La siguiente nota ha aparecido publicada en la revista Suburbano de Miami
«Señorita secretaria ¿se ha muerto un santo en el día de hoy?» «¿Por?» «Porque veo a un ángel vestido de luto»
Así va la escena en que la secretaria del juez, la señorita Irene Hastings, recién egresada de Cornell y con su primer trabajo en los tribunales de Buenos Aires, pasa delante del escritorio de Benjamín Espósito, el hombre enamorado, el que estará dispuesto a revivir las ardientes cenizas del pasado y de un caso inconcluso (el de la violación y el asesinato de Natalia Coloto) para no quemarse con los recuerdos que lo persiguen después de haberse jubilado de una vida dedicada a las leyes.
Y en ese momento, a punto de meterme en la trama de la película de Campanella, me toman por sorpresa las imágenes de una mañana bonaerense.
Es 1992. Tenemos una avenida ancha y los negocios que acaban de abrir. Por la vereda camina una mujer espigada con unas hermosas piernas y el cabello largo y rubio que danza al compás de sus pasos, detrás de su cuello. No hay mucho tránsito, yo soy un espía que acaba de aterrizar y camina por Buenos Aires antes de regresar a Lima. Por la vereda del frente, marcha un muchacho delgado y con un terno fino, marrón y de saco extendido, que le queda bien. Va con dos amigos, conversando, les hace un gesto que yo apenas si alcanzo a distinguir como un «espérenme» y mirando con rapidez a ambos lados de la calle, cruza la avenida a paso ligero. No es una de aquellas avenidas limeñas angostas y descuidadas que tientan al claustrofóbico, más bien una ancha, larga y elegante, la glotonería de algún urbanista.
El muchacho trota hasta acercarse a la sombra de la muchacha y empieza a conversarle. Se acerca con respeto, sin pretender rozarla, sin estorbarle el camino. Marcha a su lado con una sonrisa y las manos en los bolsillos en posición desarmada. La muchacha sonríe y sigue caminando, pareciera que los ojos miran a las nubes mientras ella disfruta aquella arquitectura de palabras, eso que llamamos un piropo.
Los tenderos, que a esa hora ya son unos cuantos, colorados y panzones, miran la escena y alientan al muchacho cuando pasa por el frente. «Vamos, macho» escucho a uno. Es una escena adorable. El sol parece salir con un poco más de fuerza por una de las esquinas de la avenida y el muchacho mira otra vez con rapidez el tráfico aún detenido y cruza ágil, en diagonal, hacia donde siguen caminando su amigos. Sigue hablando con ellos. Miro a la muchacha que sigue caminando, sin modificar la postura, tal vez con un gesto vago, nuevo, en el rostro, que yo quisiera creer que es una sonrisa.
«Piropo» Escribo en la pizarra. Entonces procedo a explicarle a mis estudiantes la escena que les he contado. «Así como algunos cuando están aburridos matan el tiempo jugando con el Play Station, en algunos países se mata el tiempo dando piropos». Insisto en que la calidad de aquellos elogios pueden definir a la sociedad que los produce.
En la pantalla del proyector, sobre la pizarra de la clase, en una escena congelada, Benjamín Espósito le propina un puñetazo a Romano, su enemigo de la Secretaría 18 «a dos perejiles agarraste» le grita. Y así sigue.
Entre tropiezos propios de la burocracia y una andanada de insultos que bien podrían resumir el dilema de la nación que los profiere, la procesión de verdades que definirán la tragedia que Benjamín y Sandoval –su compinche, su amigo– habrán de presenciar; también encontramos la singularidad de un detalle tan sencillo, cuya fama, al menos en mi memoria, asociada a la mención de una ciudad y de sus habitantes, también podría calificarse como un piropo.
Tenue, velado y casi olvidado: un piropo a Buenos Aires.