los quioscos de Newyópolis publicaciones orientadas al consumidor de hierba. En televisión, una de las miniseries más interesantes acerca de este tema es la comedia Weeds, donde Elizabeth Perkins protagonizaba (hasta la penúltima temporada) a una guapísima madre de clase media que provee de marihuana a los vecinos del respetable suburbio donde vive; y que se enamora de un capo mexicano que traslada hierba «buena bonita y barata» por un túnel que cruza la frontera. (Un túnel que no tendría nada que envidiarle a la cómoda ratonera por donde, en 1990, el presidente Alan García dejó que fugaran los presos del grupo terrorista Túpac Amaru (MRTA), incluido su ex compañero de carpeta y líder del MRTA: Víctor Polay.)
Ahora se vienen las batallas legales en el Congreso. Los simpatizantes de la propuesta que ha ganado en dos estados de la Unión, tendrán que lidiar con la contradicción de legalizar el consumo de marihuana en territorios que forman parte de un país que la prohibe.
Si se ganan esas batallas, los amantes de la marihuana tal vez empiecen a cambiar sus destinos de entretenimiento y turismo: desde las permisivas calles de Amsterdam con sus coffee shops, hacia las vacaciones con sonido grunge en Seattle, o temporadas de ski ahumado entre las blancas montañas de Colorado.

Para la última parte de mi novela, necesitaba crear a un personaje que se pareciera a la pintora argentina esbelta, morocha, judía y un poco loca que se me cruzó una noche en un albergue estudiantil del barrio de Botafogo. Se llamaba Paula. Creo que su nombre y gran parte de su personalidad pasaron sin ningún cambio a las páginas del Capítulo Cuatro.
Paula vivía en las cercanías de Buenos Aires. Era maestra de escuela primaria y tenía un novio enfermo celoso que se apellidaba igual que yo. Fumaba marihuana y tenía unas amigas más locas que una cabra, incluída la que llamó la primera noche que me quedé en su casa, para contarle que se iba a sucidar (Paula, con diez minutos de gritos al teléfono, la disuadió).
Paula jamás quedó embarazada, pero me parece que –en mi subconsciente– yo tenía unas ganas tremendas de hacerla madre. Pero no sé cómo mi deliciosa morocha –que se suponía que en algún momento de la novela tenía que intentar arreglarle la vida a Marcelo– empezó a convertirse en un estorbo y a exigir que me deshiciera de ella y que la convirtiera en víctima de la cobardía de Marcelo Carbajal.
Los mafiosos brasileños existieron, pero en otro año y en otro viaje. Eran dos Fonzarellis guapos enchaquetados en cuero–uno rubio y otro muy alto de cabello negro– que fungieron de pirañitas de poca monta girando cheques sin fondo y haciéndole pasar susto a dos amigas peruanas que se enamoraron de ellos.
En beneficio de Paula –la mal creada– debo decir que yo andaba enamorado. Me parece que cualquiera de ustedes se hubiera enamorado–a los 19 años–si hubiera visto el estilacho con que Paula se abría con las dos manos el vestido amarillo vaporoso con el que tomaba sol en Ipanema para mostrar la erisipela que le ardía entre las tetas.
Es también exacto que a medio camino hacia Copacabana (para mirar bailar a las semicalatas de las escuelas de samba), Paula pasó sobre una rejilla por donde soplaba el aire, y el vestido hizo unas piruetas elegantes en el aire, convirtiéndola –por unos segundos– en la mejor copia al carbón de Marilyn Monroe.
También es verdad que regresé un año y medio después a Buenos Aires, llevándole de regalo una novelita de Alfredo Bryce. La recibió su mamá. Ella me juró haberle dado mi mensaje, pero Paula, sabiendo que yo andaba en Liniers esperándola, jamás me llamó (al parecer estaba en amores con un brasileño que también conoció en Río). La mamá–a quien yo he pintado bastante mal en las brevísimas líneas donde aparece, sólo porque separó mis platos para echarles pastillitas contra el cólera–se convirtió en mi amiga telefónica, de tanto llamar a Paula sin poder encontrarla nunca.
¿Qué habrá sido de Paula?
Hace unos meses terminé de leer The Sense of an Ending de Julian Barnes y cada vez que me encontraba con la descripción de Verónica, la primera enamorada de Tony Webster (el narrador), pensaba–y aún pienso–en la creación de mi Paula ficticia: aquella santa muchacha de muslos divinos, a quien mi banal acercamiento sexual y el machismo de Marcelo, mi alter-ego y personaje principal de la novela, terminan destruyendo mal, sin aprovecharla lo suficiente. Sucio pecado de escritor principiante.
Estoy seguro que de haberla conocido, Bukowski la hubiera convertido en la diosa de alguna de sus novelas; Nabokov la hubiera consagrado como un símbolo sexual entre las callecitas de San Telmo; y Bryce hubiera inventado algún pelele peruano con buen sentido del humor, borrachito e incapaz, para que llorara de amor por ella.
Yo no Paula. Tan tarado: yo te maté.

En 1980, mis padres y parientes vivían una primavera democrática: los militares dejaban el poder después de 11 años. En ese contexto, un arquitecto que regresaba del exilio pronunciaba la cataclísmica fórmula de su campaña: ¡Adelante Perú! Me causa extrañeza cuando escucho el nombre de Beláunde acompañado de una lista interminable de virtudes.
Muchos familiares eran acciopopulistas y recuerdo haberlos acompañado a pegar con engrudo, en las calles y en las puertas del pueblo de mi madre, los afiches a todo color del sonriente candidato de la lampa.
«No miremos atrás, marchemos hacia el destino brillante que nos espera a los peruanos», parecía decirnos.
Este año, en inglés, la misma palabrita entró en el vocabulario político de los Estados Unidos: Forward. «¡Adelante!», en la dirección de Barack Obama. La otra opción es –en muchos sentidos– una apuesta por las políticas aplicadas por G.W. Bush entre 2001 y 2008.
Un día antes de las elecciones, la discusión en los programas políticos ha girado en torno a los retos para ambos partidos de cara a una realidad donde, sólo en 40 años, las minorías hispanas, negras y asiáticas serán más numerosas que la población blanca.
El reto es mucho más grueso para los republicanos, cuyo discurso–a veces racista y excluyente–ha espantado a los votantes moderados. Forward, tendría también que convertirse en la máxima de un partido cuya retórica ha atraído a extremistas y fanáticos de toda calaña.
Look Forward, Republicans! Sólo de este modo se podrían desenredar algunos «nudos» ideológicos. Sólo así se podría pensar en resolver muchos de los problemas de este país.

No resulta fácil liberarse de los nacionalismos.
Pedro Suárez Vértiz una vez cometió el error de lanzar ciertas arengas desde el escenario contra los ciudadanos del Ecuador. Algunas veces, confundimos amor patrio con competencia.
Ser un gran país no significa «ser mejor que tal país». Compararnos con otras naciones trae–por lo general–más perjuicios que beneficios.
La adjetivización positiva de un país debería venir de terceros. Es «el otro» el que puede decirnos si nuestro país es esto o aquello. El orgullo nacional debería, en todos los casos, evitar las comparaciones. Dejemos éstas para competencias y concursos.
Las comparaciones son nocivas tanto en lo positivo como en lo negativo. En más de una ciudad he escuchado «Estas cosas sólo pasan en este país», una sentencia que sólo demuestra la falta de experiencia de quien la dice.
Quien ha visto algo de mundo sabe que mejor se aplica este otro dicho: «en todos lados se cuecen habas».
Mi reflexión sobre el nacionalismo nace del homenaje que le hicieron esta mañana en la televisión al Zambo Cavero. En una entrevista del año 2006, Cavero decía querer ser recordado como quien «amó profundamente a su patria». La entrevista iba intercalada con imágenes de un concierto de Cavero y Avilés durante una reunión de la OEA en 1987, donde ellos se desgañitan cantando Contigo Perú.
Zambo Cavero amó a su país. Explotó su talento para darle al Perú una voz única; para cantar con esas espléndidas cuerdas vocales un texto que al ser leído podría verse banal y hasta simplón: Unida la costa, unida la sierra, unida la selva contigo Perú. Gracias a su fervor, quienes lo escuchamos somos capaces de abarcar aquella difícil abstracción: el amor a la patria.
Un hombre que ama a su patria hace lo mejor que puede. Si es trabajador, trabaja; y si es artista, crea.
Algunos peruanos han tenido el talento de encontrar en nuestra riqueza –cultural, geográfica, gastronómica–la materia prima para su vocación: Juan Acevedo: historietista cuya materia prima es la sociedad peruana con sus tantos matices; Gastón Acurio, cocinero y difusor de la cocina peruana; Zambo Cavero, Oscar Avilés, Augusto Polo Campos. Lo que hace importantes a estos nombres no es la nacionalidad, sino la pasión por lo que hacen.
Así que a crear, así que a trabajar.

Tom Cruise era un muchachito con pinta de matálas callando que se bajaba de su avión a chorro después de varias piruetas aéreas y jugaba partidos de voleibol de playa sin que se le moviera la gorra de béisbol. Como muchos limeños de clase media, dándonos tiempo entre apagón y apagón, suavizando nuestra juventud atolondrada por los balconazos de Alan García y la ominosa presencia de Sendero Luminoso en la vida peruana, yo y mis amigos nos encontramos en el cine Real, vimos Top Gun y salimos, cada cual a su manera masticando nuestro chicle bomba y creyéndonos que si mirábamos a las chicas desde el ángulo correcto nos iban a ver igualitititos a Tom Cruise.
¿Qué tipo de persona era Tom Cruise? Al parecer era inteligente. Pronto pasó de los papeles irrelevantes a otros con mucho más peso y compromiso político como Nacido el 4 de julio. Sin despeinarse en la transición de estrella juvenil a protagonista mediático, y sin dejar de sonreir como si fuera capaz de acostarse con todas las estrellas del cine; pronto Tom Cruise escogió como su pareja a Nicole Kidman, y cerró su carrera ascendente protagonizando con ella Eyes Wide Shut, bajo la dirección de Stanley Kubrick.
Entonces llegó la cienciología.
Es imposible desatar la imagen de Tom Cruise de una historia como The Master, que ficcionaliza detalles históricos, bien documentados, sobre la vida de Ron Hubbard, el fundador de la cienciología.
La película ofrece escenas de una composición bellísima; la actuación de Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix es impecable; y la historia–que por ratos avanza a trompicones y se pone lenta y banal–le da al espectador una idea muy general sobre las condiciones en que se genera el nacimiento de esta secta. Porque no se puede llamar de otra manera a una organización con fines de lucro que afirma, entre algunas de sus creencias más descabelladas–distribuidas a los fieles nivel a nivel, dependiendo del tamaño de las contribuciones del creyente–que la Tierra fue en algún momento poblada por millones de personas traídas a este planeta en naves espaciales comandadas por Xenu: un dictador extraterrestre.
Si bien hay personas [que parecen] inteligentes convencidas de que todo lo que hay en este mundo fue creado en siete días con el soplo de un Creador, o que el hombre no tiene ningún parentesco con los monos a pesar de la evidencia científica, o que las damas no deben enseñar el cabello ni los niños tocar la flauta en días sagrados; me parece que la mera existencia de Xenu–y otras barbaridades, como su lectura de la reencarnación–en los códices de la cienciología; pone en evidencia el burdo montaje de Hubbard, cuyo paralelo peruano lo pondría al nivel del loquito Mario Poggi, el exhubearante psicólogo, ventrílocuo, asesino confeso, showman y autor libros de auto ayuda como Mi primer pajazo(1970).
Hay locos que van a prisión y se mueren misios e incomprendidos; y otros locos que triunfan. Hubbard, un oportunista que habría visto dinero en el negocio de la religión, fue uno de ellos. En una sociedad donde lo espiritual está tan conectado con lo económico, The Master denuncia la tremenda facilidad con que las masas tendemos a creer en lo que nos asegura una mente convencida de su superioridad.
Puede pasarle a Tom Cruise o a cualquiera de nosotros. Rebusquemos un poquito en nuestra fe y encontraremos creencias banales y/o irracionales asentadas como verdades absolutas.
Hace poco un amigo me obligó a no pasar debajo de una escalera. «No hay que tentar a la mala suerte», me dijo. Y yo le hice caso.
Es bueno revisar con cuidado aquello que nos dicen esas personas que se creen estar en una posición superior o saber más que nosotros: desde el púlpito, desde el pupitre o desde la pantalla de una computadora.
Toda verdad siempre merece una segunda revisión.
