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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Cuento

El salto y la vista

Parque Salazar de Miraflores

La abogada empezó a cruzarse menos en su camino en la oficina. Queso había dado por concluído ese tema. Había empezado a tener otro tipo de sueños: la Gringa. ¿Sabía acaso la familia que Yuyo ya no estaba con ella? No podía preguntar así de un día para otro. Tenía que esperar un momento que no le pareciera sospechoso a nadie, buscar el tono para decirlo sin que atrajera más atención de la necesaria. Caminó con la Gringa por el malecón, regresando del bar de las camisas bien puestas y los bluejeans ajustados. La Gringa se asomó a la barandilla, observó al mar. ¿Qué es la muerte, Queso? ¿Por qué estamos tan obsesionados con detenerla? ¿No sería mejor que cada uno se enfrentara a ella con sus propias convicciones? ¿O que dado el caso la invitara a venir? Ella había pasado todas las tardes por aquel camino, regresando del laboratorio. Tras estar inclinada por horas de horas en un cuarto oscuro, revelando aquellas fotos que le servían para olvidarse de que la vida no tenía sentido. Se olvidaba del mundo y luego caminaba al lado de la baranda y miraba el mar. Parecía tan sencillo subir sobre ella y arrojarse.

El gerente de la compañía ha tenido un hijo. Le regaló un habano. Así que, pensó Queso, ya que voy a ver a la Gringa esta noche,  su primera cita, tal vez quería acompañarlo a fumárselo. Estuvieron en una banca del parque Salazar jugando con los fósforos. ¿Sabes que van a cerrar el parque la próxima semana? Van a construir un centro comercial. Restaurantes, cines, bares con vista al mar. Ya era hora. Queso trató de descubrir lo que pensaba la Gringa de todo aquello, pero ella estaba concentrada en encender el habano. No dejaba que la mire a los ojos. Todo está cambiando, Queso. La ciudad que conocimos los dos, no la vamos a reconocer cuando seamos adultos. Esta banca es probable que ya no exista. Escuché que le quieren poner una cúpula al puente para que la gente no salte. Entonces ya nadie va a poder asomarse a la barandilla y mirar. Si tengo hijos, jamás podré enseñarles lo mucho que significaba para mí apoyarme sobre este fierro y dejar que la brisa me toque, que el viento de las olas llegara hasta donde yo estaba parada; creyéndome tan libre como para imaginar que podía lanzarme. ¿Ves ese camino entre la hierba detrás del murito donde termina el parque? La Gringa opina que entre aquella hierba debe haber nidos de ratas. El Queso cuenta que una noche, él y sus hermanos bajaron por aquél camino, siguiendo la huella entre la grama. Dice que llegaron hasta un rinconcito sobre las columnas que sostienen al puente. Dice que se sentaron a tomar un six pack de cervezas que habían comprado y podían sentir la vibración de los autos cuando pasaban encima. Nunca vio una rata. La Gringa le dijo que en Londres, durante su primer año viviendo allí, jamás vio una rata en el subterráneo. Hasta que una amiga le explicó que allí estaban siempre y que el problema era que ella no se había fijado bien. La amiga se la llevó hasta el borde de uno de los andenes de la estación y le enseñó una rata pasando por debajo de los rieles, comiéndos los restos de una manzana. Después de ese día, la Gringa empezó a ver ratas por todos lados. Una pasó frente a la banca donde estaba sentada. Gritó y un muchacho negro que pasaba encaró a la rata y la pateó hacia los rieles. La rata blanca giró en el aire, dio una vuelta olímpica perfecta y cayó sobre sus cuatro patas para seguir corriendo y merodeando entre los rieles. La Gringa no se había percatado hasta ese momento, de que posible vivir sin enterarse de nada de lo que sucedía alrededor. Se podía seguir viviendo sin ver cosas tan evidentes como las traiciones o las mentiras. Solo bastaba no prestarles suficiente atención, concentrarse en otras tareas, llenar la cabeza de preocupaciones diferentes. Fue en esos años en que La Gringa empezó a desarrollar una cierta sensibilidad para sentirse culpable por las cosas evidentes en las que nunca se había fijado antes y de las cuales empezaba a darse cuenta. Acostada en la cama de su cuarto en Camden, pasó noches completas con los ojos abiertos y empezó a ver cosas de su familia, de sus relaciones personales, de sus parejas, y de Yuyo; que jamás había visto viviendo en Lima. Y comenzó a sentirse culpable por ellas, por nunca haberles prestado atención y por haberlas evadido. Todavía ignoraba muchas cosas. Pero si la Gringa se daba cuenta que había ignorado algo, entonces se le desarrollaba un sentimiento de culpa que la atormentaba por dentro, que la privaba del sueño, que la perseguía durante el día y no la abandonaba durante un largo período de tiempo.

Aquella fue la primera vez en que la Gringa le habló de los planes de irse a vivir al Cuzco con Yuyo. “Tal vez lo haremos, así ya no estemos” dijo la Gringa. Aquél debió haber sido el primer aviso serio para el Queso. La Gringa no iba a volver con él, pero vivir allá era un tema que habían conversado tanto y planificado tanto tiempo atrás que les parecía imposible no realizar. Rentarían una casita antigua con espacio para un taller y para un laboratorio fotográfico, ella se matricularía a estudiar pintura en Bellas Artes y conseguiría trabajo de investigación en un instituto de la imagen. Trabajarían diseñando y pintando los muros de restaurantes y de pubs del Cuzco o venderían sus cuadros a los turistas. Yuyo ya tenía elaborada una serie de más de cien temas para los cuales solo necesitaba un poco más de tiempo libre y la energía de esa ciudad. Organizarían a los pintores, fotógrafos y otros artistas gráficos cuzqueños y celebrarían festivales. Vivirían 100% del arte. Así no fueran ya más pareja, así otros sueños como los de casarse o tener hijos se tuvieran que dejar de lado. La Gringa extrañaría sus trabajitos de modelo en Lima, que le daban un buen ingreso, pero que la hacían sentir tan mal cuando pensaba en la cantidad de horas que estaba desperdiciando sin hacer las cosas artísticas que a ella le gustaban, sin tomar fotos, sin entrar al cuarto oscuro. Es decir, aquella vida en el Cuzco era la promesa que se tenía que cumplir, antes de claudicar todos los sueños por la manía de ser adultos, de volverse uno más. ¿Acaso Queso no había renunciado a su trabajo anterior porque también quería dedicarse a tiempo completo a dibujar, a terminar sus historietas, a publicar esa revistita que tuvo mucha circulación entre los kioskos de la Avenida Brasil? Un año entero lo iban a dedicar a intentar ser artistas.

Como supo pronto que de su arte él no podía vivir, se dedicó a viajar. Aprovechar bien doce meses, recorrer la montaña en autobús, a pie. Despertó a media noche al lado del mar en Máncora–después de celebrar la llegada del año nuevo, el final de sus doce meses de experimentación–y empezó a caminar hacia unas luces que se podían ver desde la playa, una casa de adobes donde él había estado hasta que lo agarró el cansancio y se fue a buscar su bolsa de dormir sobre la arerna. Al lado de la casa, conversaban dos de sus mejores amigos, sentados sobre cajas de cerveza, debajo de las ramas de un algarrobo. Un árbol que tenía más de cien años, un vecino más al que nadie se atrevía a molestar. Conversaban de los viajes que iban a realizar, de proyectos de ir a Europa, de comprarse un terreno cerca de Las Pocitas, de incrementos de sueldo. Queso escuchó, esos futuros que llegaban a sus oídos junto con el silbido del viento, vio madurar frente a él lo que aquellos muchachos llamaban un año próspero. Él también quería ir a Europa, comprarse un terrenito frente al mar, tal vez no tan lejos, cerca de Lima. Queso iba a recordar para siempre aquél algarrobo, donde la luz del sol del nuevo año parecía tener un color diferente, un color naranaja salpicado de rojo que se reflejaba en los rostros del grupo sentado al lado del tronco, bajo la copa del árbol. Lo iba a recordar porque esa mañana decidió dedicar el nuevo año a buscar un trabajo donde pudiera ahorrar, juntar lo necesario para un pasaje de avión que lo llevara a Europa, tener la plata que le permitiera ir de ciudad en ciudad subido en un tren y ver las callecitas empedradas de Roma, trepar hasta la cima de la torre Eiffel, y contemplar toda la tarde el río Arno desde el puente viejo de Florencia. Queso consiguió ese nuevo año el nuevo empleo, perfecto para la ocasión, para los ahorros, para los sueños. Ni bien entrado a la oficina le presentaron a la abogada y ella hizo un tema del mes escoger el restaurante donde Queso decidió invitarla a comer así tuviera que gastarse más de la mitad del dinero que había recibido. Así tuviera que aceptar que fuera ella la que condujera porque ofreció ir en transporte público y ella le dijo que “jamás, óyelo bien Queso, jamás me subiré a una combi” Entonces Queso empezó a jugar  a eso y la abogada parecía comprender bien sus instintos artísticos, no le disgustaba incluir conversaciones sobre tal o cual director de cine que ella consideraba aborrecible porque no tenía ninguna sensibilidad europea, encargándose de dejar en claro que conversaba solo para no hacerlo sentir mal, porque le agradaba su compañía. ¿Cuánto le agradaba? preguntó Queso, esa noche que los dos partían un bisteck que le costaría a Queso otra tajada del cheque. Valió la pena porque la abogada le estaba contando que su padre era diplomático, su madre era diplomática y los tres viajaban por todo el mundo, cambiaban de casa cada dos años. Pero no en el Perú donde ya estaba viviendo más de diez y quería quedarse. Un portón eléctrico con vigilante en la puerta, un vigilante que seguía el auto a paso rápido cuando la puerta ya se había cerrado y le abría la puerta a la abogada y saludaba a su amigo. Una casa donde todo tenía que suceder en silencio. Ella bajaba la voz y hasta los pasos se amortiguaban con el grosor de las alfombras. Entonces la abogada sacó una botella de vino, le sirvió un vaso de Pinot Grigio helado, le confesó que le agradaba mucho salir con él–ante la insistencia de Queso. Le dijo que se había convertido en su mejor amigo y que, por lo tanto, tenía que empezar a contarle de sus salidas furtivas con el dueño de la compañía donde trabajaban, que él era casado, pero la invitaba a la oficina con cualquier pretexto para besarse y le dijo que al comienzo ella se había resistido y había pedido renunciar pero que él se había comportado como todo un caballero.

Tres días después de aquella confesión, Queso estaba parado en una galería de arte, con una copa de vino helado en la mano, cuando la Gringa apareció para sacarlo de la duda. En el nuevo universo, la Gringa también tenía sus sueños de artista y estos no sucedían en Lima ni en Europa. En ese universo, Queso trabajaba diez, doce horas al día y juntaba dinero para un viaje de un mes de vacaciones recorriendo Europa, mientras la Gringa vivía con Yuyo, el ex enamorado, su sueño de vivir en el Cuzco dedicada a su arte. Esos dos universos eran imposibles de juntar. Si bien cabía la posibilidad que marchasen uno al lado del otro ¿no es cierto? Si no, cómo puedes explicar Gringa que estemos otra vez aquí, diez años después, olvidando de lo que pasó, de que nada resultó como tú lo habías querido,  que yo me largué no solo de esta ciudad sino del destino que no me ofrecía lo que yo quería tener. Porque parecía que algo se iba a reventar dentro mío, tal vez solo una esperanza es verdad, pero yo había vivido hasta entonces como el más tonto de los esperanzados y tal vez Heráclito y Bellow tenían razón y mi futuro era mi carácter, y mi carácter Gringa, es así.

Y Queso no tuvo más que decir, no quiso decir más porque sentía que si alguna vez había triunfado la amistad fue esa noche. Ni antes ni después. Y que todo lo que tuvo que decirle antes de largarse del Cuzco, aquella mañana después de la sesión de San Pedro a donde los llevó la Mami, estuvo bien. Fue acertado abrirle su corazón y decirle a La Gringa que ella tenía que intentar otra vez con Yuyo, ser paciente, tratar de quererlo otra vez, seguir sus sueños. Antes de marcharse al aeropuerto se lo repitió, para que la Gringa no creyera que después de lo que pasó esa noche él se había olvidado. Le repitió las mismas palabras que parecían dictadas por esas estrellas que llenaban la noche sobre el patio de la casita taller: ella y el Yuyo habían decidido anclar para dedicarse a soñar. En Lima solo lo esperaba esa oficina, diez horas al día de trabajo. Si bien ya no se cruzaba tan seguido con la abogada y ella al final había perdido la costumbre de dejarle mensajitos idiotas en el celular. ¿Fue un buen consejo?

Miraron el mar, mientras que el mesero del restaurante les decía, bajando los ojos como disculpándose por querer irse temprano a su casa: “Solo les puedo servir un último trago a los señores porque estamos cerrando” Se fijaron en la bahía de Miraflores. Aprendieron que aquella era la mejor hora para venir a este lugar. Era, tal vez, la única hora del día en la cual podían escoger esa mesa­–la mejor del restaurante–la única desde donde se podía ver las luces de Chorrillos y Barranco, los barcos adormecidos reflejando la luna, anclados al lado del Regatas. Y a esa hora, sin sentirse culpable de nada, ni por estar quitándole a nadie la mejor vista, con el mar a la espalda. Esa muchacha le sonreía mientras él le recordaba alguna frase que intercambiaron cuando caminaron la primera vez por el malecón. Queso pidió un chilcano de pisco y ella otra cerveza. La amistad había vencido, pensó Queso. ¿De qué otro modo se podía explicar que él estuviera otra vez al lado de ella, conversando de toda la vida como si no hubiera pasado nada? Sin ningún deseo de besarla, apreciando las dificultades de la Gringa; mientras ella escuchaba las insignificancias de una vida que era bastante feliz. “Nunca dudé que ibas a conseguir una muchacha linda” Fue una noche con bastantes silencios. El Queso sintió que cada silencio era como una fachada sostenida por toneladas de voces que llegaban del pasado, de recuerdos que se expresaban como mejor podían. La Gringa lo miró mientras sorbía el primer trago de su cerveza. Así nomás, dijo ella, mirándolo a los ojos con una sonrisa desde atrás del pico de su botellita, dejando que el mesero se alejara de su mesa con pasos torpes y con la cabeza baja, como disculpándose porque la Gringa no usaba el vaso mal lavado que le había dejado al lado, o tal vez por las luces que se habían bajado de intensidad porque el restaurante ya estaba cerrando, porque era casi la una de la madrugada y a ellos dos se le estaban acabando las opciones. Una amiga que estaba sufriendo, pensó Queso. Mucho más que lo que él sufrió cuando le llegó ese sobre con los detalles bordados y vio ese pedazo de cartulina blanca en la que sus tíos y los padres de la Gringa los invitaban al matrimonio de sus queridos hijos Yuyo y la Gringa. Sírvase pasar a los salones después de la ceremonia. Mucho más tristeza, con seguridad–pensó Queso–que aquél minuto luego de abrir el sobre, en la oficina, cuando tras echarle una mirada a su saldo en el banco llamó a la agencia de viajes y compró un pasaje para Europa. “Ese día, tiene que ser para ese día. ¿No hay vuelos para París?¿Para donde entonces? Está bien. Un pasaje para Lisboa, a las diez de la mañana. Escala en Nueva York, claro, muy bien”. Ahora ella le podía hablar de sus hijas, del dolor que le significaba el abandono de su padre. Le podía decir que ellas se estaban olvidando, que ya no preguntaban tanto por él. La Gringa le podía contar con detalles cómo la más pequeña, la que más se parece  a Yuyo está yendo a clases de ballet, y le gusta. Y que la menorcita dibujaba muy bien. ¿Y ella? Ella estaba viviendo nomás. Siempre tenía que hablar con voz de tragedia ¿no?¡Dramaqueen! Así la llamaban los otros miembros de la familia ¿Y las fotos? ¿Estás haciendo fotografía? La Gringa le podía contar que estaba en este proyecto con un artista inglés, que había venido dos veces a Lima para verla.

Podía escucharla sin sentir remordimiento. Es más, muy convencido de que la decisión de irse a vivir a Europa sin mucho dinero no fue tonta, ni apresurada. Que aquel viaje apresurado contribuyó a que se solucionaran ciertos temas. El matrimonio de Yuyo y la Gringa fue la mejor solución. ¿Se acordaba ella de lo que le dijo Queso antes de partir del Cuzco, la última vez? No, no se acordaba. Y Queso se sorprendió de que incluso aquello no le afectara. Que lo que él consideraba su diálogo perfecto en la despedida, a lo Casablanca, ella lo hubiera confundido en diez años de problemas. Porque tú no eres Humprey Bogart, Queso. Ella no era la mujer con la que tenías que saltar agarrado de la mano desde el puente, y tampoco existió jamás un mar perfecto al cual desbarrancarse gritando un poema de Keats.

La brisa, casi con ternura, complementaba el paisaje de la madrugada. ¿Quieres probar? Ella se acercó a probar un sorbo del chilcano de pisco. Dos vidas no tienen que estar condenadas al sufrimiento. Aquello es lo que hubiera sucedido. Queso se hubiera metido en sus proyectos, ella se hubiera inmiscuido en los proyectos del Queso  (que eran: viajar, vivir pobre, sufir hambre, casi morir atropellado, despertar a media noche pensando en regresar, viajar en trenes con temor a ser atrapado y deportado, fumar todo tipo de porquerías en España, encontrar a una muchacha en un bosque de Leiría: ¿De dónde eres? ¿Quebec? Siempre he querido ir a Quebec. ¿Trabajas en Portugal? Mucho mejor, yo vivo en Porto. Haciendo libros para la comunidad, un proyecto muy bonito. ¿Tú eres enfermera? Tengo un dolor en el pecho, no sé qué tomar. Jamás hubiera encontrado a esa muchacha en Leiría, en ese bosque a la medianoche, si no recibía ese parte de matrimonio y decidía viajar.

Terminó su chilcano y la Gringa se acabó la botella de cerveza. ¿Dónde vamos? Aún hay lugares abiertos en Barranco y un taxi está casi esperándolos. El taxista abre la puerta. Ese no, dice la Gringa, como si supiera que aquél no era el auto donde el destino los estaba esperando, cruzando esa calle, ese barrio, ese semáforo en rojo. Esos son muy caros. «Mira, tomemos uno en la calle, ese que viene». ¿Tico? No quiero un Tico. Súbete nomás. Y ella al subir al taxi le coge con suavidad el poto y Queso piensa que solo los buenos amigos se pueden coger el poto de aquella manera tan suave y sin doble intención. Se sube al taxi y arrancan hacia Barranco.

Visitando la playa, publicado en FronteraD.

De joven nunca tuve problemas escogiendo dónde me gustaría pasar el verano. Mi familia tiene acceso, desde hace más de un siglo, a una playa casi privada. Las familias de los veraneantes vienen del mismo pueblo, y todos ellos están emparentados de uno u otro modo.

La playa se llama Silaca y queda a poco más de 590 kilómetros de Lima.

De Silaca guardo muchas memorias. Casi todas maravillosas. Muchas de ellas están condensadas en este cuentito llamado «Visitando la playa» que he revisado y reescrito varias veces desde el año 2005. Es un cuento escrito en un estilo muy clásico, sin más pretensiones que rendirle un homenaje a un paisaje y a la familia de mi madre, que siempre me recibió con los brazos abiertos, que me alimentó, que me cuidó y que aguantó los errores que cometía este limeñito sin conocimiento de los códigos del pueblo, que llegaba allí para alimentar sus fantasías de escritor. Hoy, este cuento  ha sido publicado por el generoso equipo editorial de la revista española online Frontera D, que reviso regularmente desde que hace ya algún tiempo me llegara un cuento publicado en ella por Edmundo Paz Soldán.

El epígrafe de mi cuento es de Hamlet:  el drama de un joven privilegiado lleno de dudas y de inseguridades. Así es el personaje principal de Visitando la playa y así me veo yo en ese tiempo, cuando visitaba esa playa, olvidándome de la Lima donde la mayor parte de mis amigos pasaban otro tipo de vacaciones; sintiéndome privilegiado por acceder a ese universo donde podía experimentar otras sensaciones; amar y desear de un modo distinto que en la ciudad.

Ahora, ya publicado, estoy seguro de que no lo volveré a revisar. Esta versión en FronteraD es la definitiva.  Ojalá les guste. El cuento viene con una preciosa ilustración de Raúl.

La mami

Se llamaba Mami. Vivía en un caserón virreinal, bello pero endeble. Luego de tantos terremotos uno se preguntaba por qué jamás se había venido abajo. La mami era adinerada, decían, pero vivía con medios bastante discretos en aquella mansión desde donde daba consejos. Se la entregó en consignación un cusqueño millonario que la conoció en Lima. Al poco tiempo de vivir en ella, la Mami convirtió a esa casona en un refugio: allí llegaban muchachos que iban al Cuzco buscando la energía mística de la ciudad imperial. Mami los recibía en su habitación, apoyada contra las almohadillas, sobre una cama de metal dorado sobre la cual se amontonaban una capa sobre otra de sábanas y edredones de seda; telas de colores–tesoros familiares que ella heredó de sus antepasados franceses–que a Queso le evocaron dormitorios de realezas europeas.

La primera vez que fueron a verla–casi antes de la medianoche–, Yuyo entró a su habitación, mientras Queso y la Gringa esperaban sentados en dos sillitas de una antecámara. La Gringa intentaba resolver un problema de hilos enredados de la chompa que tenía puesta, mientras Queso observaba con ansiedad los desperfectos del piso de madera negra y de los rincones donde se juntaban las paredes con los techos altos.

Queso no se había recuperado aún del todo de su excursión de la tarde a las chicherías de la ciudad. Tenía el estómago descompuesto, y hubiera preferido echarse a dormir, pero ya estaba hecha la cita con la Mami, y tanto la Gringa como Yuyo querían que la conozca.

Se escuchó una carcajada en la recámara y unos pasos lentos y graves que se acercaban a la  puerta. Esta se abrió con una fuerza medida. La Mami tenía un ímpetu atemperado, demostraba interés y franqueza sin dejar de lado una cuota de misterio, que le serviría de recurso–pensó Queso–cuando le tocara dar consejos sin haber comprendido el problema del todo. Tenía ojos muy grandes y azules. Su ropa parecía la continuación de su cama: trozos de telas vaporosas, combinaciones de colores superpuestos según el ánimo de su espíritu. Su edad era bastante indefinida. Podía tener 60 como 40 y tantos. Su piel delataba muchos cuidados, sin embargo cuando sonreía–después de cada breve frase, de cada consejo rápido–saltaban todas las arrugas alrededor de su boca y de  sus ojos. La piel de sus manos era la de una anciana. Sus dedos se veían frágiles: volaban en gestos cuando ella hablaba, daban la sensación de abandonarse al destino.

Salió de su habitación para darle un abrazo redondo a la Gringa, sin decir palabras; y otro en triángulo al Queso, bendiciéndolo y dándole la bienvenida al Cuzco

–¿Quieren cerveza? dijo después de saludarlos.

Sin esperar la respuesta, avanzó hasta el umbral que daba al patio y dijo un nombre. Apenas terminaba de resonar su voz, cuando chirriaron los goznes de una de las tantas puertas que rodeaban el patio. Desde ella apareció un muchacho de aspecto bellísimo: cabello largo, rizado y muy claro, con anteojos de borde negro; que se acercó corriendo para saludarla. Le dijo a la Mami que ya se había acabado la cerveza, que solo quedaban unas botellas de whisky y de vodka. La mami volvió al cuarto. Desde donde estaban parados la vieron abrir uno de los cajones de su mesa de noche y regresar con un billete. Despachó al muchacho con instrucciones para un six pack de cerveza: «Cusqueña por favor, y trata de que te la den helada. Nunca tienen cerveza helada en estas tiendas». Después los hizo pasar a su cuarto. El Queso y la Gringa se acomodaron al lado de las esquinas de la cama y Yuyo se dejó caer de espaldas sobre el colchón, muy cerca de la Mami. Ella le acariciaba el cabello, y él parecía gozar del cariño de sus dedos largos:

–A veces–dijo la Mami–uno se va al mercado en busca de un mandado. Un tomate, digamos. Salgo en busca de un tomate, así y asá, un tomate perfecto para preparar una ensalada, digamos. Entonces uno se va hacia el mercado, cruzando la plaza de lado a lado, pensando en el tomate. No se fija en el cielo azul, bellísimo después de toda la temporada de lluvias. Tampoco se fija en la Catedral, en la complejidad de su piedras talladas que arrojan unas sombras preciosas bajo el sol. Uno se va a buscar el tomate perfecto, y en el camino al mercado no ve ni las piedras incaicas, ni las flores que parecen abrirse para él, ni la señorita de ojos grandes y dulces que lo mira pasar, que hace un gesto de acercarse, pero que lo ve pasar tan rápido en busca de su tomate que se detiene y ya no lo saluda. Entonces uno llega al mercado y se va al puesto de los tomates, y no se fija ni en las lechugas, ni en los rábanos, ni en las hogazas de pan recién hecho, ni en las frutas deliciosas que esperan ser cogidas, mordidas y entregarle a tu boca toda su dulzura. No. Digamos que uno estira la mano y coge su tomate y se regresa feliz a la casa, apurado sin mirar a ningún lado, a nada, a nadie. Así es nuestra vida a veces. Está llena de cosas interesantes, de descubrimientos, de aventuras excitantes, que no vemos, que ignoramos, que desperdiciamos por tener un solo objetivo en la cabeza. Es una vida pobre. No porque tenga que ser así, sino porque nosotros lo decidimos así, cuando nos negamos a fijarnos en nada más que en lo que queremos.

Lllegó el six pack de Cusqueña y la Mami destapó cervezas para todos, incluso para el joven de anteojos de borde negro que se acomodó con las piernas cruzadas sobre la alfombra del dormitorio.

–Así era la vida de Sandro–dijo la Mami, señalando a ese muchacho. En Buenos Aires, recibido de doctor en energía nuclear, listo para ser un genio de la ciencia a los 21 años. Entonces se dio cuenta que todo lo que había hecho en la vida era estudiar. Que era un extraño en su familia, que sus hermanos no sabían cómo tratar con él, que para las muchachas parecía un idiota que sólo sabía de ciencia y de números. Se dio cuenta de que tenía todo lo que había deseado y que eso no lo hacía sentirse mejor. ¿Entonces qué hiciste, Sandro?

–Mami, tuviste que decir además que yo pesaba 250 kilos–dijo Sandro.

–No tiene mayor importancia.

–Para mí sí, Mami. Era una pelota de playa. Me había empezado a fijar más en mi cuerpo y lo odiaba. La noche en que me recibí de ingeniero entré en una gran crisis. Me encerré en el baño, me deshice del diploma mientras cagaba, lo partí en pedacitos y lo pasé por el water. Luego me corté las venas. Entonces Sandro les enseñó las dos muñecas con el rastro apenas visible de los dos tajos.

–Y cuando despertó en el hospital dos días después, sus objetivos eran otros–dijo Mami.

–Quería vivir. Me fui de mi casa, encontré amigos–no los mejores, es la verdad. Empecé a hacer cocaína. Perdí muchísimo peso, me fui a vivir con una muchacha adicta, al norte de Argentina. Nueve meses después de mi primer intento de suicidio me internaron otra vez en un hospital donde estuve en coma por una semana. Al salir de allí, tenía pocas esperanzas. Entonces vi a una enfermera, una muchachita trigueña y muy delgada, quien me observaba desde detrás del mostrador del hospital, cuando yo estaba saliendo. Ella me miraba como si me estuviera estudiando. Era una mirada de una compasión aterradora. Yo no me había visto en un espejo en mucho tiempo y no podía juzgar mi apariencia. Sin embargo ya entonces mi peso estaba por los 90 kilos y mi ropa era la que había empacado cuando salí de Baires y pesaba 250. Pero la cocaína me había arrasado el rostro, le había quitado la vida a mis ojos. Estaba listo, otra vez, para matarme. Entonces me detuve a mirar a la enfermera. La tengo que haber mirado con infinita devoción, porque ella se acercó y me dio un número de teléfono. “Si lo llamas, él te va a ayudar. Tu vida al fin tendrá sentido”, me dijo ella.  Pensé que me estaba dando el número de una iglesia, de algún cura. Recuerdo haber metido el papelito con el teléfono en el bolsillo de mis jeans pensando que me iba a decepcionar otra vez. Sin embargo no tenía grandes opciones. Estaba esperando el autobús. Me iba a buscar a la muchacha adicta que lo primero que iba a hacer sería enseñarme de dónde robarnos el dinero para comprar la coca. Yo sabía que no podría hacer aquello por más tiempo. Que después de hacerlo tal vez una vez o dos veces más, agarraría el valor para cortarme las venas o para lanzarme frente a las llantas de un camión. Así que me moví del paradero y me fui hasta un teléfono público en la puerta del hospital. De allí llamé. No era el teléfono de un cura, sino de un chamán.

Sandro miró alrededor. Sabía que su pequeña audiencia estaba intentando imaginarse cómo ese ingeniero nuclear con las muñecas tajadas y 250 kilos llegó a convertirse en lo que era ahora.

­­–El chamán me dijo que estaba esperando mi llamada. No solo eso. Me dijo que mis padres habían muerto en un accidente. Que no debía regresar a Buenos Aires porque mis hermanos estaban trancados en una batalla de mala sangre por el dinero de la herencia y las propiedades. Dijo que iba a recogerme, que lo esperara en dos horas en la gasolinera de la carretera 9. Lo fui a esperar. No solo por lo que sabía de mí–creo que en otro momento de mi vida aquella información me habría hecho huir–; sino porque me dio confianza su voz y porque, como ya dije, mis opciones eran mínimas. En ese momento me chocó percatarme de lo poco que me interesaba mi familia. Palabras como «padres» o «hermanos», que para muchos tienen un contendido sentimental muy fuerte, para mí eran solo sílabas unidas entre sí. Entendí que lo que necesitaba era llenar mi vida de sentido y que ese chamán me iba a indicar el camino.

Él llegó puntual,  en una camioneta amarilla y un poco oxidada; una pick up Ford de una cabina. Se llamaba Julián. Además de ser trigueño (extraño color para nosotros los porteños, pero que era tan normal en aquella región alrededor de Jujuy), Julián era alto y con contextura de ropero. Tenía una barba semigris y cuidada, el cabello completamente blanco, muy largo y amarrado en una colita. Lo primero que hizo fue darme un abrazo. Entonces empecé a llorar. Por un rato largo, consciente y muy avergonzado de estar mojándole el hombro con mis lágrimas, pero incapaz de contenerlas. Julián me dijo que allí se acababa una vida y empezaba otra. Me preguntó si no me importaba dejar las propiedas y el dinero–al menos por ahora, dijo–mientras me concentraba en un objetivo más trascendente. Si no me molestaba vivir entre las montañas, lejos de la gente. Le dije que quería cambiar, que no me importaba nada, que quería vivir, pero de otra manera.  Me dio un beso en la frente y me subí a su camioneta. Vivía solo. Yo iba a ser su asistente. Meses después le pregunté por qué me había escogido a mí y no a otro. Me contestó que yo era su misión. Cada cierto tiempo tenía misiones como la mía, que se las mandaba la madre naturaleza. Era energía descompuesta que tenía que ser reparada y puesta en marcha otra vez. Julián me enseñó a leer el cielo, a escuchar a las montañas, a ver ciertas cosas en los ojos de la gente. Estudiábamos al aire y a la tierra. Julián tenía una colección enorme de rock de los 70s y no era raro que nos quedemos por la noche escuchando a Led Zepellin y tomando cerveza. Una noche de esas, me contó cómo se convirtió en chamán. Tuvo una esposa y una niña, pero los perdió por culpa del licor. Entonces vivía en Córdoba. Conoció a una turista norteamericana que viajaba hacia el Perú. Después de pasar una noche juntos, ella lo invitó a acompañarla. Cruzaron Bolivia en un par de semanas, se alojaron unos días en una isla en el Titicaca y al final llegaron al Cuzco. Julián dijo que para entonces ya no eran pareja. Él había vuelto a tomar, dormían en el mismo cuarto pero en camas distintas, y Julián se emborrachaba tanto que ni distinguía a los hombres que se acostaban con la mujer. En un pueblo del valle del Urubamba, un indio lo encontró tumbado a la salida de un bar y se lo llevó cargado. Julián me dijo que despertó de la borrachera en casa de este hombre y pensó en huir. El indio sólo hablaba quechua pero de una manera tan clara que Julián entendió todo. Ese día parecía que iba a granizar y las siembras de su gente estaban a punto de ser cosechadas, el hielo las iba a arruinar. El indio lo estaba invitando a que sea su ayudante y lo acompañara. Julian aceptó. Le dijo que iría con él pero que después se largaría. Así que ambos subieron a un monte cercano donde el indio preparó una infusión con mezclas de hierbas y hojas de coca. Julian me contó que se arrodillaron y el indio empezó a rezar. El indio besó la tierra y abrió el pequeño morral que cargaba cruzado sobre el pecho. Sacó una vara. Se levantó con lentitud y alzando la vara hacia el cielo, hizo un movimiento brusco de un lado a otro: las nubes que tapaban el cielo se movieron, se disolvieron y brilló el sol. Julián se quedó helado. Atribuyó el milagro a su resaca, a las hojas de coca, a las hierbas de la infusión. Sin embargo al regresar, la sala de la humilde casa del indio estaba repleta de las ofrendas: sacos de todo tipo de grano; tamales y otras comidas; gallinas y cuyes amarrados a las patas de las sillas; y porongos repletos de chicha. Julián le dijo al indio que quería aprender. Éste le señaló un cuero de llama tirado sobre la tierra del suelo: su cama . Julián se quedó allí, durante algunos años, como aprendiz.

–Por eso es que cuando yo pude salir; después de aprender, de vivir con Julián durante casi tres años, después de olvidarme de aquella pesadilla que fue mi vida, listo para regresar a Buenos Aires y recomenzar–de cero, sin carga–lo primero que quise hacer, antes de volver, fue venir al Cuzco. Y acá, encontré a la Mami.

–¿Y has buscado al chamán que le enseñó a Julián?–preguntó la Gringa

–Se murió hace varios años. Julián ya me lo había dicho porque al parecer conversan de vez en cuando. Sin embargo fui a su tumba y dejé un regalo.

–Chicos: mañana vamos a ir al valle porque es noche de luna llena–dijo la Mami. Vamos a hacer una sesión de San Pedro ¿Quieren ir?

La Gringa

1.

¿Por qué le decían Gringa, si no lo era? ¿Por qué le decían blanca? Si su sangre y su piel tenían un poco de india, de negra, de blanca mezclada con todo. Así que había que aceptar nunca ser parte de ellos, venir de una clase acomodada, ser gringa porque eso significaban sus ojos, sus modales, su forma de vestir, la música que escuchaba, los libros que leía. Mira, si escuchara a Madonna y a Michael Jackson, hasta a Cobain, mira, te atraco. Pero si yo sólo escucho a Charly, a Spinetta, a Fito. Si ni siquiera sé leer en inglés y me encanta Argüedas, Cortázar, Benedetti…

El Queso aprovechó el siguiento trago de su vaso de chilcano de pisco para mirarla otra vez, para ubicarla en esas calles donde ella caminaba todos los días, entre esos muros de nueve y dieciséis ángulos por donde la Gringa se paseaba con su cámara fotográfica intentando retratar la hora de su vida. Con esa mochilita donde cargaba sus lentes, su ojo de pez, su teleobjetivo, sus filtros, intentando retratarlos, ser fiel a sí misma, mirar más allá de donde le habían enseñado sus ojos maleducados en Lima, en colegio de niñas ni más ni menos, en una academia privada, en sus caminatas de medianoche por el malecón, aproximándose a la baranda, dejando que su cuerpo se meciera y su cabello flotara hacia el Océano Pacífico. Allí nadie la hubiera llamado Gringa, tenía razón en quejarse. ¿Por qué pues? ¿Por qué aceptar esa otra forma de racismo? ¿Por qué doblarse ante la ignorancia, ante la falta de interés por saber que este país no era solo de indios, que le pese a quien le pese existía, para bien o para mal toda una corriente de inmigración europea desde los 1500, que así ellos hayan saqueado y sembrado sus iglesias sobre las paredes de los incas, este país era más colores que marrón ¿No tenía derecho a reclamar ser llamada por su nombre? ¿Qué justicia tenía pasar tanto tiempo tratando de descifrar una cultura si te miraban todos y te catalogaban inmediatamente como extranjera. Si por lo menos te llamaran limeñita, sin ofender, pero al menos entonces podrías defenderte, asumir los vicios de venir de la capital y las culpas del abandono de la montaña por la ciudad, de la centralización, de tantos siglos en los cuales nadie se fijó que el país estaba más allá de esos cerros que rodeaban el centro de Lima. Pero por favor, el país también estaba entre estos cerros, pegado a ese mar donde ella se asomaba a mirar, a imaginar, algunas veces, que podía dejarse caer, flotar, volar hasta el suelo. Y Queso la miraba otra vez, estaban cerrando ya, le estaban pasando el papelito con la cuenta, lo estaban invitando a moverse de aquella mesa en el rincón del bar donde se había instalado tan cómodo a contemplar a La Gringa, a contemplar el pasado, su pasado, el de él, porque nunca hubo nada entre ambos, si bien todo estuvo claro de su lado, jamás se arregló esa situación tan poco franca con la que él diez años atrás (exactamente la misma fecha, pensó el Queso, exactamente, pensó otra vez y ya no supo si era el pisco que le hacía imaginar fechas o era verdad, que alguna vez, en el vértigo de una mañana él decidió comprar un pasaje e ir a visitarla). La miró de nuevo y se imaginó cómo podía caminar la Gringa con su mochilita entre tanta piedra, tanta mirada, entrando en esa caverna convertida en casa social, club y discoteca donde solían sentarse ella y el Yuyo a mirar el techo, a decirse lo hicimos, estamos viviendo nuestro sueño, hemos dejado Lima y nos hemos ido a vivir en esta ciudad y todo va a salir bien como en la canción de Charly: Seremos ambos pasajeros en trance. La Gringa un poquito más flaca que al despedirse del laboratorio que su padre la dejó armar en la casa, de sus hermanos que consintieron en acompañarla hasta el aeropuerto y a darle el adiós a esa mala idea, tal vez ya viéndose otra vez recibiéndola, cargada de una maleta muy poco pesada y tantos recuerdos un poco incómodos, un poco fuera de lugar recordar. Así entraron, ambos viviendo la novela y Queso en Lima, recordando un intento de besarla, atormentado porque sus labios quisieron acercarse y ella miró para el otro lado, donde el último disco de Spinetta sonaba a varias revoluciones por minuto y decía muchas más cosas que las que él estaba preparado para oir. La Gringa y su Yuyo vivieron la novela. Entonces, una mañana cualquiera, hace exactamente diez años, cuando Queso ya había aceptado órdenes y contraórdenes y escuchado sugerencias y buenos consejos y apelaciones al sentido común, en aquella telenovela donde él era la víctima y ellos los felices herederos de las llaves de la felicidad; Queso se revolvió entre las sábanas y se levantó queriendo volver a mirarla. Quería escaparse de todo entre sus ojos, sucumbir a cierto modo como pronunciaba ella sus ideas, al ritmo con el cual mecía su cintura cuando caminaba con él y le enseñaba ese paseíto entre Miraflores y Barranco por donde ella caminaba siempre para ver el mar. Y fue. Hubiera llegado a tiempo y a la hora al aeropuerto, pero tenían que suceder otras cosas: Se le ocurrió al Queso preguntarle por teléfono si la Gringa deseaba que le llevara algo, si extrañaba alguna cosa de Lima. Y a la Gringa se le vino el antojo del turrón de Doña Pepa, que se puede conseguir en cualquier bodega de Lima durante el mes de octubre de los milagros, pero antes y después de octubre solo se consigue en esa tiendita frente al colegio de la Gringa. En esa callecita por donde iba su movilidad, la que la dejaba en las mañanas con su falda azul y blusa blanca, las tiritas afuera y la chompa de mangas demasiado largas; “aunque tal vez–le comentó una señora de pantalones apretados que pasaba frente a la puerta metálica cerrada porque la tiendita solo abría hasta las seis– ¿ha intentado en el Centro?¿En la Avenida Tacna?” Y si bien el Queso sabía que en la Avenida Tacna era donde hacía muchas décadas se había jodido el Perú y que por allí sus compañeros de la universidad empezaban a hacer sus prácticas en la sección de deportes del diario Expreso, no tenía mucha idea de cómo se llegaba manejando hasta la avenida Tacna. Pero llegó. Allí estaba en letras gigantes y moraditas la tienda central de los turrones San José, que son–como todos los peruanos sabemos–los más suavecitos, aquellos que cualquier Gringa que se preciara, se antojaría de comer en esa temporada fría y de lluvia serrana a donde el Queso quería ir porque no soportaba no poder verla. Así y todo hubiera llegado en punto al aeropuerto del Cuzco si hubiese seguido de largo por la Via Expresa y no se le hubiese ocurrido visitar a una amiga a mitad de camino, sin saber nada de aquella ruta por la que nunca viajaba–porque, para ser francos, a los pitucos de la Universidad de Lima les interesaba muy poco manejar hasta el Centro de Lima, mucho menos de noche, para comprar turrón. Entonces chocó, lo chocaron mas bien, por detrás. Me chocaron, Gringa. Ahí se empezó a descomponer toda la idea de llegar a tiempo al Cuzco.Y así regresó muy tarde a la casa, después de pelearse al costado de la Vía Expresa con el conductor del otro automóvil porque él no quería tener la culpa de chocarlo por detrás. Porque ese malcriado no quería pagar por los faros rotos. Se acostó muy tarde y no se pudo levantar al amanecer. Así que llegó un avión después, cuando la Gringa ya se había marchado del aeropuerto, entre esas callecitas de piedra donde ella y Yuyo vendían cerámicas, pedacitos de yeso con motivos pre-incaicos, soñando todavía en que se podía construir un paraíso entre los museos de piedra, entre las paredes de esa ciudad que se parecía tan poco a su infancia, a su adolescencia. Creyendo con firmeza que podían aprender y fundar algo que se llamara hogar, futuro, familia, etc. Entonces Queso miró otra vez sobre su mesa en el rincón del bar, ese papelito que decía “Pagapé”. Antes de pagar, Queso se terminó el último trago de su chilcano de pisco y sugirió que lo más apropiado era moverse a otro local ¿no? Total la noche es tan joven. Y ya vas llegando, vas llegando otra vez al tema de fondo. La identidad que no tienes, que construyes, la identidad que se basa en demasiadas cosas al mismo tiempo pero que algunos quisieran fundamentar solo en el color de la piel, documentar basándose tan solo en el lugar de nacimiento, como si no fuera duro para quienes nacen en una nación resquebrajada desde tanto tiempo atrás, moverse en ese universo nacional donde a uno por no ser como tienes que ser, es decir cobrizo, ni escuchar la misma música que todos ellos escuchan en la radio, es decir cumbia, chicha o como quieras llamar a esa mezcla nueva y tan moderna; se pierde la peruanidad. Tanto hablan de mezclas, oye; y se dice tanto sobre el mestizaje,  entonces ¿Por qué yo tengo que ser “Gringa”? Y sin dejar de reconocer las ventajas cuando uno viaja, de poder mezclarse mucho mejor en una ciudad europea, en los Estados Unidos, donde solo ser cobrizo ya implica pertencer a una cultura que no es muy occidental. ¿No será mucho peor, digo yo Gringa–dice el Queso–parecer indio y no serlo? Es decir, si tu aspecto fuera peruano-peruano, no sería mucho más fregado viajar y que todo el mundo te pregunte si tocas quena, si escuchas música andina, si hablas quechua. Porque conozco amigos que escuchan la misma música que yo, que leen lo mismo que yo leo y viven en el mismo círculo que yo vivo, pero parecen más peruanos que yo ¿Entiendes? ¿No será más feo? Como tanta gente que se va a Italia o a Alemania a vivir, que exigen su nacionalidad por el pasaporte y reclamando derechos de sus ancestros para luego llegar a las calles de Berlín y no saber qué decir, o pisar el aeropuerto de Roma creyendo que va a ser fácil comunicarse en español, entendiendo a último momento que aquellas clasecitas que les sugirieron tomar en el Antonio Raimondi no hubieran estado nada mal…La identidad ¿Qué identidad tienes tú, Queso? Peruano, mezclado, se nota ¿o no? Mira esta nariz, mira esta boca, de indio como de blanco, qué ridículo que sería llamarte blanco, desconocerte como peruano. Y sin embargo le ha pasado, Gringa. Ha llegado a un tren, rumbo a Arica y unos hombres se le han acercado a pedirle que él “por ser chileno” les pase algún bulto por la frontera. Y no le creen, lo miran como bicho raro, aún después de haberles enseñado el DNI. Soy tan peruano como ustedes señoras y señores. Que tengas que llegar a ese punto, qué bravo. Que no te consideren su compatriota porque eres tan diferente de ellos, y en ese punto, bueno, basta comprobar la experiencia de subirse a una combi, cualquier combi. A ti te debe haber pasado: levantar la cabeza de repente, mirar alrededor y darte cuenta que el único en toda la combi que tiene tu color de piel eres tú, que todos son mucho más cobrizos. Entonces la entiendes. Para la Gringa debe ser peor, porque teniendo la piel tan blanca, los ojos tan verdes, el cabello tan amarillo, mezclada en estas callecitas, caminando como ella camina, como si el mundo jamás se fuera a terminar, como si todos tuviéramos que esperar a que ella pasara, pero a la vez con esa urgencia inmensa por entender su situación en ese rompecabezas, queriendo ser parte de un proyecto más grande y sintiendo la frustración de no poder considerarse ante los ojos de ellos, de los que pasan por su costado en el Cuzco, ni siquiera peruana. Ser extranjera de arranque. De qué te sirve entre ellos saber que eres tan nacional como ellos si sabes que te miran distinto. Y tú miras distinto también, pero quisiera creer que es porque tienes el ojo artístico, de fotógrafa. Al menos así siempre lo he entendido yo, dice el Queso. Desde que la vio en esa primera exposición de sus trabajos de diseñadora gráfica, parada en esa esquina, con una copa de vino en la mano. Tantas veces la había visto ya en esa posición. Por ejemplo, cuando la Gringa se cachueleaba como super modelo, con ese vestido blanco, al lado de un automóvil ultra moderno, repartiendo volantes sobre la marca, información adicional sobre el motor. Sin embargo, hasta ese día la había visto siempre como la novia de su primo hermano, la enamorada eterna del colegio, la artista que había conocido el Yuyo en esas fiestas de promoción a las que se colaba aprovechando que tenía una mancha de amigos que corrían tabla cuando se iba con ellos no a correr tabla sino a mirar el mar, a encontrar inspiración, para poder pintar ese cuadro inmenso que Yuyo, su primo hermano, sabía que un día iba a pintar, que iba a empezar a bocetear de joven y solo iba a culminar de viejo, poco antes de que le avisaran que se lo tenían que llevar de emergencia al hospital para que se muera: “Un cuadro eterno, Queso”–le dijo una tarde allí en el Cuzco, cuando Queso ya no lo miraba con ojos de primo hermano sino como a un rival.

Así que en esa exposición, bajo la luz blanca de aquella galería donde ambos estaban exponiendo sus diseños, cuando Queso la seguía viendo como la novia de Yuyo, se acercó a saludarla como se saluda agradecido a la mujer hermosa que se acerca cruzando la sala para darte un enorme abrazo y probarle a todos esos otros hombres que te están viendo desde sus esquinas de artistas incómodos, poco convencidos, inseguros, que no eras un “Loser” más, que no estás allí para levantarte a nadie, para ver qué liga, para mirar distraidamente si alguna chica se acerca a ver tus diseños de principiante colgados en la pared de la galería, para en secreto inflar el pecho y darte ínfulas y llenarte de dicha y amor por una extraña a la que tal vez, tal vez, te acerques a insinuar que tú eres el artista. No, esta vez allí estaba la Gringa para cruzar a toda prisa la sala y darle un abrazo como ese de las películas; y él mirándola, a su futura prima, buscando a Yuyo en algún rincón, para ir a tomarse unos tragos después de esta aburrida presentación ¡Quién quiere ver los cuadros de uno colgados! Habiendo tantos lugares para ir acá en Miraflores, o en San Isidro, o en La Noche de Barranco, listo para decirles que él los invita, porque sabes que si bien los papás de Yuyo, sus tíos, tienen algo de plata, su primo desde que se ha dedicado al arte camina siempre con una mano adelante y otra detrás, pero feliz, pensando en ese cuadro eterno que va a pintar un día con los colores del crepúsculo del mar de Lima; mientras que al Queso, la buena fortuna lo está llamando por fin, después de haber pasado un par de años sin suerte, por fin te han contratado, de presidente editorial nada menos, productor general de los proyectos artísticos de esa gran empresa gráfica, y ahora que los cheques le empiezan a aparecer gorditos y puntuales en su cuenta de ahorros, pues tal vez será la hora de invitarle unos tragos al primo, aunque sea unos años mayor que tú. Al primo y a la futura prima que por lo que parece ha decidido ponerse seria mezclando su fotografía y el diseño digital, tan seria que la han premiado, con una medallita que va a adornar la sala de la casa de sus padres, o tal vez a mezclarse primero entre las sábanas de ese cuarto catastrófico y tan de artista donde a veces los sábados Yuyo lo deja entrar, tal vez solo para que vea lo feliz que se puede ser sin dinero pero durmiendo al lado de la Gringa el fin de semana. A sentarse los tres en ese colchón radioactivo, donde todavía se respira un verano más o menos hippie, y al fin y al cabo son todos de la familia, son todos Carbajal ¿no Queso? Allí lo está buscando a su primo, el del cabello más largo de la familia, el de la sonrisa, el de las borracheras que jamás se acaban, que nunca terminan si no ha llegado una o dos veces el alba y que pueden prolongarse en varios lugares diferentes de la ciudad para conversar de la vida, del arte, de Charly “Porque Charly se tira un pedo y yo me lanzo a olerlo primo”. Así que tal vez los pueda invitar esta noche a los dos ¿Vamos?

–Hemos terminado, Queso. Hace tres meses que no estamos.

Y esas palabras tal vez explican todo. El por qué Queso está allí, con ella, diez años después. Se explica el cuándo y el cómo se entremezclan las cosas y se complican como nunca se había imaginado antes. Explica también el choque, el turrón, la caminata por el malecón donde el Queso se asomó al mar al costado de la Gringa y le dio ganas de en algún momento saltar a volar juntos. Explica la llegada en el segundo avión, la identidad, la enemistad con un primo hermano que siempre será tu primo hermano, aunque él quisiera otra cosa, aunque hubiera mil perdones, excusas de por medio, incluso oportunidades y sacrificios, llanto, desesperación, viajes interprovinciales e intercontinentales para olvidar. Caminan por el malecón después de pagar, la noche es muy joven, es cierto, y la Gringa está contando otra vez un poco lo que pasó hasta entonces, cómo así llegó a este lugar donde está ahora–con dos hijos, divorciándose–como así la encuentra después de tanto tiempo. Que sí, que quería verla, que le interesaba saber cómo se sentía. Cómo un día miró Queso la herida, y se dio cuenta de que había sanado y que tal vez, como le dijeron tantos amigos consejeros, no debió meterse en una relación en la que no tenía ningún sentido una tercera persona, un ángulo incorrecto desde todo punto de vista. Han caminado unas cuadras, el Queso ofrece tomar un taxi para ir hasta el mirador desde donde, tal vez, todavía se podrían sentar en una mesa y observar el mar. Sabe que no está pidiendo nada de más, que la Gringa sabe que las estrellas son generosas y que son otras circunstancias. Han salido de la galería y Queso ya sabe que ella no es más la novia del Yuyo. Y la Gringa está ofreciéndole a Queso salir uno de estos días al cine, ir a ver alguna película, tomarse unos tragos. Queso era muy joven y estúpido entonces, como todos los artistas frustrados de 23 años que han crecido en cierto círculo social de clase media blanca, limeñito, blanquiñoso, dejémoslo ahí, para no volver a insistir en el tema de la identidad. Y también tiene él sus rollos andando por otro lado que no le conviene ni discutir, que no debería discutir, pero por qué no. Así que salen, hace 10 años, y se van conversando por el costado del mar; y 10 años depués se van conversando por el costado del mar, entre esos diez años y este momento, entre esa Gringa y esta Gringa, entre esa noche y esta noche, todo está por explicarse.

Sentía una gran desesperanza. Por primera vez la Gringa hablaba de aquello. Yuyo no estaba vendiendo sus cuadros, no encontraban más trabajo que algunas cositas sueltas, cachuelos por aquí y por allá. La Gringa estaba tratando de que la contraten como responsable del archivo fotográfico de la Casa de la Cultura y estaba en conversaciones, pero eso podía demorar ¿Y mientras tanto? Su papá le había mandado un poco de plata, pero le daba vergüenza pedirle más. Ella se había mudado con la historia de que en el Cuzco todo sería más fácil, que la vida de artista estaría combinada con una vida económica, sin penurias y sin hambre. Era temporada de lluvias y no hay ningún turista que compre artesanías. En el teléfono se podía escuchar el crepitar de las gotas furiosas contra las piedras de las calles alrededor de la Plaza de Armas. Había silencios que él interpretaba como estrofas inexplicables, canciones que podrían explicar todo, himnos al amor que él también conocía pero de los cuales en ese instante no se sabía ninguna de las letras. ¿Era así? ¿De eso se trataba ser feliz? Los tres estaban buscando la felicidad por caminos distintos. Había tanta poesía en esa historia de irse a vivir el sueño de artistas, de rentar una casita con patio, una pequeña comunidad artística a tiro de piedra de la fortaleza de Sacsahuamán, vivir de las cacerías de los gringos entre las calles del Cuzco por artículos interesantes, por arte que no fuera el típico y convencional cholito con la llamita, la chompa con diseños de montañas, de alpacas. La Gringa y el Yuyo acuclillados sobre un plástico azul debajo de la piedra de los doce ángulos, ofreciendo pedacitos de pinturas, muñequitos que hacían con arcilla, reproducciones de las fotografías que tomaba la Gringa y abstracciones con motivos incas. Detalles que podían quedar bastante muy bien en una sala con ventana en un departamento pequeño en Auckland: como el departamento que dice que tiene Olga, una muchacha flaca y de intensos ojos marrones, que le da su tarjeta, no a la Gringa, sino a Yuyo. Y Yuyo que se la mete con rapidez al bolsillo y le sonríe, y le pregunta algo sobre Nueva Zelanda en inglés. Yuyo que le explica a la Gringa que Olga tal vez quiera comprarle más de esos cuadritos que ha diseñado ella. Inspirada en diseños míos, Queso. Eso le dice en el teléfono la Gringa, un poco harta de las bromas, pero sin estar muy segura de estar haciendo lo posible, mientras se escuchan en el auricular los chorros de agua de lluvia que se deslizan por las tejas rojas de los techos y golpean con estrépito el cuadrado de la plaza. Felizmente hay un locutorio en cada esquina, Queso. A éste número me puedes llamar porque ya me conocen; les puedes dejar un mensaje para mí, les puedes dejar dicho a qué hora me vas a llamar y yo te espero. Queso: Espero que tú me llames. Entonces, piensa el Queso, aquello tampoco era la felicidad. Él estaba haciendo muy bien en olvidarse del arte. Ya ni siquiera boceteaba en sus horas libres, la computadora la estaba utilizando para descubrir las infinitas posibilidades del Photoshop, del Illustrator, del Quark Xpress y la empresa le estaba pagando un sueldo sustancial, con la promesa de nuevos proyectos que empezaban  a llegar, que con la promesa de la vida después de la muerte, de la revolución modernizadora de las empresas que llegaban y empezaban a invertir en el país, Queso podía imaginarse que iba a ascender, que el dinero en dólares iba a llegar y que su promesa de quedarse a vivir para siempre en el país con un trabajo bien pagado era una realidad. Esa también era la felicidad, la estabilidad, la seguridad de que no te puede faltar comida, que si abren una nueva cebichería en un  antiguo garaje puedes ir a almorzar, llamar por el celular a tus amigos que también están colocándose en puestos importantes, que ya tienen sus tarjetas que dicen Gerente general, Editor general, Jefe de redacción, Presidente del directorio.  Si bien a veces, como hace unos años, cuando dejó su primer trabajo, se encontraba con pintas en las paredes como aquella de la Avenida Benavides: “No dejes que se mueran tus sueños, imbécil” ¿Y no era su sueño ser artista? ¿Hacer sus historietas? ¿Era acaso éste su sueño: Despertarse a las siete de la mañana para ir a trabajar, de lunes a viernes, engordar en los nuevos garajes convertidos en restaurantes, luego vagar por las calles hasta algún bar, tomar unas copas, después largarse en su auto nuevo, en su cuatro por cuatro, a bostezar en la Javier Prado hasta el nuevo departamento, el de tus sueños, con guachimán y cochera privada? Y extrañando en el teléfono a la Gringa.  A ella que estaba viviendo su sueño, corriendo bajo esa lluvia intensa que atoraba de barro los desagües del Cuzco, hacia esa casita de adobe y quincha a donde llegaba empapada, protegiendo con ambas manos al maletincito con la cámara fotográfica. A la Gringa que sacaba del bolsillo de sus jeans, debajo del impermeable, esa llave oxidada y grande, la llave que abría el cerrojo de ese portón de madera pintado de celeste. Para correr otra vez y meterse a su cuarto, alrededor de ese patio de piso de piedra donde una vez  ella y Yuyo llegaron de Lima, para celebrar la realización de sus sueños de pareja adolescente, que todo lo puede, que no se amilana ante nada, que no puede dejar que la falta de dinero les arrebate esa llamita que arde dentro de sus corazones de artistas. Porque Cuzco es el ombligo de los sueños, allí se llega a buscar la armonía con el centro magnético de la tierra. En esa casita celeste de piedra, no está Yuyo esta noche. La Gringa siente más pesadas esas botas de cuero que se compró en Inglaterra. Dentro de su cuarto, se sienta sobre el colchón de su cama y las mira, todas salpicadas de barro; se saca las botas haciendo fuerza contra los maderos de su cama, esa cama debajo de una bóveda de vidrio por donde se pueden ver las estrellas que bailan sobre el Cuzco. Ya se ha olvidado que Queso le ha ofrecido volver, porque no tiene sentido. Si ya vino una vez, si ya se dio cuenta que esta historia no tiene salida ni final feliz. Allá en Lima se puede dejar llevar por la corriente, seguir su sueño de ser ejecutivo de su propia empresa editorial, tener en sus manos las decisiones de publicar a tal o cual autor, de hacer libros retrospectivos de los historietistas que admira, de Juan Acevedo, que ya le ha dicho en una reunión que estaría encantado de publicar tantas tiras de los 70s y de los 80s que están por allí desparramadas. Juan, artista a tiempo completo, de izquierda, con compromisos sociales y ojos de uva, bien blanco, cabello castaño claro. Queso se preguntaba si no tendría los mismos problemas de identidad de La Gringa, claro que él había solucionado todo volviéndose famoso, volviéndose el responsable de un arte que hablaba desde el Perú y sobre el Perú; que militaba con los objetivos de transformación en los que él creía. Que casi eran los mismos de la Gringa y de Queso, si bien Queso engordaba comiendo jaleas en ex-garajes y haciendo nada que se pareciera ni remotamente al arte de Juan, vendiendo sus ideas y sus sueños por un cheque gordo al final del mes, su ambición de ser feliz siendo artista por la seguridad del carro y del depa, en busca de la bella mujer.

¿Tuvo el amor algo que ver? Es que acaso era parte de la misma búsqueda. Juan había encontrado lo que quería, él era feliz con la tinta negra desparramándose sobre sus dedos, construyendo ese mundo de cuadraditos, de rectangulitos, de crash boom y zap, donde El Cuy, el Perro, La Araña No, avanzaban por sus aventuras en un país construido a medida del sentido del humor comprometido con la historia de amor de su autor. Queso y la Gringa y el Yuyo eran personitas insignificantes buscando todavía el camino, encontrándolo y perdiéndolo otra vez, sin compromisos, egoistas en el sentido de que su arte era una tema que les servía para ocultar que no tenían el valor de enfrentarse a temas más grandes, a las dificultades de una pareja, a la necesidad de seguridad. Juan tampoco había tenido una vida sin accidentes, su vida sentimental era parecida al caos de la informalidad, sus batallas no siempre se libraban con la seguridad de la estabilidad económica a fin de mes. Lo podían llmar para un trabajo como podían también ignorarlo. Si él se hubiera sentado al lado de Yuyo para que le explique su idea del cuadro eterno, del crepúsculo que se va pintando toda la vida y se termina con un último brochazo antes que lo vengan a buscar para morirse, tal vez Juan le hubiera dado un buen golpe, no le habría molestado reirse en su cara, pedirle que se pusiera serio, que se ensuciara un poco las uñas de las manos, que la vida no era así, tan fácil. Tal vez les daría crédito por intentarlo, por sentarse a vivir entre las piedras, a vender su arte debajo de una roca sin más comida que una lata a mediodía, sin más esperanzas que las de una luz que un día se despegaría del techo, les alumbraría el rostro y los haría reconocidos como dioses, como los nuevos Humareda, Chávez, Szyslo, los predestinados a modificar el arte peruano en el siglo XXI, los iluminados. Tal vez Juan tampoco tendría piedad de los sueños de la Gringa, de verla correr entre los chorros de agua y los relámpagos por esa callecita inclinada donde los indios vomitaban al bajar del cerro para ir hacia el mercado, hacia sus fiestas, hacia esa ciudad que ya se parecía cada vez menos a la de su infancia, ahora llena de negocios, de turistas, como esa Gringa que acampa con su marido, sentados sobre un plástico azul, y vende pedacitos de pinturas a extranjeras que deciden inclinarse, mirar más de una vez, imaginarse esos retazos de arte inca colgados de las paredes de sus amigos en una ciudad europea. Y Olga, la turista australiana, que decide invitar al artista, tomarse unas cervezas, saber otra vez qué espera Yuyo de ella, escuchar tal vez la historia, muy seductora, de un cuadro de un crepúsculo perfecto. Acaso le quedaba a Queso la excusa del destino. Que como la identidad era impredecible y veleidosa, que la puso a la Gringa en una galería bajo la luz perfecta hace diez años, que la hizo verlo a él, desamparado y artista también, correr a abrazarlo, invitarse a seguir caminando con ella por el malecón, a volver a esas calles como amigos, porque “ya hace varios meses que no estoy con Yuyo”. Si solo entonces Queso hubiera sabido la razón por la que ella y su primo ya no estaban, si hubiera sospechado que todo no puede ser tan simple ni tan superficial como las rupturas que él imaginaba. Y si tan solo hubiera escuchado las voces que le sugirieron alejarse. Queso puede decir bastantes cosas, el destino es una máquina con auto generador, con cables sueltos. Cómo iba a saber él que después de la galería ella lo iba a llamar, que lo iba a invitar a verse. Y la Gringa no sospechaba siquiera, o tal vez sí, porque la Gringa podía leer los ojos con la misma facilidad con que leía la fortuna en los dados, que Queso tenía el corazón peor que roto por aquella aventura con la abogada de la compañía. La Gringa no podía tener idea de las sospechas, de las dudas, de la miseria que le carcomía el corazón al Queso, cuando ella lo llamó para decirle si quería ir al cine. Y Queso, que se había precipitado hacia el teléfono, pensando que era la abogada, que tal vez lo llamaba para disculparse, para decirle que si le había hecho daño de algún modo no había sido intencional, que la perdonara, que estaba otra vez a punto de enamorarse de él pero que tenía que tenerle un poquito más de paciencia “porque las mujeres somos así”. Así hubiera sido culpa del Queso malinterpretar la invitación al cine con el destino. Un clavo que saca otro clavo, hubieran dicho con cierta calle y certeza sus amigos del trabajo. A los que no podía contarles nada porque a la abogada todos la conocían y tal vez no eran tan tontos y ya se habían dado cuenta de que él babeaba por ella. Y llegó el Queso al Cuzco,  por segunda vez, para encontrarse con la Gringa a la salida de una lavandería, con la ropa caliente y bien doblada en un cesto de mimbre. Él no cargaba sino una pequeña maleta con una muda de ropa y dos fotografías de formato grande envueltas en papel Kraft que había recogido de la casa de la Gringa, que ella esperaba vender a un bar que estaba por abrir al costadito del Kamikaze, ese hueco legendario del Cuzco subterráneo. Dos fotografías que había compuesto durante intensas semanas de laboratorio en San Isidro, dos juegos de espejos y luz en blanco y negro, que compuso pensando en una galería pero que estaba dispuesta ahora a vender por cien soles para que adornaran la pared a la entrada del bar. Allí donde entran tantos turistas y tal vez, quién sabe, alguno se le puede ocurrir levantar los ojos, mirar a los espejos y la luz en ese papel fotográfico en blanco y negro y después preguntar de dónde ha llegado el talento a esta fotógrafa que juega tan bien con los espejos y con la luz. Y ese turista tal vez tendría gran necesidad por dos fotografías como aquella para su estudio en Tel Aviv, tal vez tendría contactos con una compañía de arquitectos que estaba interesada en fichar a fotógrafas como aquella, de piernas largas, de ojos azules, de deseos perdidos en una tormenta de lluvia y en callecitas de piedra. La mamá de la Gringa había hecho esperar a Queso en la sala. Lo había mirado con curiosidad. Tal vez quería contarle toda la historia, darle detalles. Al Queso se le ocurrió que la mamá estaba estudiándolo para saber si “este tipo traerá a la Gringa de vuelta a Lima”. Si él le sacará de la cabeza esas ideas tan tontas de vivir la vida del artista. Si él la ayudaría a sentar cabeza y formar un hogar, tantas cojudeces que se le ocurrían entonces al Queso desde su perspectiva de ejecutivo de la editorial. Sin embargo la mamá no quería decirle eso. Queso sólo lo entendió después, ya mirando para atrás, coleccionando las piezas del rompecabezas una por una. La mamá de la Gringa lo que hubiera querido es sentarse con él, en la salita de la casa, y explicarle las mismas razones que Queso ya había escuchado antes en boca de otros, los mismo motivos por los cuales no debía aproximarse demasiado a esos dos, por las cuales tenía que dejarlos solos y no entrometerse. Si la mamá le hubiera tenido suficiente confianza, hubiese abierto una botellita, se habría sentado con él en la sala y, antes de entregarle las fotografías en el papel Kraft, le hubiera contado la historia completa que entonces Queso no conocía, le hubiera dado los datos que necesitaba para no perderse en ese segundo avión que lo llevaba para ningún lado. La mamá de la Gringa le hubiese amarrado los cordones de los zapatos para que no se caiga otra vez, añadiendo que su historia con la abogada podía ser mucho menos peligrosa que este viaje, que esas dos fotografías envueltas en papel Kraft, que él llevaba con la misma ilusión con la cual antes le había llevado el turrón de Doña Pepa. Ya sabes que gracias a ese viaje, Queso chocó su auto. A pesar de las horas que discutieron los detalles y las responsabilidades de pago, a pesar que el tipo de atrás, el que no supo frenar, le ofreció su tarjeta y un taller donde podía planchar todo y darle nuevos faros, allí estaba todavía su carro con la abolladura y el faro roto, con los cablecitos colgando. Pero la mamá de la Gringa apenas lo conocía así que no le invitó una botella. Supuso que si Queso era primo hermano de Yuyo, ya tenía que conocer también la historia. Ella no sabía que, a diferencia de su familia de tantas mujeres, donde se saben tan de prisa las traiciones y los amarres y los amores frustrados; en la de Yuyo, de pasado más bien provincial y recatado, temas como aquél no se ventilan nunca. Tal vez si le hubiera tenido más confianza al Queso lo habría sentado por algunos minutos en esa sala y le hubiera explicado ¿no? Allí no te puedes meter porque simplemente no entras ¿no? Lo que están haciendo está condenado al fracaso pero tienen que fracasar para que se den cuenta ¿no? La cabeza de mi hija siempre estuvo llena de fantasías y de aventuras y tiene que vivirlas todas antes de dedicarse al tipo de vida que él le podía ofrecer ¿no? Porque se la podía ofrecer ¿no? La Gringa le había hablado bien de él, de su trabajo, de la posición, del dinero que estaba haciendo, y sin embargo la mamá sólo veía un carro con una abolladura y unos cables colgando, estacionado frente a su casa ¿Su carro?¿No tenía plata para plancharlo, para comprarse otro faro? De todos modos, amigo, déjeme que lo llame amigo porque no me nace, no puedo llamarlo Queso como lo llama mi hija, porque queso, pues, no sé, es una palabra tan cargada de otro sentido ¿Como si tú fueras de la sierra, no? Pero si eres blanquito y puedes pasar piola en cualquiera de las fiestas de nuestra familia, donde tenemos otras primas que tienen la misma edad que la Gringa y tal vez ellas…Ellas que sí se fijan un poquito más en la estabilidad, en la responsabilidad, en la seguridad. Que sí aspiran a formar un hogar como el de nuestros padres, con una casa, un trabajo permanente, que no aspiran a pasar hambre en el Cuzco, a vivir a salto de mata, rematando fotografías que les ha costado meses (¡meses!) y mucho dinero terminar. Porque yo recuerdo haber ido a depositar en el banco para que mi hija pague sus matrículas del taller de fotografía, cuando regresó de Europa. Pero en fin, eso ya se lo habrá contado ella. Para qué aburrirlo, para qué. Semanas y semanas yendo a ese laboratorio al costado del malecón, encerrada en el cuartito oscuro, metida en un gran proyecto, mintiéndose a si misma, sin atreverse a llamar a Yuyo ni a sus primas, porque qué le iban a decir ellas. Qué explicación podía pedir la Gringa, si allá en Europa, ella también… Pero con su prima…lo más inexplicable. Así, encerrada en ese cuartito oscuro, la Gringa se tuvo que hacer miles de preguntas, debió respirar más del aire envenenado por los químicos que el recomendado por los doctores, pero salió de esas semanas con las dos impresiones, con esos espejos y esa luz que los atravezaba en el papel, que quería reflejar todas las inseguridades y el futuro que ella esperaba y que no se iba a materializar, tal vez jamás, porque no estaban preparados, ni ella ni él. No sabían qué hacer con tanto arte libre. No sabría que después de aquellas sesiones en el laboratorio se la llevaron de emergencia a la clínica, que recobró el sentido varias horas después, que su padre envejeció cuchocientos años allí al lado de su cama, perdiendo todas las ganas de cualquier colerón que se le podría haber ocurrido antes, cuando le dieron la noticia de la prima, pero no ahora. Su niña, su Gringa estaba en cuidados intensivos y él estaba dispuesto a todo lo que tuviera que hacer para mantenerla viva. Así que la madre no le contó como apareció otra vez Yuyo por la cama del hospital, cuando toda la familia se dio cuenta cuenta que aquél era el único modo de devolverle los ánimos a la Gringa. Y Yuyo se comió el orgullo y la desesperación de haberla visto partir a Europa dejándole nada más que un palpitante mostruo, un músculo rojo que botaba sangre y que aceptó rendirse a la evidencia de no verla jamás. No sólo eso: un músculo asqueroso que creyó que era una perfecta idea volver a visitar la casa, tal vez sólo para darle gusto a las primas que lo adoraban, al pobre flaco que es artista al fin y al cabo, que ha sido abandonado, que no recibe ninguna carta desde le otro lado del océano, que tiene que resignarse a vivir las tardes mirando ese crepúsculo magnífico que pintará todos los días hasta el día que lo busque la muerte. El papá de la Gringa ha tenido que aceptar salir de la clínica a dar una vuelta, para que pueda entrar Yuyo a verla, a inclinarse sobre ella para darle un beso en la frente, a dejar un ramo de rosas al lado de la cama, a prometer volver durante la semana. El papá ha tenido que aceptar que Yuyo estuviera al lado de su hija, apretándole la mano, cuando se la llevaron de vuelta a la casa por fin recuperada. Él ha tenido que aceptar que vuelvan a salir juntos, que parezcan normales otra vez esos fines de semana en los que ella se desaparecía de la familia para participar con él en esas borracheras de amigos que duraban hasta la tarde siguiente, hasta que la familia Carbajal, el tío Uriel que siempre fue aficionado a las cucharas, cantara a dúo con su hijo en la guitarra: “Un fracaso más que importa…” Mientras tanto, en la casa de al lado, la prima de la Gringa, adolorida, esperaba. La mamá de la Gringa le hubiera contado la historia completa, pero ella creía que Queso ya lo sabía y que hubiera sido perder el tiempo en un tema que no tenía sentido. Así que solo le dio las fotografías y le deseó suerte, desde la sala se despidió de él, porque no tenía ganas de volver a verlo subirse a ese  automóvil abollado, sin faro y con los cablecitos colgando. ¿Sabes cuando me enfurece más que me llamen Gringa, Queso? Cuando me doy cuenta de todo el tiempo que le he dedicado a estudiar a este país, a memorizarme nombres, historia, fechas, al cerciorarme, vez tras vez, de que el único país en el que yo sueño con ser reconocida es en éste. Que no me importa la fama o el prestigio artístico en cualquier otra ciudad del mundo, sino en Lima. Porque me gustaría llevar a mis padres, que los entrevisten, que les hagan hablar sobre las cosas que yo hacía cuando era chiquita, cómo cogía de la tierra y limpiaba la primera cámara que tuve, como me encerraba durante horas frente a una ventana para tomarle fotos a los cachorritos de nuestra perra. No quiero que pasen los años y descubrir que el Perú me va a seguir mirando como extranjera, como si yo no fuera parte de este sistema, de este universo; como si yo no girara como todos alrededor del mismo problema, de la misma cagada, a decir verdad, porque el arte en este país… Pero qué sabía Queso cuando la vio en esa galería, cuando aceptó salir con ella y entendió que lo que estaba pasándole no era otra cosa sino la misma fuerza de las circunstancias y una ceguera circunstancial que podría volverse defintiva, si, como Queso lo hizo, en vez de aprovecharse de la situación, él decidía enamorarse, si en vez de difrutar, él decidía sufrir. Y si sintió en algún momento algún escrúpulo, aquél se le fue después de salir con ella, cuando la Gringa apareció de la nada una noche de cine, y después decidió acompañarlo por el malecón, enseñarle como se bamboleaba en la baranda frente al mar, confesarle sus inseguridades y bajonazos en esa relación larguísima y aparentemente sin futuro con Yuyo. Caminaron más hacia el oeste, por el borde de los acantilados, y Queso señaló el local, las luces, los ruidos, donde el fin de semana anterior la abogada lo había llevado para enseñarle cómo eran sus noches en el distrito bohemio: nada de artistas, nada de apariencias extrañas ni caras mal afeitadas. Por el contrario, esas camisas bien puestas y los blue jeans de moda, al cuete, la tela linda de las blusas, los tragos caros. Y Queso cometió el error de llevar a La Gringa de la mano hasta ese lugar, porque intentaba conjurar el mal rato de la semana anterior con una revancha, porque quiso pensar que la calle de sus amigos era muy necesaria y que un clavo saca otro clavo, sin percatarse de que la Gringa no sólo era un clavo mucho más largo, filudo, que tenía la punta más oxidada, que ella era una invitación al tétanos. Entró con ella. Barranco estaba en las calles. Dentro del local, entre aquella semioscuridad y esa música de moda, entre esas luces de fondo y espíritu de oficina colectivo, escogió una mesa que no fue la del sábado anterior, lejos de aquella silla donde la abogada le había pedido que se siente. Entonces procedió a explicarle a la Gringa, con muchos pelos y detalles,  su relación desafortunada. Porque Queso no estaba pensando con la cabeza, porque carecía de los recursos, de toda esa calle que sus amigos le espetaban en la cara. Desconocía esa virtud, era un antisocial, una célula perdida cuando entraba en contacto con esos jóvenes que sí se sentían cómodos dentro de aquella farsa de club de moda. Detalles, detalles, Queso le dio todos los detalles a la Gringa y ella le dijo que esa relación estaba podrida, que tenía que olvidarse de ella, recomenzar todo otra vez. Así nomás, con valentía. Entonces se hizo más oscuro y empezaron a salir del club y alguien se acercó por la espalda de Queso y le puso la mano sobre los ojos, como una venda. Queso retiró las manos, sin poder responder a la pregunta: “¿Quién soy?” Ella era, la abogada. Queso hizo las presentaciones y le pareció que la sonrisa nerviosa de la abogada era de impotencia; mientras que los ojos de la Gringa, fijos e inexpresivos contra el rostro de la otra, eran una señal. La abogada le sugirió que ambos podían unirse a su mesa, donde un grupo de encorbatados bohemios discutían las proezas de la vida política nacional. Queso se disculpó nervioso, tenía que irse, otra noche tal vez. La Gringa le agarro la mano, miró a la abogada desde esos ojos claros y esa piel limpia de amiga que quería tal vez remediar, que deseaba solo ayudar, sin proponerse ser otra cosa que un punto y coma en la vida de Queso, sin proponerse ser el párrafo inicial de otra historia en su vida. Agarró esa mano que hasta entonces la abogada tenía cogida delicadamente, como invitándolo al Queso a dejarse de tonterías y a seguirla hasta aquél rincón donde la abogada y otros dos muchachos parecían estar pasándola muy bien. La Gringa fue la que le dijo: “Disculpa, pero ya nos tenemos que ir”. Agarró a Queso de la mano y lo jaló hasta la puerta del local. “¿Ves? Punto final”, dijo la Gringa.  Eso fue hace diez años. Exactamente diez años, cuando el Cuzco aún no existía, ni los viajes para olvidar, ni la distancia que lo cura todo. Pero habían pasado diez años desde aquellos eventos. Ahora la noche era tan joven, la Gringa estaba otra vez con él, mirando más allá, con tantas cosas de más, tanto lastre en la maleta. Caminaron juntos otra vez, sobre la avenida Larco que aún no se iba a dormir, en dirección al mar, buscando unos minutos más para recordar.

Voces

Esa noche de julio un relámpago cortó el cielo en tres partes. Cada una de ellas estaba identificada por colores y estos eran–extraño, muy extraño–el verde, el amarillo y el rojo de nuestra bandera. Esa noche supe, asomado contra el alféizar de la ventana que miraba al río, mientras identificaba la corriente embravecida y la comparaba con el vuelo desordenado de chaucas y arrendajos que chillaban asustados en busca de guarida; que las tormentas a mí me hablaban en un lenguage cifrado (yo había nacido con un huracán). Acababa de cumplir seis años.

Después de aquella noche, mi padre –entusiasmadísimo porque mi autismo se desvanecía cuando el cielo se iluminaba–clavó dos alcayatas cerca de la ventana y de ellas colgó una hamaca para que me pudiera tumbar a observar las tormentas sin empaparme. Aquél se volvió un ritual común durante los veranos, cuando el clima solía ser más violento. Él inclinado sobre los libros que descifraba, y yo interpretando los relámpagos. Vivimos en ese apartamento hasta que cumplí los nueve.

Después de un verano intenso en signos, nos mudamos a una casita en la pampa y allí empecé a mejorar. Mi habitación estaba diseñada con una cúpula transparente: bastaba echarme sobre la cama para presenciar el apocalipsis. Allí las tormentas venían acompañadas con el granizo y descubrí palabras de la tormenta, manifestaciones de la naturaleza comunicándose conmigo. A los 13 ya se había desarrrollado mi lado matemático, me aceptaron en una clínica de la capital para muchachos con capacidades especiales y a mi padre solo lo vi de vez en cuando: él se tenía que quedar en la pampa entre sus libros, agachado entre enciclopedias y tomos cientificos que parecían ser capaces de absorber su memoria con la misma rapidez con la que le entregaban datos complejos y acertijos.

A los 14 volví a a ver María, mi madre, que me había abandonado al nacer, asustada por ciertas marcas en la atmósfera–que ella interpretó con fatalidad–y por la involución de mi padre, desbarrancado en esa «ciencia por la ciencia» que a María–más apegada a la interpretación empírica–la oprimía. Fue muy dulce conmigo. Lloró al borde de mi cama. Me pidió perdón. Fui capaz de desarrollar una fórmula para sentir amor de madre pero aún no podía pronunciarla. Las enfermeras fueron las únicas que se dieron cuenta del cambio significativo y anotaron con delicadeza en mi expediente que aquella noche tuve mi primera erección. Aquél fue el primer síntoma físico de mis facultades.

María se dedicaba a muchas causas. Sobrevivía gracias al dinero de compañías interesadas en la caridad. Ella conferenciaba con los ejecutivos, armada con evidencias como flores muertas, especies dañadas por la exposición al sol y cuadros estadísticos radicales. Después de sus rondas de las mañanas iba a verme a la clínica, almorzaba conmigo, regresaba después de la tarde para contarme cientos de historias. Esas apariciones de mi madre contenían fórmulas extrañas, alegorías que sirvieron para desarrollar mi sensibilidad. Sin ellas jamás habría salido del todo de mi condición.

Llegaron mis 15 años y las enfermeras anotaron más detalles. Mi evolución fue espectacular: me comuniqué a través de gestos, me sonrojé, manipulé a mi madre, mentí a mi padre sobre cosas que eran obvias para que ellas lo anoten, escribí mis primeras fórmulas en un papel.  La comunidad notó mi presencia pero no apareció.

Fueron dos años de cambios. Mi padre aceptó mudarse al lado de la clínica para participar del fenómeno. María abandonaba sus reuniones antes del almuerzo para pasar más tiempo conmigo. Una de las enfermeras se apasionó tanto por mí que perdió la objetividad y los papeles y casi arruina el registro de mi caso. Me mandó flores desde algún laboratorio donde se encerró para olvidarme.

A los 17 años yo ya estaba mejor preparado y la comunidad envió a su primer emisario: un muchacho chino con un cargo menor. Me hizo una pregunta y yo le respondí con una fórmula complicada. Se excusó. Al día siguiente apareció frente a mi cama el presidente de la comunidad (y la prensa se estacionó frente a las puertas de la clínica). El presidente se paró frente a mi cama sosteniendo en un papel las revelaciones que yo había declarado el día anterior. Me hizo saber que aquellas posibilidades aún no habían sido inventadas. Me dio a entender que incluso él, amante de la ciencia, no se había atrevido a jugar con aquellos logaritmos y cifras por miedo a descubrir la naturaleza negativa. Dijo que mi fórmula era bellísima y que si era capaz de escribirla a los 17 años no había la menor duda de que yo era él. Y se fue.

Así supe que yo era él. Amigo de los relámpagos, único entre los únicos. La comunidad me presta mucha atención y me espera. Sabe que ha llegado mi tiempo y que las voces completas pronto serán escuchadas. Aunque para decir la fórmula yo tenga que matarlos a todos. Pero aquél detalle ínfimo poco les importa.

Equipo de barrio

Photo eriotropus/ Flickr

El equipo de Marcelo, los muchachos que se juntaban cada mañana en la esquina del parque de su barrio eran: El chino Lau, hijo del dueño de la bodega, veloz para los insultos y el encuentro cara a cara; Carlos, que vivía cruzando la calle de Marcelo, sabía repartir la pelota por las bandas, bajaba pronto a defender el arco, no hacía figuras pero sabía dar pases precisos; Víctor, el mayor: sus piruetas con los pies embravecían a los rivales más duros–sobre todo a los panaderos de Santa Felicia–, nunca se quitaba su camiseta con el 10 de la selección y jamás aparecía hasta que Carlos silbaba la seña convenida: un silbido de dos soplos largos y uno corto; Ramirito, hijo de un senador del partido del viejo presidente: vivía en otra urbanización, a cinco minutos en bicicleta, dominaba con limitaciones y a veces sus jugadas arriesgaban la propia valla, pero siempre era titular porque traía su Tango de cuero, que hasta entonces los amigos del barrio sólo habían visto en la televisión; Enrique–con sus breves pelos negros en la barbilla, al que todos llamaban Tío Chivo– era el arquero, nunca se lanzaba en situaciones de riesgo, sin embargo sabía órdenar la defensa y salir del área con la pelota ( y Víctor siempre lo defendía cuando le marcaban un gol cojudo, porque estaba enamorado de su hermana mayor y porque era el único del grupo al que le gustaba tapar); Paulo: el más alto, el más gordo y el más fanfarrón de los niños del barrio, que sabía barrerse en la defensa pero siempre abandonaba el área por irse a atacar y era lento para regresar. A los rivales les encantaba patearlo. Si su equipo iba perdiendo, la mamá de Paulo aparecía en la esquina del parque para gritar: “Pauliiiiito” y el gordo Paulo abandonaba corriendo el parque, detrás de su mamá. El Chino Lau lo despedía insultándolo, jurando que la próxima vez lo reventaría a patadas.

Marcelo y su hermano eran los más pequeños del grupo. En ocasiones normales iban a la defensa, donde hacían lo mejor posible por patear a los rivales y no dejar que la bola llegara hasta el área de Tio Chivo. Cuando eran demasiados, o cuando enfrentaban rivales más fuertes–como Santa Felicia–, Víctor los mandaba a sentar. A ellos y a Paulo. El equipo de Santa Felicia lo integraban mecánicos, panaderos y albañiles, y su capitán era un carnicero que jugaba siempre descalzo y embestía las piernas. A Marcelo nunca lo dejaron jugar contra el equipo de Santa Felicia, así que hasta cierto punto le alegraba que  sus amigos siempre perdieran.

–Los de Santa Felicia huelen a mierda–dijo el chino Lau, una de las tardes en que regresaban a casa derrotados.

­–Lau ¿Por qué siempre tienes que decir mierda? ¿Por qué siempre dices malas palabras?–preguntó Marcelo.

–Algún día tú también dirás muchas lisuras, cojudo. Y ese día te acordarás de mí.

En un bus

Podría empezar con la primera vez que la vi.

Hacía calor y su blusa dejaba ver  el color de su ropa interior. Llevaba una falda ajustada y unas medias oscuras que apretaban sus piernas. Se llamaba Paola. Me lo dijo cuando nos presentaron en el autobús.

A mi lado se había sentado un vendedor locuaz. Conocía el país de palmo a palmo y de lo único de lo que hablaba era de las mujeres que lo esperaban en cada pueblo.

–¿Te gusta la azafata? me preguntó. Sin darme tiempo a decir que sí, la llamó y nos presentó. Ella me dedicó una sonrisa y sus bucles negros taparon una parte de su rostro.

–¡Mira que señor culo que tiene! Y creo que le gustas…

Reí, haciéndome el desentendido. Conforme seguimos viaje, a Paola se le fue desarreglando el uniforme y pronto la vi con un botón desabrochado, por donde se veía su largo cuello y el principio de su busto.

Tras unas horas de viaje, me trajo un regalo. Había  comprado unas cañitas dulces. Frente a la mirada inquisidora de mi compañero de asiento, Paola me las entregó, diciendo que pocas veces le tocaban pasajeros tan simpáticos.

–»Ay, le gustas, le gustas, hermanito», me dijo mi compañero,  mientras me codeaba y yo mordía mis cañas una a una, mirándola pasar.

Así se pasó la tarde en el bus. Bajó un poco el calor y Paola se acercó una vez más a buscarme conversación. Le conté algo sobre mi vida pero la presencia de mi compañero –que fingía leer un periódico– me avergonzaba.

Nos quedaban unas cinco horas más de viaje cuando nos detuvimos a cenar. Era un restaurante campestre muy descuidado, al lado del camino, enmedio de una selva de bananos. Mi compañero dijo que le había alegrado el viaje y que quería invitarme la comida. Escogió una mesa y nos sentamos. Mucha gente ordenaba al mismo tiempo, el servicio se demoraba,  y entonces aproveché para escaparme hacia los baños. Fui buscándola. No pensé encontrarla cerca de la puerta de los servicios, ni que ella me pusiera un papelito doblado en la mano y que con voz discreta me dijera: “Léelo cuando tengas un tiempo ¿sí?”

Me metí al baño, corrí el seguro y desdoblé el papel. Lo leí:

“Eres el pasajero más lindo que he atendido en mis viajes, espero que nos mantengamos en contacto y que podamos ser amigos”

No pude cenar pensando en cómo deshacerme de mi compañero de asiento. Apenas si escuché sus historias: todas tenían que ver con mujeres preciosas, amantes que lo esperaban en pueblos de miseria con la cama destendida y la comida lista. Paola estaba sentada al otro rincón del comedor, en una mesa especial con el chofer y la tripulación. Cuando llegó la hora de subirnos al autobús, allí estaba ella otra vez, mirándome con calor.

Oscureció pronto. Me hice a la idea de que sería otro viaje sin contratiempos. Pensé que unas horas después entraríamos al terminal terreste y yo proseguiría con mi viaje. Tal vez ella me daría un teléfono y podríamos vernos luego. Mi compañero de asiento estaba distraído haciendo anotaciones en una libreta. Sospeché que Paola estaría en los últimos asientos, al lado de los lavatorios. Pedí permiso y fui hacia allá.

Estaba sentada pero no sola. Conversaba con uno de sus compañeros. Abrí la puerta del baño y me metí.

Sentía el traqueteo del carro mientras espiaba por la ventanita del lavabo el paisaje de plantaciones entre las cuales se abría paso la carretera. Pensé complacido en que por lo menos me había atrevido. No podía hacer otra cosa que esperar llegar a la ciudad.  Traté de animarme: si tenía suerte tal vez saldría de los baños y la encontraría sola. Pero si aquello sucediera ¿Qué le diría? Resignado a cualquier cosa, abrí la puerta y salí.

Allí estaba Paola, sola. Iba sentada en ese último asiento del autobús, pegada a la ventanilla. La saludé, ella hizo un ademán con los ojos y me senté a su lado.

–He leído tu carta. Quería decirte, que tú también me gustas mucho.

No era un discurso planificado, fui sincero y directo. No había planeado besarla ni que ella aceptara mi lengua que presionaba contra su paladar. Tampoco planifiqué que mis manos siguieran su propia dirección, apropiándose de sus pechos, ni que continuaran camino –provocándole un estremecimiento– hacia ese destino debajo de su falda. Mi boca sostenía la suya en un beso que nos arrancaba todo el aire.

Unas horas antes, había estado en ese mismo autobús sin saber cómo iniciar una conversación. Ahora, luego que mis dedos encontraron la ruta, le pregunté sin reparos si le gustaría complacer un deseo.La escuché murmurar algo que yo desconté como una afirmación. Luego sentí el calor de su boca, grande y tornasolada, donde se derramaron mis primeras tímidas gotas.

Recuerdo con claridad el ritmo frenético de esas horas, la calentura que me estremecía esa noche. Paola ya no era ella: en la oscuridad del autobús la vi bajarse las medias y la sentí dejarse caer sobre mí.

Apenas había luz, si bien se podían ver las espaldas y las cabezas de los pasajeros en los asientos. No supe si dormían, ajenos a lo que pasaba en la última fila; o si es que prefierieron ignorarnos. En ese momento, mientras ella y yo practicábamos un rito al que algún tipo de deidad nos había predestinado, nadie pareció percatarse de nosotros.

Un timbre sonó de improviso y una luz se encendió entre los asientos, muy adelante. Paola se subió las medias, se acomodó la blusa, la falda, y me susurró al oído: ya vuelvo. Se fue por el pasillo regalándome una visión. Regresó luego de unos minutos para acomodarse con velocidad. Y mientras copulábamos como salvajes, yo apreciaba las curvas fascinantes de su espalda, esforzándome por fotografiarlas para siempre en mi memoria,  repitiéndome a mi mismo: Nunca lo olvides. Estos recuerdos son los que hacen feliz a un hombre durante toda su vida.

Terminamos. Nos besamos. Se arregló la blusa y me ayudó a organizar el desorden dentro de mi pantalón. En la oscuridad la vi mirarme a los ojos. Un haz de luz entró por las cortinas arrejuntadas de nuestros asientos. Entonces ella me dijo: «Estamos llegando».

El desembarco

Eneas enmedio de la batalla

William Styron se llamaba, era arrogante y medía siete pies. Cuando sus manos azotaron las aguas de Normandía llevaba diez días desde que probara el último postre de manzanas de su madre y sin embargo su gusto aún era espléndido y su fuerza descomunal. Había crecido entre los atardeceres fértiles del lago Huron y los campos de frejoles negros donde aprendió el arte de la caza. Su padre le había enseñado a matar y también lo llevó hasta el puerto para despedirlo cuando marchó con su regimiento hacia la guerra. “Hazlo por tu patria, William” dijo el viejo Styron y William dejó atrás la leche de la madre, aspiró por última vez el aroma de la nación americana y subió con sus botas relucientes al barco. Irradiaba valor entre esas cejas tibias bajo las cuales descansaban sus ojos.

Habían pasado muchas tardes desde aquella primera en que empezaron a cruzar el océano y William había aprendido a ganarse el respeto de los hombres y sobre todo la amistad de un compañero del que ahora era inseparable. El fiel George Plimpton, querido, loco, siempre dispuesto a dejarse embaucar por la tosca felicidad animal y pueblerina de William. Buen jugador de fútbol como William si bien lo suyo no eran los deportes–en los que también destacaba sobre los demás hombres–, sino la guerra. Los compañeros miraban a William hacerse de las armas y aprendían, lo escuchaban hablar de América y aprendían. Se necesitaba tener la cabeza bien centrada y no tenerle miedo al futuro para hacer lo que él hizo: Decidió ser el primero en saltar a la playa de Normandía.

Y allí venían los americanos, haciendo bailar el agua de la playa,  jubilosos en el ánimo de la victoria, sintiendo la presencia de sus héroes cerca de sus hombros, levantando la vista gloriosa hacia su estandarte, bendiciendo las estrellas y las bandas, el trapo azul, blanco y rojo. Saltó y corrió hacia la playa sin que lo rozaran las balas, recordó que su madre lo había bendecido para que ésto no suceda. Con esa certeza levantó su arma, buscando los venados de Michigan escondiéndose detrás de las dunas de Normandía, y empezó a disparar. Así una bala fue a dar en la nuca del general Richard Kruspe, padre ejemplar, buen soldado, héroe nazi, que creyó volver a ver a su familia hasta que el trueno salido del cañón de William alcanzó sus muelas y la lengua se le volteó entre los dientes. De nuevo Styron dirigió su arma y sintió la voz de su madre, que amó a Lincoln alguna vez, que llenó la casa con retratos de Roosevelt, fuerte, mostrándole la dirección de las balas que salieron hacia los ojos del jugador de dados teniente Rudolf Diesel, buen amigo pero mal amante, y entraron por ambos y terminaron con sus sueños de bicicleta en las colinas de la alta Bavaria, con sus recuerdos al lado de su novia y su primer encuentro con Hitler, que le dedicó una sonrisa y le acarició el cabello. Diesel cayó pesadamente con la mandíbula partida y cubierto de sangre sobre la arena empapada de la playa. William siguió haciendo sonar sus botas sobre el agua, que se abría espantada a su paso; y apuntó a la garganta del capitán Lotte Reiniger, creyente del poder curativo de la cebada, que pensaba en los ojos de una puta francesa cuando lo alcanzó la bala y ésta penetró bajo el paladar y en el hueso del cerebro, hizo un hueco en el cráneo y salió hacia el cielo con las voces de sus memorias de una noche parisina y de cenas familiares con chocolate caliente. Cayó pesado el cuerpo de Lotte, que había ganado kilos desde la ocupación pero aún pensaba regresar a su vida militar en Nederselters; se torcieron un poco sus huesos y crujieron mientras caía reventado sobre la sangre de otros hombres que morían con él, otros buenos nazis, buenos alemanes.

Entonces lo vio acercarse a la playa Wermer Kohlmeyer, que venía ese día al encuentro de su muerte. Diecinueve años después que lo anunciaron a la vida las campanadas de la iglesia de Santa María en Geifswald; y en lugar de correr como el cobarde Karl Mai, hijo de Mittweida; Wermer le salió a encarar y le puso el fusil a Styron mirándole la cara. Pero había algo en la voluntad americana de Styron que no dejó que la bala lo alcanzase, o era como decía la profecía que bien conocía su madre,  que si bien su hijo William dejaría el cuerpo en esa guerra no era aún su hora; o fue quizá el aura invencible de los pioneros polacos que poblaron los Grandes Lagos y que guiaban la mano de William en su nueva lucha de independencia contra los soberbios prusianos,  que mejoraron los reflejos aprendidos entre las matas de maíz persiguiendo a los venados en Michigan, oliéndoles el rastro, los que espantaron las balas de Wermer para que Styron pudiese reaccionar y cargar su fusil contra el alemán, que no entendió como este gigante americano pudo evitar morir y lo esperó con los brazos a un lado, resignado, como se debe esperar la llegada inevitable de la muerte cuando se tiene suficiente valor, hasta que William Styron apuntó al pecho y las balas corrieron hacia el corazón del músculo sangrante y cortaron en dos los ríos rojizos que alimentaban su cuerpo, las venas tiernas del muchacho que había aprendido a ser más fuerte y más hábil en las peleas del sábado sobre los pajonales del establo con sus siete hermanos y que en las aulas de filosofía y de historia halló las razones para amar a su ejército y a su país, como lo quería su padre Gerd Kohlmeyer, próspero mercader de sal y como lo quiso antes que él su bisabuelo Sepp Kohlmeyer, herrero de los ejércitos prusianos, de quien decía la leyenda de la ciudad que había salvado de morir al rey, cuando éste intentaba escapar con su caballo tras una escaramuza de los suecos pomeranios.

Así cayó en la tierra pesadamente el cuerpo de Wermer Kohlmeyer y su angustia se sintió en las campanadas tristes de la siguiente misa de domingo en la iglesia de Santa María, que bañaron la tristeza de su familia, las memorias amables de sus maestros en Greifswald y se escucharon sobre las ondas lívidas de las cercanas aguas del Báltico, junto con las noticia de la irrupción de América en la guerra y los vívidos fantasmas de la derrota del 18.

Ya entonces, ciego de victoria, pisando con sus botas los restos de alemanes que murieron al principio de la incertidumbre con gestos en el rostro reconciliables seguramente con las dudas de su buen catolicismo; el giganteWilliam Styron miró detras suyo y vio los dientes bien alineados de George Plimpton, sus hombros dulces que giraban detrás de él esperando su abrazo y le sonrió para decirle que estaba salvado, que habían alcanzado la playa y que otra vez, mientras esperaban la llegada de la muerte, podían ser felices.

El prisionero, 12 de marzo

Photo: Kusi Semninario/Flickr.

Es una habitación sin luz. Más que un cuarto es una prisión, que huele a tierra mojada, a lodo, a montañas. Afuera, la lluvia no para. El sonido del agua sin control lo atolondra, éste se mezcla con el rugido del viento, con el de truenos y tierra que se desborda y precipita quebrada abajo. Debe ser el ruido del purgatorio piensa él. Allí está él esperando su minuto. De pronto, siente que detrás de la puerta de su prisión, alguien rasca la tierra. Empujan un pedazo de papel que se moja y se queda pegado contra el lodo. El prisionero se acerca gateando y lo coje: un pedazo de papel, un mensaje, piensa.

No ha visto comida ni agua en dos noches; tampoco ha escuchado voces humanas desde que lo empujaron a ese agujero de piedras y cerraron la puerta. Pero allí está el mensaje. ¿Esperanza? ¿de qué? ¿Por qué no abrir la puerta y darle la carta? ¿Por qué no decírselo en la cara? Enmedio de la tormenta, en la noche, un mensaje solo puede significar esperanza. Grita, por si el mensajero aún está allí. Se arrepiente de haber guardado silencio, ya el mensajero se ha ido. Solo escucha otra vez el sonido confuso de la naturaleza anunciando desastres.

El hombre toma el pedazo de papel con manos temblorosas. Sus manos están frías, todo su cuerpo tirita: aún así sufre de angustia. Por más que aguza la vista no puede ver: es en una ratonera, aquí los ojos no sirven. Se arrastra, pega su cuerpo enlodado contra la tierra, acerca el papel contra la ranura debajo de la puerta, por si encuentra ayuda en un rayo. No sucede nada. Solo escucha el sonido de un cauce violento y los troncos, las ramas y las hojas de los eucaliptos batiéndose a duelo contra la tormenta.

Tiene que aguantar su angustia, estirado en el suelo, sintiéndose un animal, consciente de que todo su poder está suprimido: su inteligencia, su buena voz, su capacidad didáctica, su buen juicio, su disciplina, su lealtad. Se aferra otra vez a la hoja de papel y sucede el milagro. Enmedio de las hojas y el viento viene la luz, como un flash consistente e intenso que por unos segundos ilumina, deja ver el arroyo que se mete en su cárcel y define con claridad los caracteres escritos en esa hoja de papel rayada, la letra bien caligrafiada en tinta negra, gruesa:

Chay hatun runakuna niwanchis mana allinkuna kanki nispa.

Paykuna wañuchinakunku ñoqanchisman juchawananchiqpaq.

Llaqtay masiy wayqeykuna chayqa ama t’athqaykisunkichu.

Wakchalla kanchinanchiskama paykunaqa juchachiwasunchis imamantapas.

Llaqtay masi wayqeykuna chayqa ama t’athqaykisunkichu.

Llapallan llaqtanchiskuna ñak’arin chay mana allin runakunawan.

Claros, bien definidos, los signos negros. Signos negros, signos negros: nada más. Siente venir a la desesperanza, cree que no va a poder moverse más aquella noche. Entonces se apaga la luz y aparecen retumbando los truenos que asolan esas sierras y cae por fin toda el agua y se lo lleva. Lo arrasta junto a las piedras y a los eucaliptos que no resisten el embiste, en pedazos, dando tumbos, por todo lo largo y profundo de la quebrada hasta alcanzar el río.

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