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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

noviembre 2012

Las estrellas y las olas

silaca

Nos sentamos frente al mar. El cielo era una franja blanca separada de la franja azulísima del mar. La franja azul era como de tela arrugada, con muchas marcas, una al lado de la otra. Por aquella franja blanca iba descendiendo un disco brillante. El reflejo del disco caía sobre el agua y pronto ese disco estaba reflejado por completo en el agua y las olas lo cortaban, avanzando incontenibles hacia la orilla.

Era una tarde fresca y yo acababa de descubrir tus ojos claros, enormes. ¿De qué hablábamos? Quisiera saberlo, pero mis recuerdos son mudos. Nos veo a los dos intercambiando miradas, nos veo descalzos y disforzados, apretados sobre un asiento de concreto, junto a los otros. Por un rato éramos parte del grupo, prestábamos atención a los otros. Ellos también se portaban disforzados, pasando la botella de cerveza y el único vaso; alimentando las horas con conversación banal, esperando a que cayera el sol; que la noche inundara las casas pues el generador no funcionaba y la playa sin él volvía a ser como antes: cuando tú y yo éramos niños y marchábamos por aquí y por allá, entre las piedras; correteando a las lagartijas; esquivando las piedras calientes camino a las pozas, saltando y haciendo equilibrio; sumergiéndonos uno detrás del otro en las pozas de agua helada.

Veo eso en mis recuerdos, pero no escucho nada. Sé que miraba el sol porque lo hacíamos tantas veces, a la misma hora, siempre el mismo grupo de chiquillos, verano tras verano, tarde tras tarde. Sé que era la primera vez que te veía tan grande, porque a esa edad todos solemos dispararnos de pronto hacia la madurez.

Veo ese universo en mis recuerdos y veo la llegada de la noche. Entonces ya éramos sólo tú y yo; y sólo le prestábamos atención a nuestros detalles y a nuestros olores; ésos que aparecen cuando dos cuerpos adolescentes están más cerca el uno del otro, cuando las manos comienzan a tocarse y de repente nuestros labios.

Yo estaba entrando a la plaza y llegaba la camioneta con ella. Era de día. Julián, Ramiro y yo regresábamos del mar, yo cargaba dos costalillos de lapas. Mi tía Cecilia estaba de copilota y el tío Alejandro manejaba. Ella iba en el asiento de atrás, pegada a la ventanilla, con el cabello largo y rubio.

Todos me conocen. Saben que yo estoy solo en la playa porque mis padres… Bueno, a mis padres todos los conocen y saben de mis hermanos también. Y si bien a mí no me importa, también saben que uno de ellos está en la cárcel por romperle la cabeza a un jaquino en una pelea. Tal vez también me pongan otros apodos porque saben, o empiezan a darse cuenta, que yo no hago lo mismo que sus hijos hacen. No me extrañaría si a mis espaldas mis tíos me llaman «fumón»; o les piden a sus hijas que presten más atención cuando estén conmigo. Me siguen tratando igual, hasta donde yo puedo percibir.

La tía Cecilia me vio con los costalillos. Acababan de llegar de Lima. Ella dijo que me acercara y nos dimos un gran abrazo; salió mi prima de la camioneta, a ella sí no la veía hace unos tres años. El tío saludó pero sin ser tan efusivo. Siempre ha sido así el tío, lacónico y poco expresivo; pero nadie me puede culpar por sospechar de él. Creo que se portó así, medio distante, porque le han contado. De todos modos, nos dimos un abrazo y les dije que podía sacar más lapas la mañana siguiente, si querían, porque mis costalillos ya tenían dueña.

La tía Amparo iba a hacerme un picante de lapas, porque la tía Amparo está con la cadera mala, se cayó de la yegua en el cerco. Cocina rico y si yo le llevo lapas, mi tía me prepara un picante y sopa y al día siguiente puedo ir a tomar desayuno y la tía no me mira de ningún modo diferente, creo que es porque sabe que su nieto también…que los dos somos muy amigos. En fin. Mi tía Amparo ha tirado un colchón en el asiento de cemento, frente al mar. Allí puedo dormir, al fresco. Allí puedo sentarme a jugar cartas. La he invitado a mi primita para que vaya más tarde, cuando termine de instalarse en la casa: Carmen.

Carmen. Carmen. Carmen. Tengo que memorizarme su nombre porque me ha gustado cómo me miró. Allá en Lima ella sigue de novia con Juanillo, pero Juanillo nunca viene a la playa (a veces, tal vez para la yunza).  Carmen podría ir conmigo a la yunza este verano. Y esta tarde, cuando baje el sol, nos sentamos todos los primos afuera de la casa de la tía Amparo a conversar, a jugar cartas. No dije «a tomar» porque el tío estaba demasiado cerca, pero ya lo saben igual. Allá te espero, dije.  Y Carmencita sonrió y la tía Cecilia dijo «yo la mando».

Me gusta venir a pescar. No me importa la manejada: 7 horas. Lo hago sin pensar. Salgo de la oficina el viernes, meto ropa para el fin de semana, mis cosas de pescar; en la noche –solo, con mi hermano, o con algunos de  mis primos, si quieren ir–manejo de corrido hasta la playa.

Sólo paro un poco antes de Ica. Hay un quiosco donde se detienen todos los camioneros. Me tomo un buen caldo de gallina y llego a la playa al amanecer. Me gusta llegar bien de mañana porque el olor del mar entra en mis poros. El camino de bajada a la playa no es bueno; si estoy solo, prefiero bajar a mirar. A veces está lleno de grietas, sobre todo al principio de la temporada; después le pasan la cuchilla y para febrero está mucho mejor y puedo bajar sin pararme; a veces incluso a velocidad.

A mi novia no le gusta venir. Ella casi no toma y le molesta verme tomando. También le gusta pescar; y yo le he dicho que así siempre ha sido y que nunca me ha visto borracho. No entiende. Ella ha crecido en Lima pero también tiene familia en Paramonga y dice que allá chupan pero no tanto como acá. Se van a la playa, tampoco hay electricidad, tienen casitas al lado del mar; pero que cuando se apaga la luz no se quedan tomando hasta el día siguiente.

Su papá es un borracho y ella tiene miedo que yo sea igual que él. Las peores bombas han sido con su padre. Las únicas veces en que he regresado a casa a vomitar bilis han sido con él. Mi suegro es un fuera de serie pero toma demasiado. «No tomo como él, mi amor», yo le digo. Ella no puede distinguir las cantidades ni entender la diferencia entre esas borracheras y esta manera tan ligera de tomar: acá en la playa compartimos la botella y el vaso; mis primos casi no tienen dinero y siempre soy yo el que pone la cajita el sábado en la noche. «Es el único día que tomo mi amor. Ese es todo mi vacilón», le digo; pero ella no entiende.

Yo voy el fin de semana a la playa, sólo a pescar. El sábado duermo un rato en la casa de la tía Mirabel, a veces toda la mañana; almuerzo algo ligero y me voy de pesca. Eso me aloca: la pesca trepado en las peñas, lanzando el cordel a las olas, viendo el mar que revienta contra las rocas; el mar azul que me calma, que me hace sentir que la vida vale la pena.

Espero morir después de haber vivido todos mis veranos entre estas rocas. Quiero, si es posible, pescar hasta el último día de mi vida. Morir regresando de pescar, con mi cuerpo todavía oliendo a mar.

Esta noche no ha sido distinta de las otras. Mis primos son muy divertidos, son todos menores que yo, ninguno carga mucha plata y todos me gorrean. A mí me gusta invitarles la caja de cerveza. Me hace sentir muy bien. Al Peto que tiene sus padres pero como si no los tuviera; al primo Carlos que viene desde Lima y que casi nunca veo porque va muy poco al pueblo y éste es el primer verano en que viene todos los fines de semana; al primo Ramiro, siempre tan calladito.

Hoy lo he visto a Ramiro un poco alterado porque se apareció la primita, la hija de la tía Cecilia que está muy linda. Tiene los mismos ojos de la tía y su cabello es rubio, medio rojo como son muchas de las primas Guardia; y la chiquilla es muy coqueta. El pobre Ramiro no sabe ni cómo conversarle. Le temblaba la mano cuando tenía que pasarle el vaso y la botella, porque él estaba parado al final del asiento y ella estaba al otro lado y Ramiro tenía que darse toda la vuelta para llegar hasta ella; y yo podía ver cómo se ponía nervioso Ramiro cuando ella le coqueteaba al recibir la botella y el vaso.

Mala suerte para Ramiro. Ahí estaban los otros dos pegados a Carmen como lapas. El primo Carlos que la vio desde que se acercaba y de frente se sentó al lado de ella y empezó a conversarle; y eso le gustó a la chiquilla. El Peto se fregó porque él también estaba dando vueltas y conversándole; pero desde que Carlos se sentó a su lado, Carmen sólo le hablaba a él. A Ramiro eso lo tenía medio celoso, pero qué vamos a hacer. Lástima que sea la única chiquilla de su edad en la playa, porque también están las hijas del potón Carmelo pero ésas vienen recién en febrero para la yunza.

Y poco a poco se fue toda la luz y nosotros seguimos tomando hasta que se acabó la caja. Y no sé si fue mi idea, yo creo que escuché que pasaba algo entre ellos, pero es imposible ver nada cuando se va la luz en la playa. Es imposible. De todos modos ya estaba pensando en irme a dormir; para ir a pescar temprano, que es lo que me gusta hacer los domingos, antes de empezar, otra vez, la manejada para Lima.

De noche todo se inunda de estrellas. Carmen nunca había tenido 16 años en la playa y yo nunca había estado con una chica de ojos tan claros como los de Carmen.

Nos besamos. Estábamos aún pegados uno al otro y a mi lado estaba el primo Julián y al lado de ella estaba parado el Peto que seguía hablando de la fiesta de la yunza. De vez en cuando escuchaba que el primo Ramiro se paraba y venía por el otro lado y le alcanzaba a ella el vaso. Mientras se lo terminaba, ella me besaba.

No puedo escuchar nada, mis memorias siguen siendo mudas. Puedo ver a Carmen, que en la oscuridad dirigía mis manos hacia su cuerpo y, levantándose la blusa, me ofrecía que la bese y yo la besaba. Mi lengua estaba caliente pero más caliente era la piel de Carmen. Ramiro se fue primero y Julián siguió. También se fueron los dos chiquillos García y al final se fue Peto, que hablaba hasta por las orejas. También se despidió y me alcanzó su mano de dedos nudosos en la oscuridad; se la apreté y me dijo «Adiós primo».

Ofrecí acompañarla a su casa y, en el silencio de la playa, ella me dijo que estaba con Juanillo; que también era nuestro primo; pero como su madre se había casado en Lima con un piurano ya no eran tan primos como ella y yo.

¿Nosotros somos primos? Bueno, tu mamá y mi mamá son primas en segundo grado. En realidad el parentesco venía por el lado de los abuelos. En la época de los abuelos, el mundo de la playa era mucho más limitado que hoy. Eran sólo cuatro familias las que venían a pasar la temporada, desde la Navidad hasta marzo. Las cuatro familias tendían a mezclarse entre ellas. «Nosotros vivimos en Lima. Somos distintos».

Las estrellas estaban salpicadas en la oscuridad, como granos de sol. No alumbraban; sus destellos alcanzaban apenas para darnos ánimos o para enseñarnos que cada momento que vivíamos era como ellas. Eran estrellas íntimas, pequeñas.

Esos momentos siguen allí en nuestra memoria.  Miramos al pasado y los vemos: desparramados como estrellas. Siguen vívidos, coloridos y silenciosos; con su pequeña luz propia; aún hermosos.

(Este cuento ha sido publicado en diciembre del año 2012 por la revista SUBURBANO de Miami)

Todo en esta vida se paga

Si el terrorismo saca los dientes, los peruanos tenemos que pisarlos

En 1985 yo tenía 13 años y  vivía en la ciudad de Lima. Recién me enteraba del significado del término «desigualdad social». Sin embargo, como tantos otros muchachitos de mi edad y mi condición social, no sabía cómo enfrentarme con aquel término. Era un sistema injusto y sin embargo–al menos en teoría–; de mantenerse igual yo no tenía nada que perder.

Uno de mis tíos era un líder socialista. Su partido había alcanzado el poder y –según los términos con que era insultado por compañeros de mi colegio que tenían dinero– asumí que se trataba de un buen giro hacia la izquierda. Su líder arengaba para enfrentarse contra el imperialismo de los Estados Unidos, el abuso y la manipulación de la banca internacional y de sus representantes nacionales: la oligarquía peruana.

Mientras tanto, mientras la historia oficial sucedía en la capital; otro fenómeno–más importante para esta nota–se desarrollaba entre las montañas. Un hombre de clase media, como yo, proponia un modelo de gobierno que no pasaba por las urnas sino por el conflicto armado.  Entre los informes de la televisión y los periódicos, aprendí términos relacionados a este movimiento: sendero luminoso, guerra popular, lucha armada, subversión, sinchis, fosas comunes, terrorismo.

Esos años, a la incompetencia de los gobernantes para darle a la población los beneficios que se le había prometido; había que sumarle la paranoia que creaba un movimiento (con escasa simpatía hacia la clase media peruana) que parecía desarrollarse imparable y acercarse cada vez más al objetivo de tomar el poder con las armas.

Por aquellos años escuché por primera vez la frase «hay que destruir para volver a construir». No la decía Sendero Luminoso, sino una de las mejores bandas subterráneas limeñas: Narcosis. El tema de arrasar con el sistema para edificar otro, por más que Sendero Luminoso se estuviera adjudicando todo el trabajo de campo, ya tenía en el Perú otros adeptos famosos.

Es ridículo pretender que la violencia de Sendero apareció de la nada. Nuestro sistema aún tiene suficientes deficiencias como para que germinen en su vientre varios movimientos de este mismo tipo.  El sistema neoliberal está diseñado para premiar la agilidad en temas económicos y no para conseguir la igualdad social. Por eso se sugieren parches, se producen debates, se establecen diálogos.

Sin embargo, el modelo de justicia social colectivista que Abimael Guzmán tenía en la cabeza, ese «Pensamiento Gonzalo» que los neo senderistas pretenden resucitar, es el modelo que usaron los chinos (los mismos que ahora producen en alianza con Apple –o cualquier otra multinacional que pague por ver– los iPad, los iPhone y algunos de los automóviles más lujosos del Motor Show ). Los del Movadef, y quienes junto a ellos predican el regreso a la ideología retardada de Sendero Luminoso, los que se refieren con veneración de filósofo al Camarada Gonzalo; bien podrían mudarse a la China, para disfrutar de las consecuencias, del bienestar económico conseguido tras más de medio siglo de maoismo.

Es una patraña querer llamar a lo que sucedió entre 1980 y 1992 una «guerra civil». Como si dos ejércitos se hubieran enfrentado y uno de ellos hubiera sido derrotado en los campos de batalla. El estado peruano –mal preparado, tercermundista en muchos sentidos–se enfrentó como pudo a una organización de delincuentes, inspirados por su cabecilla e ideólogo.

Muchos individuos han encontrado en el desarrollo de sus ideologías, la solución a sus ambiciones de dejar una marca en la historia peruana. Alan García quiso hacerlo enfrentándose con el sistema bancario internacional y estatizando la banca. Fracasó. Abimael lo intentó:  miles de peruanos murieron por cruzarse en el camino de sus ambiciones históricas.

La marca en la historia que Abimael quiso dejar, no escamitaba el número de muertos. Era un modelo donde sólo era posible la eliminación de cualquier adversario.

Muchos criminales van 25 años a la cárcel por un número limitado de homicidios. Las campañas de amedrantamiento de Sendero, sus aniquilamientos selectivos (de autoridades locales: alcaldes, gobernadores; que también amaban a su país con la misma o mayor intensidad que la de Abimael Guzman), sus ejecuciones masivas, sus atentados improvisados y los crímines de chantaje a quienes no se prestaban al juego y los enfrentaban; dejaron un saldo de alrededor de 70,00 muertos (casi la mitad de ellas, bien adjudicadas por la Comisión de la Verdad a la improvisación y desorganización del antiterrorismo). La cadena perpetua para los responsables de estas muertes es una pena ya de por sí pequeña. Pedir que salgan de la cárcel es el descaro, es la burla.

Incluso antes de que Sendero Luminoso fuera detenido, millones de peruanos habían empezado a trabajar en construir otro sendero de progreso económico que, hasta el día de hoy, ha brindado mejores resultados que los años del terror.

Por respeto a quienes murieron y a quienes hoy siguen trabajando para conseguir objetivos ambiciosos de desarrollo, los cabecillas de Sendero Luminoso tienen que seguir tras las rejas a perpetuidad. Cualquier individuo que pretenda equiparar la violencia de Sendero con la valentía (la ridícula insignia de «izquierda macha»); o que insinúe nominarse como el próximo caudillo de la guerra popular, tiene que ser silenciado.

Si Sendero saca los dientes, el estado peruano tiene que dejarlo sin aire. Debe pisotearlo y reventarlo. Por simple respeto a quienes están apostando su vida por el desarrollo del Perú. Nadie puede pretender llamar con otro nombre al cáncer que fue Sendero Luminoso y ser escuchado. Dejar con vida a Abimael Guzmán y a la cúpula de Sendero sólo fue una muestra de generosidad del estado, cuando la mayor parte de peruanos clamaba por su ejecución.

La asesina coreana

Victor Zapana, hijo de un peruano y una coreana, cuenta la tragedia de su vida

En la última edición de The New Yorker, Víctor Zapana revela la tragedia de su vida: su madre, una niñera coreana, fue condenada a prisión por golpear con saña a una criatura a su cuidado. Los medios de comunicación condenaron a la mujer sin que nadie le probara nada. La víctima se presentó en el juicio: los golpes han convertido a esta criatura en un inútil que no puede hacer nada sin ayuda. Por muchos años, incluso Zapana ha creído que su madre es culpable.

El padre de Zapana es peruano. Es un empleado del subterráneo de Nueva York que ha servido en Irak y tiene traumas de guerra. Conoció a su esposa cuando se metió al ejército, atraído por la posibilidad de conseguir sus documentos. Se mudó a Nueva York con ella.  Zapana, en el artículo, recuerda con cariño los almuerzos familiares, cuando su madre engreía a su padre preparándole papa rellena y lomito saltado.

Tras ser aceptado como estudiante en Yale, Zapana lleva un curso de periodismo. Lo utiliza como herramienta para ocultar la culpa de su familia. Escribe y publica en las revistas universitarias, artículo tras artículo, con la esperanza de que sus reportajes sumerjan su poco común apellido hasta el fondo de la cola en el Google; para que ningún compañero fuera capaz de leer la noticia del crimen de su madre, publicada con escándalo en los tabloides neoyorquinos.

Sus padres querían que estudiara medicina. Poco a poco Zapana se fue alejando de aquel plan original. Terminó la carrera de periodismo. Su madre lloró en prisión cuando él le dijo que no sería doctor. Hoy Zapana trabaja como reportero del Washington Post y ésta–la gran historia de su vida, la que lo hizo cambiar de carrera para ocultarla– es la primera que publica en el New Yorker.

Moraleja: los caminos del periodismo son inescrutables.

Misturas y mescolanzas

Julio Hancco cultiva 185 especies de papa en las alturas del Cuzco.

«Mistura es una mezcla bonita» dice Gastón, en el documental The Power of Food de Patricia Pérez. Mis estudiantes miran y se ríen de buena gana con los comentarios del chef Javier Wong: «¿Puedes comer lomo saltado todos los días? No, porque aburre. ¿Se puede comer cebiche todos los días? Claro que sí. El cebiche es adictivo».

¿Es una reseña? Sí es una reseña. Es una reseña positiva de un evento que sucede todos los años. «¿En dónde profesor?» En Lima. «¿Y cuántas variedades de papas dice que cultiva? ¿185? Y yo solo conozco 3…»

«Es que en nuestros países hay de todo ¿no es cierto?» «¿El pescado del cebiche no se cocina no?» «¡Se cura con el limón!» «¿Cómo se le dice a ese grupo de gente que canta y baila? ¿Comparsa?»

«Yo lo ví a ese Gastón Acurio, estaba con un chef español muy famoso y habían inventado un tipo de dulce. No sé si se hizo conocido o no.»

Y el documental se va desde la feria en Lima hasta las alturas del Cuzco, donde Don Julio Hancco, que solo ha terminado tercero de primaria, sabe cómo sacarle a la tierra 185 variedades de papa. Habla quechua y sus palabras me hacen recordar las imágenes de ciertas páginas de Los ríos profundos que he venido leyendo en el tren, los cantos a los cernícalos que saltan desde los acantilados y se prenden de los cóndores con sus uñas.

En Mistura encontramos  a «El Chinito» y el mejor arroz chaufa, a los panaderos que compiten por una medalla, a Doña Grimanesa con la receta secreta de sus anticuchos, cocinando los palitos mientras recibe pedidos en el celular; a las comparsas que pasan frente a la cámara diciendo: «Solo se vive una vez».

Se ha armado un pequeño alboroto en la clase cuando les digo que he descubierto que el diccionario de la Real Academia incluye «pompa» como «bomba de agua y «bloque» como «grupo de casas». «Eso no está bien…» dice Gustavo, apesadumbrado. Hace una semana, él defendía la pureza del español que se está perdiendo a manos del spanglish.

¿Es el spanglish una mezcla bonita? ¿Es una mistura? ¿O es un injerto abominable que crece y engorda corrompiendo al español?¿Es el spanglish el heraldo negro que nos manda la muerte?

Mis alumnos comparten bocaditos que han traído a la clase y se desean felicidades antes de partir a celebrar Acción de Gracias. «Feliz día del pavo» dicen algunos.

Hoy la noche acaba con buenas noticias. Se resumen en la foto del rostro sonriente de Hillary Clinton anunciando el cese de las hostilidades entre Israel y la ciudad de Gaza; y en este texto explicativo del New York Times acerca del rol del presidente de los Estados Unidos que ha mantenido una comunicación telefónica constante con el líder egipcio: «a singular partnership developing between Mr. Morsi, who is the most important international ally for Hamas, and Mr. Obama, who plays essentially the same role for Israel…»

El artículo dice que la inusual colaboración–Morsi pertenece a la organización extremista Muslim Broterhood– se debe a que el mandatario egipcio parece ser un interlocutor orientado a la resolución de problemas; ha sido franco, ha ido directo al grano. Uno de los testigos presentes durante las conversaciones telefónicas ha declarado que hubo una conexión inmediata entre Morsi y Obama.

¿Será otra mezcla bonita?

Los creyentes y las guerras

Los católicos hemos progresado mucho desde el oscurantismo ¿progresarán también los musulmanes?

¿En qué creemos?

Si las religiones enseñan a querernos los unos a los otros–y se parecen tanto ¿no?–¿Entonces por qué nos bombardeamos unos a los otros e inmediatamente invocamos el nombre de sus creencias: judíos, cristianos, musulmanes?

Pakistán y la India se quisieron bombardear mutuamente durante décadas (y no me extrañaría que el furor, la moda retro, les regrese en cualquier momento) invocando las diferencias religiosas.

Cierto que detrás de estas guerras hay temas más importantes que las creencias. A veces la religión es tan solo una máscara de los objetivos específicos: territorios, dinero, minerales, tráfico ilegal de lo que sea, odios personales. Por ejemplo: detrás de los 8 años de invasión e intervención de los EE.UU. en Irak siempre me sorprendía escuchar el argumento–en medios «serios», por gente «seria»–de que uno de los motivos que empujaba a George W. Bush era deshacerse de la persona que había armado un complot para asesinar a su padre.  Y ya deben saber del discurso de despedida del presidente Eisenhower–la línea de partida del excelente documental de Eugene Jarecki Why we Fight–en el cual previene a sus conciudadanos acerca del excesivo poder que están empezando a tener las compañías dedicadas a la producción masiva de armamento.

(Estas semanas Eisenhower ha tenido cierta presencia en los medios de EE.UU., mas no por su discurso contra los fabricantes de armas, sino por su famosa relación extramarital, en vista del reciente lío del General David Petraeus con su biógrafa)

¿Por qué nos seguimos matando, después de varios siglos y seguimos renegando: moros contra cristianos, judíos contra moros, judíos contra cristianos, etc.?

No me creo el cuento del fundamentalismo musulmán como la principal causa de lo que está sucediendo entre Gaza e Israel, porque la matanza lleva tantos años que la responsabilidad recae sobre ambas partes. Tal vez la religión musulmana, en algunas partes del mundo, esté aún al nivel en el que estaba nuestra religión cristiana. Es decir, al nivel primitivo en el que sólo los hombres eran capaces de ofrecer misa, se condenaba el uso de anti conceptivos y casi se le equiparaba con el aborto, se les prohibía a los sacerdotes tener relaciones sexuales como si fueran seres humanos con otra condición genética…ups. Espera ¿el catolicismo todavía cree en esas cosas? ¡No puede ser!…pero si los católicos somos tan avanzados.

Debe haber religiones en niveles de progreso distinto. Hace no muchos siglos era cosa de todos los días para los católicos matar a un emperador sólo por haber dejado caer la Biblia al piso. O torturar a los vecinos en las mazamorras de las catacumbas para que confesaran sus pactos con el demonio. O quemar vivas a las mujeres por haber hecho brujería, o por gozar demasiado del sexo. Así que las religiones progresarán, avanzarán (o retrocederán: si escuchamos las quejas de los fanáticos cristianos que quisieran que la misa se siguiera dando en Latín)

En algún momento los musulmanes avanzarán y su religión tampoco les prohibirá a los homosexuales que puedan vivir juntos, con los mismos derechos que una pareja heterosexual. Porque todos sabemos que la homosexualidad es un tema que viene desde el nacimiento, no es una decisión ni una enfermedad. Ya, felizmente, hemos dejado aquellas épocas «oscuras» del catolicismo y ahora ningún cura católico puede ser castigado por opinar –algo tan lógico–que los homosexuales, por ser personas iguales a todas las demás tienen derecho a vivir juntos; o que las mujeres si son violadas podrían tener derecho al aborto ¿Sí pueden ser castigados? No me digas. ¡Pero si los católicos somos tan avanzados!

Seguridad ciudadana

La policía peruana debería tener a la ley de su lado para combatir el crimen. No la tiene.

En enero de este año tuve que ir a una comisaría limeña. Alguien estuvo forzando la tapa del medidor de electricidad de la casa y mi padre sospechaba que era algún delincuente con ganas de desactivar la alarma para meterse a robar.

Estando en la comisaría, conversando con uno de los policías, llegó un patrullero con un joven esposado y una muchachita (unos 20 y tantos años) acompañada de su madre. El muchacho la había seguido por una vereda, le había arranchado la cartera y la había empujado hacia la pista. Era de tarde. El asalto había sucedido a plena luz del día. Ella tuvo suerte de que en aquel momento no pasara por la pista ningún automóvil.

El que no tuvo mucha suerte fue el delincuente. Un grupo de transeúntes con cierta idea de la justicia vieron el incidente y lo persiguieron. No sólo recuperaron la cartera, también capturaron al delincuente y le propinaron un par de patadas.

«En unas horas lo vamos a tener que soltar» nos dijo el policía, mientras asistíamos a toda la escena y el ladrón miraba con aire de aburrimiento que la muchacha –aún con rezagos del trauma del asalto–daba su declaración.

«¿Cómo que lo van a soltar?» preguntó mi padre.

«Eso dice la ley. No podemos retenerlo más de cierto tiempo. Y él lo sabe».

Nos dijo que retener a un delincuente más del tiempo permitido es ilegal. Que la policía se arriesgaba a que regresara el delincuente bravucón con un abogado a decir que se habían violado sus derechos. «Esto no pasaba con Fujimori», dijo el policía, ante la complacencia y aprobación de mi padre, simpatizante fujimorista.

Hoy, en la televisión peruana, presentaron el caso de un caballero que mató a dos delincuentes armados que intentaron asaltar la camioneta donde viajaba con su novia. El caso (muy publicitado en Lima) ha desatado una gran controversia porque –tras un año de investigaciones, falsas acusaciones e intentos de chantaje–un fiscal ha decidido que el caballero que mató a los dos delincuentes en defensa propia es culpable y debe ir a prisión.

Su novia se presentó en televisión y dijo que en estos tiempos en que todos estamos hartos del nivel de delincuencia,  este caso ponía a prueba a nuestro sistema judicial. Tiene razón.

No comparto la idea de un gobierno «ideal» de mano dura. Tal vez la justicia contra el crimen organizado funcionara mejor en el decenio fujimorista porque la mafia en el poder tenía un control más directo: siempre es posible ser diligente, rápido, dar órdenes, cuando se puede pisotear los debidos procesos.

Hay que respetar las formas legales. Sin embargo, por el bien de los ciudadanos que aún creemos en ellas, es imprescindible endurecer los castigos para los delincuentes. Si no es así, la policía creerá–con mucha razón–que perseguir a los asaltantes y pirañas de todo tipo, es una pérdida de tiempo.

Un fiscal no puede mandar a prisión a un ciudadano que se defendió y mató a dos criminales. El respeto a la seguridad de todos debe estar por encima de los derechos de un par de maleantes armados.

Un Dios con sentido del humor

Esta novela de David Lodge se llamó originalmente «How Far Can You Go?» en Gran Bretaña.

Cuando vino por primera vez a Nueva York, en invierno, a mi padre le extrañó mucho el sol. El sol que no calienta. «Explícame ¿cómo es posible que haga ese solazo y tremendo frío?»

Nuestros inviernos cuentan con muchos días oscuros y depresivos; y de pronto, una mañana se aparece un sol que no calienta nada pero colorea el ánimo.

Hoy fue un día de aquellos. Un sábado reposado de lectura. Le comenté a Tommy McGirr sobre lo que decía mi padre y me dijo:

«En invierno el sol está más cerca ¿sabías o no?»

Claro que no. En la Recoleta teníamos un profesor de ciencias naturales que era una bestia. Además, nunca le presté suficiente atención a la ciencia. «En verano está más lejos pero el sol cae directo y eso crea el calor. En invierno la posición del sol hace que los rayos caigan con un ángulo, por eso no calienta». Terminó su clase y se fue despacito por la calle, apretando su carrito solar. Qué bella tarde.

Hoy tuve una conversación con República Checa. Horas y horas de interminables comentarios estúpidos. Supongo que la intención era entretenernos los unos a los otros. De eso se trata la vida ¿no? Entretenernos mientras nos queda tiempo.

«Seize tomorrow» leo en un anuncio sobre un nuevo libro: El arte de perder el tiempo (The Art of Procrastination). Al parecer un filósofo se dio cuenta de que era un gran vago pero, por alguna extraña razón, tenía fama de ser muy productivo. Tres años después de la idea: BUM. Ahí está el libro. «¿Qué espera para correr a comprarlo?»

Y sigo leyendo: Souls and Bodies de David Lodge. Otro autor recomendado desde Dresde.

Fíjense en esta reflexión que hace–citado dentro del libro– un personaje de Graham Green, el gran literato del dolor católico en el siglo XX: «When I was a boy I had faith in the Christian God. Life under his shadow was a very serious affair…Now that I approached the end of life it was only my sense of humour that enable me sometimes to believe in Him».

Tengo fe ¿Pero en qué? Tendrán que entender que el sol optimista de Nueva York ya se ha ido a estas horas (8 de la noche) así que la reflexión seguirá allí girando, dando vueltas y esperando. ¿Esperando qué? ¿Sólo Dios dirá?

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The New York Street

¿Cuántas razones tenemos para no conocer el mundo? Pocos seres humanos se dan el lujo de recorrer las trochas de lugares considerados exóticos, o de deambular por valles que no figuran en el mapa, compartiendo noches con las estrellas, pasando hambre con la ilusión de guardar algún dinero para llegar más allá, para vivir la próxima aventura.

Para algunos de nosotros, la próxima aventura es una entrada apurada en una oficina o en un salón de clase, una cadena de minutos que se suceden desde la hora de entrada hasta la hora de salida. Para otros, aventura es conocer. Perderse entre gente a la que jamás hemos visto, vivir algún tiempo sin ningún plan, dejar que esa gelatina que une a cada parte de lo que existe en el universo nos envuelva y nos haga sentir parte de un todo gigantesco, de un organismo único compuesto por individuos, por naturalezas…

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Sobre tumbas, comerciales y política

El comercial salió en junio y los votantes en noviembre decían que era casi el único que recordaban.

En el imaginario popular, tal vez no hay imagen más terrible que la del asesino que te obliga a cavar tu propia tumba. Es una escena que hemos vista repetida en la literatura y en la cinematografía ya sea con mafiosos, con nazis o con sicarios del narcotráfico.

Las últimas elecciones usaron esta misma figura para posicionar a uno de los candidatos en la mente de los votantes, con excelentes resultados.

La periodista Jane Mayer, en la edición más reciente de la revista The New Yorker, escribe sobre la efectividad de un anuncio publicitario que salió en junio de este año en los canales de televisión de Ohio y que sirvió para posicionar a Mitt Romney como enemigo de la clase trabajadora.

Del universo de votantes entrevistados después del proceso electoral en noviembre, más del cincuenta por ciento mencionaba recordar «muy vívidamente» la historia de Mike Earnest, contada en un comercial de 30 segundos.

Earnest trabajaba en una planta papelera en Indiana. Un día, sus empleadores le pidieron a él y a otro grupo de empleados, que levantaran un gran estrado de casi 10 metros de ancho. Una vez levantado, los empleadores pidieron que los trabajadores de la planta, los tres turnos, se formaran frente al estrado. Allí apareció un grupo de representantes de Bain Capital–la compañia de capitales que dirigía Mitt Romney, famosa por comprar empresas, reorganizarlas y luego revenderlas con un gran margen de ganancia–para anunciarles que la fábrica se clausuraba y que todos los trabajadores estaban despedidos.

«Mitt Romney ganó más de 100 millones de dólares al cerrar  la planta papelera; al mismo tiempo que destruía nuestras vidas. Así que cuando levanté ese estrado, fue como si hubiera fabricado mi propio ataúd. Pensar en eso me enferma.»

Se me ocurre sólo un ejemplo de aviso de campaña política publicitario tan efectivo. Es aquel famoso anuncio aprista, utilizando imágenes de Pink Floyd, para criticar las políticas del Shock del FREDEMO. Aquel anuncio atacaba el temor de los peruanos al cataclismo de la subida de precios y el despido masivo con la misma efectividad que este anuncio describía a Romney como un «enterrador», un mercenario del capitalismo.

Earnest cuenta que consiguió trabajo reparando maquinaria para Chrysler y que ahora está jubilado.»El señor Obama nos dio a mí y a Chrysler una segunda oportunidad. Me siento muy satisfecho con ese comercial. Yo sólo dije la verdad. Tal cual».

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